Rafael Román Caballero, Universidad de Granada
Decía Nietzsche que «sin música, la vida sería un error». Aunque esta afirmación sea un tanto radical, la música forma parte de muchas de las actividades de nuestro día a día. La encontramos en la radio, ayudando a amenizar los atascos, en los anuncios y tiendas, para estimular las emociones (y las ventas), o en nuestros conciertos en la ducha.
La música es un fenómeno universal. Casi todas las personas (el 95%) sienten que es algo realmente placentero. Y los datos de plataformas de streaming como Spotify revelan que pasamos de media más de una hora al día con nuestros auriculares.
Pero esta pasión de los humanos por la música no es nueva. Los primeros instrumentos musicales encontrados datan del Paleolítico (40 000–30 000 años atrás). Eran flautas rudimentarias hechas en huesos de animales (que seguramente aprovecharían tras la cena). Y es probable que la música estuviera ya presente muchos milenios antes utilizando el canto o la percusión sobre el cuerpo.
Desde entonces, todas las civilizaciones han cantado y danzado para celebrar la vida, llorar la muerte o arrullar a sus bebés. No es ningún despropósito afirmar que, al igual que somos un animal racional y lingüístico, también somos un animal musical.
La música como gimnasio de la mente
Aunque todos disfrutamos de la música, solo uno de cada diez españoles toca un instrumento. Esto es comprensible por la gran cantidad de esfuerzo y años que lleva dominar la técnica de uno de ellos. Requiere aprender un lenguaje y un sistema de escritura nuevos, coordinar con precisión un repertorio desconocido de movimientos de las manos, sincronizarse con otras personas, etc.
Y cuando al fin se domina una pieza, siempre aparecen otras obras y técnicas que aprender. De hecho, a la pregunta de por qué seguía practicando el chelo a los 90 años, el virtuoso Pau Casals respondió «porque siento que estoy mejorando».
Por tanto, aprender a tocar un instrumento es un entrenamiento intensivo que conlleva cambios profundos en el cerebro y las capacidades mentales. Algo similar sucede en profesiones que dependen de una habilidad específica, como son los taxistas. Los estudios con esta profesión muestran que una de las áreas del cerebro más implicadas en la navegación espacial y la memoria (conocida como el hipocampo) está más desarrollada en conductores expertos.
La huella cerebral de la música es todavía más amplia. Cuando se compara el cerebro de músicos experimentados con personas que nunca han tocado un instrumento, muchas regiones del cerebro de los músicos tienen un mayor volumen y grosor. También los músicos muestran cerebros mejor conectados.
Algo interesante es que estas adaptaciones ocurren tanto en partes del cerebro que tienen una función clara en habilidades musicales (por ejemplo, la audición o la destreza de las manos) como con habilidades más generales. Por eso, los estudios con miles y miles de músicos encuentran que tocar un instrumento mejora capacidades mentales tan generales como la memoria o la atención. También potencia el rendimiento académico y las habilidades lingüísticas y matemáticas de los niños.
¿La música como causa o consecuencia?
Sin embargo, los niños de familias con mayor estatus socioeconómico suelen elegir más la música. Algo que parece lógico viendo el precio de un chelo o de un piano (si no se imagina cuánto pueden costar, puede ver a lo que me refiero con un vistazo rápido en el navegador).
También es una actividad que los niños con mejores expedientes y mayores capacidades cognitivas escogen más. Por tanto, una limitación de los estudios que comparan a los músicos con no músicos es que no permiten distinguir si las ventajas que observan son una consecuencia de tocar un instrumento. ¿Y si las diferencias cognitivas ya existían antes de empezar a tocar? O ¿y si proceder de un ambiente más favorable es la causa real de las mejoras?
Una buena forma de resolver este dilema de «¿qué fue primero, el huevo o la gallina?» es investigando el efecto de la música cuando se eligen niños al azar, con independencia de sus características. Cuando se hace esto, de nuevo la música produce beneficios mentales claros.
Es más, las mejoras son especialmente grandes en los niños que provienen de ambientes desfavorecidos o con un menor desarrollo cognitivo. Por un lado, estos niños son los que con menor probabilidad acabarían aprendiendo a tocar. Sin embargo, si lo hacen, la música tiene un «poder igualador» en ellos. Parece que es capaz de amortiguar, en parte, el impacto de una vida más desfavorecida.
Mens sana in cerebro sano
Más allá de la infancia, hoy sabemos que nuestros hábitos condicionan la forma en la que envejecemos. Fumar, el abuso de alcohol, el sedentarismo, la obesidad o un estrés psicológico continuo son factores que aceleran el envejecimiento de nuestro cuerpo.
Tocar un instrumento, al contrario, reduce el riesgo de padecer una demencia o un deterioro cognitivo en la vejez. Al igual que conserva el cerebro unos cuantos años más joven y evita que muchas de nuestras capacidades mentales se vean afectadas por la edad. Así, los músicos mayores, con décadas de práctica instrumental, muestran una pérdida menor de memoria o velocidad mental, entre otras habilidades.
Pero no hace falta una vida enteramente musical para experimentar estos beneficios. Las personas mayores que comienzan a tocar tarde, en la vejez, también tienen un menor declive. Con estos datos, parece que no existen excusas. Nunca es tarde para comenzar con una vida mental activa.
Las personas se adentran en la música porque con ella disfrutan, se enamoran o se sienten parte de una comunidad. Sin embargo, implicarse en ella podría tener el efecto (no buscado) de potenciar nuestras capacidades cognitivas y protegerlas del paso del tiempo. Sin pretenderlo, la música transforma dos de las cosas que más nos fascinan del ser humano: nuestro cerebro y nuestra mente.
Este artículo resultó ganador de la primera edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.
Rafael Román Caballero, investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad de Granada / Centro de Investigación Mente, Cerebro y Comportamiento, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.