Por Ángel Cano
La crisis global provocada por el COVID-19 evidencia que es posible la acción urgente y coordinada de la comunidad internacional frente a la emergencia. El cambio climático exige una respuesta igual de contundente
En 2006 se estrenó Una verdad incómoda, el documental que consiguió que la opinión pública de todo el planeta supiera que las emisiones de gases de efecto invernadero producidas por la actividad humana aumentan la temperatura de la atmósfera y provocan un cambio climático a escala planetaria que amenaza a todos los seres vivos.
La cinta, cuyo protagonista era Al Gore, exvicepresidente de Estados Unidos, recibió todo tipo de críticas y ataques. Durante años los poderes económicos a quienes perjudicaba la idea de reducir emisiones invirtieron millones en negar la evidencia. Aún lo hacen.
Afortunadamente, el documental fue un fenómeno mundial, ganó el Oscar y Al Gore se convirtió en un referente en la lucha ambiental. Recibió el Premio Nobel de la Paz con el IPCC (Panel Intergubernamental del Cambio Climático) y el fundador de The Climate Reality Project para difundir el reto de la amenaza climática.
Desde entonces, a pesar de que las predicciones se han convertido en evidencias y que todos somos conscientes de la dimensión de la amenaza, seguimos sin realizar avances significativos que reduzcan las emisiones que causan huracanes, inundaciones, sequías y olas de calor con gran impacto en las poblaciones más vulnerables del planeta. Además, en las ciudades la contaminación por partículas, lejos de reducirse, crece también cada año y causa 9 millones de muertes prematuras por la mala calidad del aire y más de 33.000 en el caso de España.
El desánimo frente al cambio climático
La comunidad científica y estamentos tan importantes como la Organización de Naciones Unidas han impulsado y reclamado un cambio de rumbo urgente que no llega; una transformación profunda de los sectores de la energía, la movilidad y la industria que no acaba de darse.
Las sucesivas cumbres del clima transmiten año tras año la frustración de toparse con las reticencias de países que anteponen sus intereses económicos al bien común. Pasa el tiempo y la sensación de que el cambio es imposible crece entre la población que asume, impotente, un destino aciago.
La realidad es tozuda, pero el ser humano también. Como decía Sinclair Lewis: “Es muy difícil que alguien comprenda algo cuando su sueldo depende de que siga sin comprenderlo”. En conclusión, seguimos sin hacer nada efectivo, surge el desánimo y algunos dicen que ya no hay nada que hacer.
Sin embargo, si algo ha dejado en evidencia esta crisis sanitaria que estamos viviendo con el COVID-19 es que sí se pueden cambiar muchas cosas. Mucho más de lo que creíamos. Los Estados tienen herramientas poderosísimas para cambiar el statu quo en poco tiempo, lo están demostrando.
¿Quién hubiera pensado que de un día a otro podríamos parar la economía de todo un país? Nadie hasta hoy. Se han movilizado todas las fuerzas de seguridad y todos los recursos económicos, como si las arcas del Estado no tuvieran límite: “Todo lo necesario”, se nos dice.
Sin embargo, hace poco se declaró en Europa, y más tarde en España, la emergencia climática sin dotarla de recursos, sin medidas específicas. Otra demostración más de cómo hemos asumido hasta ahora el mayor desafío al que se enfrenta la humanidad.
La crisis del coronavirus
Pero eso va a cambiar, tiene que cambiar. Ahora sabemos que podemos cambiarlo. Gracias a esta crisis del coronavirus sabemos que, si lo consideramos necesario, existen recursos, que la sociedad puede reaccionar ante la amenaza cuando descubre que le afecta y que realmente tiene herramientas poderosas, inteligencia y capacidad para actuar con rapidez. Así que, ¿por qué no empezar ahora mismo?, ¿por qué no aprovechar el estado actual para empezar a tomar medidas?, ¿por qué no salimos de la crisis impulsando la economía verde?
Tenemos que recomenzar muchas cosas, ¡hagámoslo bien! Evitemos que la reactivación, cuando salgamos de la cuarentena, venga asociada de nuevo a emisiones desmesuradas.
Igual que hemos destinado miles de millones a sostener la economía por un estado de alarma de unas semanas, podemos destinar fondos y esfuerzo para realizar las transformaciones que la emergencia climática demanda y que llevan tiempo esperando.
Por ejemplo, si debido a la reducción de actividad ha caído la demanda eléctrica, paremos definitivamente el carbón y también las térmicas de ciclo combinado que estén paralizadas o produciendo lo mínimo. España tiene sobreoferta energética y es posible vivir sin ellas. Además, instalar tejados solares masivamente no solo nos ahorraría la dependencia del petróleo y mejoraría la calidad del aire, sino que crearía miles de puestos de trabajo, bajando el precio de la luz que paga cada uno y empoderando al propio consumidor como productor de su propia energía.
Pongamos todos los recursos necesarios para transformar el sistema de movilidad en tiempo récord, instalando miles de cargadores de alta capacidad, impulsando un transporte público eléctrico y subvencionando la compra de coches eléctricos que son inaccesibles ahora mismo para muchos.
El tren puede sustituir a miles de vuelos de corta distancia, altamente contaminantes y perfectamente evitables. Si las aerolíneas reflejaran el coste de contaminar en el precio se reducirían los vuelos al mínimo. Potenciemos el tren de corta y media distancia y, en el caso de los vuelos que no se puedan sustituir con tren, hagamos que el coste del pasaje incluya el precio de las emisiones de carbono asociadas.
Potenciemos también el que las mercancías viajen por tren en vez de por carretera al tiempo que llevamos a cabo una reconversión del transporte por carretera acelerando una transición hacia el hidrógeno y la electricidad.
