En un mundo globalizado, en el que los bienes y servicios pueden circular más o menos libremente, los ciudadanos no tenemos la libertad o el derecho de entrar al territorio de un Estado del que no somos nacionales, sin el consentimiento de las autoridades de ese Estado. Mientras la droga entra y sale de nuestras fronteras, con la complicidad de los que mandan, y mientras los grupos guerrilleros se cuelan por las fronteras de los Estados, con la indiferencia (o con la complacencia) de las autoridades del Estado que las recibe, las personas tenemos que pedir permiso para ingresar a otro país. Pero esa regla tiene excepciones.
En primer lugar, más allá de consideraciones elementales de humanidad, ningún Estado tiene el derecho absoluto a expulsar a un extranjero que se encuentre en su territorio. Los tratados internacionales sobre derechos humanos, o sobre extradición, imponen restricciones en esta materia. La democracia, también.
Una de las instituciones propias del Derecho Internacional americano, de la que los latinoamericanos podemos sentirnos legítimamente orgullosos, es el derecho de asilo. Coloquialmente se le conoce como asilo político, porque su propósito es proteger a quienes son víctimas de la persecución política.
Los países latinoamericanos han suscrito numerosos tratados sobre esta materia. En la primera mitad del siglo XX, en países tan convulsionados como los nuestros, lo frecuente era que un líder político tuviera que correr, huyendo de la policía que le pisaba los talones, y saltar los muros de una misión diplomática extranjera para pedir asilo.
La otra opción era que esa persona perseguida por los esbirros de una tiranía, lograra salir del territorio del Estado y pidiera asilo en el país en el que ahora se encontraba. Lo primero es lo que, técnicamente, se ha denominado asilo diplomático; lo segundo es el asilo territorial.
Colombia fue uno de los países que con más vigor defendió el derecho de asilo. En 1949, después de una asonada militar en el Perú, Colombia concedió asilo a Víctor Raúl Haya de la Torre, líder fundador del partido Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), quien había buscado refugio en la sede de su embajada en Lima.
Mientras Perú exigía su entrega, con el argumento de que no era un perseguido político, Colombia hizo valer su derecho a calificar el delito por el que se le perseguía, y se negó a entregarlo. El caso llegó a la Corte Internacional de Justicia, y su solución tardó años. Colombia fue fiel al derecho de asilo y no entregó a Haya de la Torre.
Aunque las instituciones no tienen que ser inmutables, nunca se espera que retrocedan, sino que avancen, en busca de más democracia y más libertad. Sin embargo, en septiembre de 2014, durante el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, Colombia expulsó a dos estudiantes venezolanos, activistas opositores al régimen de Nicolás Maduro, entregándolos a los servicios de inteligencia de Venezuela, país en el que fueron torturados.
En este caso, hubo claramente una violación del principio de no devolución (“non refoulement”) a un Estado en el que había fundadas razones para creer que las víctimas podían ser encarceladas –y torturadas– por motivos políticos, como en efecto lo fueron.
Ahora, bajo el gobierno de Gustavo Petro, Colombia dio un paso más en la dirección equivocada. Esta vez ha expulsado a Juan Guaidó, dirigente opositor venezolano, quien había ingresado a pie a territorio colombiano, por pasos en los que no hay controles de migración. Tampoco es el primer venezolano que hace lo mismo, y probablemente tampoco será el último.
Se recuerda que, entre ambos países, hay una frontera común de más de dos mil kilómetros, y que los venezolanos no necesitan visa para ingresar a Colombia, del mismo modo que tampoco la necesitan los colombianos para ingresar a Venezuela. Por lo tanto, resulta un poco extraño que el canciller de Colombia, Álvaro Leyva, señalara que Guaidó entró a Colombia “inapropiadamente”, o que, en un comunicado de la cancillería colombiana, se expresara que Guaidó se encontraba en Bogotá “de manera irregular”.
Si “irregular” es haber llegado a pie a Colombia, sin identificarse en un puesto fronterizo, ¿cuántos cientos de miles de venezolanos deberán ser acompañados hasta la puerta del avión para verificar que abandonan el país?
