Por Javier Molins
18/10/2016
Pues si todo lo que nace digno es de perecer, mejor sería que no naciera”, pronuncia Mefistófeles en la novela Mefisto de Klaus Mann, pero resulta que no podemos elegir, nacemos de forma involuntaria y todos estamos abocados al final. Eso es algo que este artista sabe y conoce de cerca. “He trabajado mucho con suizos muertos, en casa tengo registradas unas 6.000 o 7.000 fotos de suizos procedentes de las páginas necrológicas de los periódicos. Los elegí porque no tenían motivos históricos para morir, eran neutros y sanos, sin embargo, también fallecían, lo que llegaba, incluso, a ser más aterrador, porque se constituían en una analogía de nosotros mismos, de nuestra mortalidad. Pero este proyecto nos hablaba, además, sobre la vanidad, ya que las fotos son de suizos vivos, sonrientes, felices, eso sí, hoy reducidos a cenizas, es la vieja tradición de la vanidad”, asegura Christian Boltanski.
Nacido en Malakoff (Francia), en 1944, es una persona de mirada huidiza pero, de repente, cuando se cruza con la tuya, percibes que algo profundo se esconde detrás de ella. Algo normal en alguien que trata casi a diario con la muerte. Y es que su obra se centra en el hecho de que todo tiene un principio y todo tiene un final y de que los hombres están hechos para perecer.
Boltanski hace estos comentarios mientras pasea por La reserva de los suizos muertos una de las instalaciones de su exposición en el IVAM (abierta hasta el 6 de noviembre) y que está conformada por 2.580 cajas en las que aparece una fotografía de esos suizos muertos. Estos objetos pueden recordar tanto a unas cajas de galletas de nuestra infancia como a una urna funeraria para nuestras cenizas. De nuevo, la doble lectura del punto de partida y el punto de llegada, no en vano esta exposición se llama Départ – Arrivé (Salida – Llegada).
Esta obsesión con la muerte incluye su propia persona, pues Boltanski ha llegado a vender su vida a un coleccionista llamado David Walsh afincado en Tasmania. “En mi estudio hay un gran número de cámaras de vigilancia –explica– que filmarán las 24 horas del día hasta mi muerte, independientemente de que yo esté o no. Todo es conservado en una especie de caverna de Tasmania. Pero en realidad Walsh no tendrá nada, nunca se puede poseer el espíritu de alguien ni vivir sus momentos. Su vida consiste en mirar la vida del otro, pero no impedirá que yo desaparezca sin que pueda retener nada mío”. David Walsh, un tahúr profesional que ha reunido una gran fortuna, paga una cantidad fija a Boltanski cada mes hasta su muerte. Para ello, hicieron un estudio y el artista tuvo que pasar varios reconocimientos médicos y la apuesta se fijó en si lograría sobrevivir ocho años. “Si me muero mañana habrá hecho un buen negocio, si me muero de aquí a cinco o seis años, para él será una especie de catástrofe. Él me dijo que nunca había perdido nada en su vida. Ya veremos. Aparte de proporcionarme una jubilación, me marqué un objetivo: que se hable de la muerte”.
Algo que el artista consigue en sus exposiciones, como en la gran instalación que realizó en 2010 para el Grand Palais de París consistente en apilar una enorme montaña de más de diez metros de altura con una grúa que cogía la ropa y la desparramaba por los 13.500 m2 de este espacio emblemático de la capital francesa.
Estas montañas de ropa recordaban a las de los judíos en los campos de concentración nazis en los que eran obligados a desnudarse nada más llegar. No hay que olvidar que Boltanski nació en plena II Guerra Mundial de una madre católica de origen corso y un padre judío. “Nací en 1944 y siendo niño, con tres o cuatro años, oí muchas historias de los rescatados del Holocausto. Mi padre tuvo que ocultarse durante años, muchos de sus amigos murieron en el Holocausto y otros escaparon y contaron sus relatos. Con ellos comprendí que cualquiera es capaz de matar a su vecino”.
Inspiración de un suplemento
De asesinos y víctimas es de lo que trata otra de sus más conocidas instalaciones que realizó en 1988 para el Museo Reina Sofía y que puede verse actualmente en la exposición del IVAM, quien el año pasado le otorgó el prestigioso premio Julio González. Se trata de la instalación titulada El Caso, que está compuesta por retratos extraídos del periódico homónimo en los que llega un momento en el que uno ya no puede distinguir entre tantas imágenes quién es el asesino y quién es la víctima. Como dice Boltanski mientras recorre la última sala de la exposición que está iluminada de forma muy tenebrosa por su propia voluntad, “los asesinos están entre nosotros, el mal convive con nosotros”.
Pero no todo es muerte. La vida, simbolizada en los latidos del corazón, es la protagonista de otra de sus obras más conocidas. Boltanski tiene una fundación en Japón en la que guarda patrones de latidos del corazón desde 2008. Actualmente, tiene más de 150.000 registros almacenados en la isla de Teshima pero, como no podía ser de otra manera, la muerte asoma de nuevo en esta obra: “Naturalmente, cada día se incrementa el número de latidos que pertenecen a personas muertas. Si queréis oír el corazón de alguien al que habéis amado no os aconsejo que os acerquéis, porque lo que vais a sentir es su ausencia más que su presencia”.
Otra instalación que surgió de la vida pero acabó en la muerte fue su proyecto Les Abonnés du Téléphone, que expuso en el Musée d’Art Moderne de la Ville de París en 2000. La idea inalcanzable de Boltanski consistía en nombrar a todos los habitantes de la Tierra y quería crear un archivo con todos los listines telefónicos del mundo. Sin embargo, el paso del tiempo daba al traste con su proyecto: “Me di cuenta de que la gente tenía la costumbre de nacer y de morir muy rápidamente. Cada vez que yo nombraba a 20 personas, seis de ellas habían muerto y cinco más habrían nacido”. El artista vio que sería imposible de realizar, actualizar y completar la lista, por lo que redujo su proyecto a la creación de una biblioteca de listines telefónicos.
Tal y como reconoce este artista que ha expuesto en tres ocasiones en la Documenta de Kassel y ha representado a Francia en la Bienal de Venecia de 2011, “no hay ni una sola obra de las que he hecho que tuviese como único objetivo ser estética, cada uno de mis trabajos es un interrogante”. Interrogantes que nos llevan a las grandes preguntas que se ha hecho la Humanidad: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Boltanski ha elegido el arte como medio para intentar dar respuesta a ello, aunque asegura: “lo que hago es plantear preguntas y dar y transmitir emociones. No tengo respuestas”.