Interconexión sin límites
La expansión del virus ha sido posible gracias a un sistema de transporte globalizado que obvia el impacto de las emisiones de la aviación y promueve la interconexión sin límites. Resulta frívolo pensar que podemos contaminar enormemente solo para ir a pasar un fin de semana a Londres o a Milán. Lo asumimos como si no importara, pero importa. No nos podemos permitir una sociedad que renuncia a reducir sus emisiones y mantiene sus comportamientos caprichosos.
El turismo, por ejemplo, tal y como está concebido es ambientalmente insostenible y requiere los cambios más profundos. Si realmente queremos enfrentar la crisis climática también debemos aceptar y promover que las aerolíneas y el turismo tengan mucho menor impacto. Y es un buen momento para redimensionarlo. Debemos plantear un modelo de turismo que cree riqueza en las comunidades en donde se desarrolla y mejore el entorno allí adonde va y no que sea una fuente de desolación y contaminación. Tal vez tengamos que viajar menos, pero lo haremos mejor. Si tenemos la voluntad podemos lograrlo.
Hemos visto que el teletrabajo es perfectamente viable en muchísimos casos. Ahora mismo, numerosas empresas están plenamente operativas con sus empleados en casa. ¿Qué pasaría si cuando salgamos de la crisis del COVID-19 se generaliza el teletrabajo como una práctica mucho más habitual? Evitar los millones de desplazamientos diarios para ir a trabajar es una medida de reducción de emisiones de gran calado.
Y hablando de trabajo, podemos crear una fiscalidad favorable e impulsar cursos de formación a desempleados para que puedan dedicarse a iniciativas que permitan reforestar el país, limpiar montes, ríos y mares, regenerar la biodiversidad y recuperar zonas rurales, lo que ayudaría a reducir el paro y solucionaría el problema de la despoblación del interior peninsular.
Potenciemos la economía local restringiendo las importaciones de productos que ya producimos aquí, a ser posibles ecológicos. ¿Por qué tenemos que contaminar por traer tomates de la otra punta del globo si los nuestros son estupendos? Apliquemos esta lógica a todo. Hay muchos ejemplos que bajo el prisma de la reducción de emisiones y aprovechando el parón económico podemos reconsiderar
El mercado no es útil si perjudica a la sociedad. Hagamos que la huella de carbono forme parte del precio de los productos. De esta forma, poniendo un precio al CO2, será el propio mercado el que cree un modelo de proximidad que impulse una economía baja en carbono.
La industria debe reinventarse, rediseñar sus procesos, reemplazar el plástico y los productos de usar y tirar, priorizar la durabilidad y abrazar la economía circular para impulsar la reutilización, la mayor calidad de los productos y su reparabilidad y evitar los desperdicios. ¿Por qué no supeditar las ayudas a planes de modernización?
En definitiva, aprovechemos el parón para cambiar lo que nos perjudica, para poner en el centro la vida humana y la naturaleza que nos sustenta.
Estas semanas de encierro forzoso nos están sirviendo para darnos cuenta de lo que verdaderamente es necesario en nuestras vidas. Y también de cuánto tiempo empleamos persiguiendo cosas materiales cuando el estar con las personas que queremos es el mayor tesoro. ¿Y si pudiésemos ser más felices con menos cosas?
La crisis sanitaria y la crisis climática
A muchos quizás les parezcan propuestas irrealizables, pero son acciones que se pueden poner en marcha y que acabaremos haciendo porque el calentamiento no va a desaparecer solo. Llevamos demasiado tiempo pensando en cómo adecuar la actividad económica a los límites que marca el clima y el propio planeta y no damos con la tecla.
Mucha gente defiende el decrecimiento y mucha otra entiende que el sistema no sobrevivirá a una economía que no crece mientras la población sí lo hace. Hay que hacer cambios urgentes y disruptivos y esta es la mejor oportunidad para poner a prueba el sistema y ajustar lo que se sale de sus límites. Debemos impedir que vuelva a activarse lo que está comprobado que produce más perjuicios que beneficios al conjunto. El economista Herman Daly plantea que “crecer es sólo hacerse más grande, pero que desarrollarse es hacerse mejor”. ¿Y si diésemos una oportunidad al desarrollo frente al mero crecimiento?
Si nos quedamos en casa por responsabilidad, si apoyamos a los sanitarios y fuerzas de seguridad, si aceptamos que, ante grandes males, grandes remedios, debemos exigir a nuestros gobernantes que tomen las medidas drásticas y que destinen los recursos económicos necesarios para hacer los cambios que la emergencia climática requiere. Sin retrasos y sin excusas. Con la misma pedagogía que estamos viendo estos días: diciendo la verdad y alertando de las consecuencias.
La gente común no termina de ver el peligro de la emergencia climática y sin información veraz no sabrá adaptarse ni estará preparada.
El coronavirus matará a decenas de miles de personas, pero lo pararemos y encontraremos una vacuna que lo erradique o lo mantenga controlado, igual que hemos hecho antes con otras enfermedades. Esta tragedia, por muy terrible que resulte, es minúscula comparada con los millones de personas que lo han perdido y lo perderán todo en las inundaciones, tornados y huracanes que se producen por el mundo.
Solo en la ola de calor de 2013 en Francia murieron 3.500 personas, 1.000 muertos dejó el ciclón Idai en Mozambique, 1.833 personas mató el Katrina en Estados Unidos, 3.057 personas perecieron por el María en Puerto Rico, etc. Las pérdidas económicas asociadas a estos desastres extremos son incalculables y el escenario futuro traerá más catástrofes inducidas por el nuevo clima. Y cada vez serán más graves. Hay motivos de sobra para declarar el estado de alarma a escala mundial.
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