El canciller Leyva, que alguna vez fue delegado de las FARC durante los diálogos de paz con la guerrilla colombiana, hoy insiste en el respeto de la ley, pero sin mencionar precisamente qué ley habría infringido Juan Guaidó al entrar a Colombia.
Lo cierto es que, a diferencia de centenares de miles de otros venezolanos que también han ingresado a Colombia “irregularmente”, a Guaidó se le mostró la puerta de salida. Tuvieron la delicadeza de no devolverlo a Venezuela, permitiéndole que viajara a Estados Unidos. Y puede que, técnicamente, eso no pueda calificarse de expulsión.
Llámelo usted como quiera, pero en el lenguaje cotidiano en el que nos comunicamos los seres humanos eso fue una expulsión, con escolta incluida hasta la puerta del avión.
Que Guaidó haya o no haya pedido que le sellaran su pasaporte en un puesto fronterizo, y que él haya o no haya solicitado asilo, es irrelevante. Él es un dirigente político, con quien se podrá estar o no de acuerdo, pero cuya libertad e integridad física corrían peligro en Venezuela. Ya había sido agredido por turbas violentas.
Desde el régimen, distintas voces ya habían anunciado que Guaidó sería detenido, y ya sabemos qué sucede con los presos políticos venezolanos. ¿Por qué escogerlo precisamente a él para expulsarlo en forma apresurada, por haber ingresado “irregularmente” a Colombia?
Como cualquier otro país, Colombia tiene derecho a expulsar a una persona indeseable, que pueda constituir un riesgo para su seguridad nacional, o una amenaza para el orden público. Pero cuesta creer que Guaidó estuviera en alguna de esas categorías. Además, como importante figura de la oposición venezolana –hasta hace poco presidente de un gobierno interino reconocido por más de medio centenar de países– Guaidó había anunciado que iba a Colombia a reunirse con la diáspora venezolana y con quienes asistirían a la Conferencia Internacional sobre la crisis de Venezuela, convocada por el presidente Petro.
¿Por qué silenciar su voz? Y, si no estaba invitado a la Conferencia Internacional, ¿por qué impedirle ir a dialogar con quienes sí lo estaban? ¿Por qué utilizar esta expulsión para hacer estallar esa Conferencia Internacional antes de que comenzara? ¿Por qué había que aplacar a un tirano disgustado porque se le escapó su presa?
Lo ocurrido a Guaidó sirve para entender mejor esa Conferencia Internacional sobre Venezuela, que terminó sin pena ni gloria, y sin hacer ninguna referencia a las graves violaciones de derechos humanos denunciadas por distintas instancias del sistema de Naciones Unidas.
En su afán por que se levanten unas sanciones internacionales que pesan sobre figuras muy concretas del régimen de Maduro, se puede entender que el comunicado final de la Conferencia Internacional sobre Venezuela pase de puntillas sobre los crímenes de lesa humanidad que son investigados por la Corte Penal Internacional. Incluso, teniendo en cuenta que de lo que se trata es de encontrar una salida para la crisis política y social que aflige a los venezolanos, se puede aceptar que la Declaración Final de la Conferencia no haya mencionado el desmantelamiento de las instituciones democráticas en Venezuela, y que no haya llamado a las cosas por su nombre. Pero es incomprensible que, en dicho documento, no se haya exigido la liberación de ningún preso político.
Por supuesto, la noticia de que Juan Guaidó había llegado a Colombia llenó de ira a Nicolás Maduro. No podía aceptar que uno de sus principales adversarios políticos, que “tenía prohibición de salida del país”, hubiera desacatado sus instrucciones.
Curiosamente, ese argumento fue recogido por el canciller colombiano, como si las restricciones que una tiranía le impone a las figuras públicas fueran relevantes a la hora de brindarle protección a un perseguido político. Ahora, ya sabemos con quién está el gobierno de Petro. Ciertamente no con los valores democráticos, y tampoco con la defensa de la libertad.