Por Bee Wilson (*), autora de El primer bocado (Turner Libros, 2016)
19/07/2016
Antes de que tuviera hijos, no sabía cuán emotivo sería alimentarlos. No parecía nada complicado visto desde afuera: les das chucherías y los ves sonreír. No sabía lo frecuentes que serían las lágrimas en el momento de la comida. Las de ellos, por lo general, y las mías, en una mala noche.
Alimentar a un niño de forma equilibrada y mantener la cordura al mismo tiempo puede ser sorprendentemente difícil. No lo es porque no los queremos lo suficiente. Casi todos los padres desean lo mejor para sus hijos. Pero, algunas veces –en particular al momento de la cena– nuestro amor les impide ver lo que realmente necesitan. No notamos la presión que ejercemos sobre ellos para que coman de cierta manera. Hablamos de chocolate como una chuchería y de la ensalada como un deber.
Cuanto más les suplicamos que terminen sus verdes verduras, menos quieren hacerlo.
Generalmente, los padres comentan “hice todo exactamente igual, entonces, ¿por qué un niño es tan quisquilloso y el otro es omnívoro? Definitivamente, existe un componente genético en la forma en que nos alimentamos y esto explica algunas de nuestras diferencias. Algunos son unos grandes catadores, para quienes los sabores amargos son increíblemente fuertes. Algunos poseen un gen que hace que el cilantro les resulte desagradable en la sopa, mientras que a otros les parece fresco. Para los niños en el espectro autista, los sabores y texturas desconocidos pueden resultar muy inquietantes. Pero, sin importar en qué punto empiece el niño, siempre es posible que aprenda nuevas formas de alimentarse. Como omnívoros, somos capaces de adaptarnos a nuevos sabores a cualquier edad.
El objetivo final de alimentar a un niño es muy diferente de lo que parece en medio de la locura y el ajetreo de una comida, cuando estamos desesperados por alimentarlos, asearlos y acostarlos a dormir. El verdadero objetivo es la independencia. Como padres, deberíamos pensar menos en los próximos cinco minutos y más en los próximos cinco años. Si coaccionamos a un niño para que se coma todo un plato de pimientos rojos en contra de su voluntad, estamos haciendo que desarrolle aversión por éstos (y quizás por nosotros, también). Lo que realmente deseamos es ayudarlos a convertirse en comensales de pimientos –y de otros buenos alimentos– para toda la vida, que los elijan libremente cuando ya no estemos ahí para observarlos.
Comer bien es más una cuestión psicológica que nutricional. El secreto de alimentar a los niños –y a nosotros mismos– es encontrar la manera de disfrutar la comida saludable (con o sin plato de patatas fritas). Pero, es más fácil decirlo que hacerlo. La alimentación puede llegar a percibirse como un círculo vicioso. ¿De qué manera se persuade a un niño enfadado para que pruebe un plato que cree que detesta? Tampoco ayuda que los “alimentos para niños” que son comercializados tiendan a ser tan poco saludables. Los “cereales para el desayuno de los niños” son los que más azúcar contienen en todo el supermercado. Si estos son los alimentos con los que aprendemos a comer, sin duda muchos de nosotros somos aficionados a los dulces.
La buena noticia es que a lo largo de los últimos diez años, los psicólogos han explorado nuevas técnicas para ayudar a los niños a ampliar sus paladares. La idea básica está planteada en Tiny Tastes (pequeños sabores). Si el alimento que se saborea es tan pequeño como un guisante o incluso un grano de arroz, para un niño resulta mucho más fácil probarlo. Si un niño prueba un fragmento minúsculo todos los días por un período de 10 a 14 días, es probable que le termine gustando. Lo sé, suena muy simple. Pero para mi asombro, funcionó con mi hijo menor, que era el comensal más exigente. Con Tiny Tastes, él aprendió a comer con gusto la berenjena, el tomate y las tortillas. Aún estamos trabajando con al espinaca.
Para comer bien, todo niño necesita aprender tres grandes cosas: a disfrutar de una variedad de verdadera comida casera (y preferirla antes que a la basura ultra procesada); a apreciar las verduras y a saber cómo dejar de comer al momento de sentirse lleno. Estas son habilidades complicadas que requieren de tiempo. Muchos de nosotros ni siquiera las hemos aprendido como adultos. Pero, aún hay tiempo. Cuando todo sale bien, la cena es simplemente la cena: ni más ni menos que el punto culminante del día.
(*) Bee Wilson (Oxford, 1974) es historiadora y escritora gastronómica. Estudió Historia de las Ideas en Cambridge. Fue crítica gastronómica de la revista New Statesman durante cinco años y desde 2003 escribe semanalmente la columna The Kitchen Thinker para el Sunday Telegraph, por la que ha ganado el título de escritora gastronómica del año en tres ocasiones. Es autora de diversos libros sobre gastronomía e historia de la alimentación, entre ellos La importancia del tenedor.