Por Rogelio Biazzi y Rocío Albert
6/6/2017
Profesores de Economía de la Universidad Complutense de Madrid
El asesinato de Enrique IV de Francia en el año 1610 cometido por François Ravaillac puede considerarse un delito de terrorismo en el pleno sentido del término. El terrorista fue castigado con una crueldad todavía recordada por los historiadores. Una vez sentenciado a muerte fue conducido a la Plaza de la Grêve, donde fue quemado en diversas partes de su cuerpo con hierros al rojo vivo. La mano con la que mató al monarca fue quemada con azufre ardiendo y en las heridas de las quemaduras se vertió una mezcla de plomo derretido, aceite hirviendo y resina ardiente. Después, le ataron cada mano y cada pierna a un caballo distinto y fue desmembrado. Finalmente, lo arrojaron al fuego y todo su cuerpo quedó reducido a cenizas. Uno puede preguntarse si la condena era a muerte, por qué no se le mató y punto. Obviamente, las razones tienen que ver con el castigo ejemplar y la disuasión.
A lo largo de la historia han sido muy numerosas las formas mediante las que un Estado ha tratado de combatir a aquellos que ponían en cuestión su capacidad para imponer normas de todo tipo y las sanciones penales han desempeñado siempre un papel importante. En 1968 se publicó el artículo de Gary Becker, Crimen y Castigo: un análisis económico, y fue el punto de partida para el estudio de la criminalidad desde otro punto de vista. Más que en el castigo per se, la venganza o la justicia, el objetivo se empezó a centrar en la disuasión.
Para quienes vemos el Derecho a través del razonamiento económico, el derecho penal debería cumplir, fundamentalmente, la función de desincentivar conductas criminales. ¿Y cómo hacerlo? Primero hay que asumir que los potenciales criminales son individuos que se comportan de manera racional. A priori, ser racional no tiene que ver con comportarse como un buen padre de familia, sino de acuerdo a lo que cada uno entiende que es mejor para sí mismo. Así, los individuos comparamos costes y beneficios de nuestras acciones y actuamos en consecuencia. De igual forma, entre los costes esperados de un criminal están la posibilidad de ser detenidos y la aplicación de la pena prevista para el delito en cuestión. En este contexto, las políticas para reducir el delito deberían incidir en este análisis coste-beneficio del delincuente. Un análisis sencillo indica qué incrementos, tanto en la severidad del castigo como sobre todo en la probabilidad de condena, pueden reducir la utilidad esperada y, de este modo, modificar los comportamientos delictivos.
Al igual que otros individuos, los terroristas buscan maximizar su bienestar. Consideran sus beneficios (una vida esplendorosa junto a 70 vírgenes en el más allá o la independencia de su oprimida nación) y sus costes, y según sea el cálculo, deciden poner bombas y atropellar peatones o quedarse en casa. Incluso el terrorista suicida, es capaz de comparar el coste de perder su vida con los beneficios que puede obtener para sí (la vida al lado de Alá) o para su familia (apoyo económico de la organización terrorista). Pero cuando hablamos de terrorismo los individuos pueden ver sesgado su análisis y tender a magnificar los beneficios y minimizar los costes. Además, a la hora de evaluar los costes no es posible homogeneizar el análisis para todos los actos terroristas. En lo que se refiere a la magnitud de la pena prevista, es evidente que la influencia va a ser distinta para un terrorista suicida que para un terrorista que pretende cometer el acto criminal sin arriesgar su vida. Éste último sí incluirá en el cálculo de sus costes esperados la cantidad de años que puede pasarse en prisión, mientras que el suicida no tendrá en cuenta esta pena y por lo tanto no habría razón para justificar más años de cárcel. Esto no quiere decir que a los actos terroristas no pueda aplicarse el modelo de comportamiento racional del delincuente, y por ende, buscar la disuasión a través del aumento del coste esperado. Pero lo que habrá que incluir en el análisis serán costes diferentes, como otros tipos de penas o sanciones, que el terrorista sí considere en su justa dimensión.
La tortura o la muerte cruenta podrían ser eficientes en términos disuasorios, pero lo cierto es que tienen una serie limitaciones desde el punto de vista de la ética, que en la mayor parte de los países impide su aplicación. Por lo tanto, si se rechaza aplicar estas penas por su carácter especialmente cruel, habría que plantearse una cuestión de difícil respuesta: ¿cuándo una pena -que puede tener efectos disuasorios eficientes- debería ser rechazada por ser socialmente inaceptable, si las preferencias de quienes forman una colectividad son significativamente distintas a este respecto?
Otra vía a considerar en los delitos de terrorismo es la posibilidad de que las sanciones sean impuestas no sólo a quien ha cometido el delito, sino también a otras personas directamente ligadas a él, es decir extender la responsabilidad a familiares del delincuente. Un caso interesante podría ser la denominada kale borroka y la atribución de responsabilidad y obligación de soportar el coste de los daños a personas no directamente implicadas en los hechos, por ejemplo, la responsabilidad de padres o tutores de los autores de los delitos. En lenguaje económico, si los padres tienen que pagar por los daños causados por su hijos, internalizan los costes que estos generan, lo que supone que la oferta de guerrilla callejera se podría ver reducida. Incluso el mismo análisis podría aplicarse para imponer penas de cárcel a familiares de terroristas suicidas, o la destrucción de sus hogares, por ejemplo. En el caso del terrorismo yihadista, esta extensión penal a los allegados sí podría actuar como un elemento disuasorio ya que el diseño de las penas contemplaría mecanismos que afectan a los costes del terrorista por los sufrimientos de su familia por sus actos.
Por último cabría actuar también para hacer disminuir o desaparecer los beneficios del crimen terrorista. En los supuestos de terrorismo por causas religiosas, las creencias no deberían ser irrelevantes en cuanto a los beneficios que el terrorista espera obtener, incluso después de la muerte. Aquí hay que pensar en penas muy diferentes a las sanciones tradicionales, como podrían ser, para un musulmán, ser enterrado con una piel de cerdo para evitar que pueda disfrutar de las glorias del paraíso, o colocar en su tumba restos de estos animales. El objetivo sería mostrar a aquellos que en el futuro piensen cometer atentados terroristas, que serán tratados así y que de acuerdo con sus creencias, esto les impedirá disfrutar del paraíso.
La sociedad se enfrenta a un reto mayúsculo y los gobernantes tienen la obligación de diseñar políticas que logren afrontar y vencer ese reto. Surgen los debates en torno a la ética y el humanismo de distintas medidas para combatir el terrorismo, pero no debemos olvidar que la ética social no depende del listón moral de los gobernantes sino de lo que la mayoría de la sociedad considera aceptable.