Las recientes elecciones presidenciales chilenas pusieron de relieve elementos relacionados con la transparencia del proceso electoral, la madurez de los adversarios en la hora del veredicto popular, y el comportamiento civilizado tanto del presidente saliente como del presidente electo.
Todo eso genera una sana envidia a quienes, como los venezolanos, sentimos nostalgia por la democracia que perdimos. Por otra parte, la segunda vuelta de las referidas elecciones causa inquietud y preocupación por el alejamiento del centro político que se observa en toda la región, por la disminuida calidad de los nuevos liderazgos, por el fin de una generación de políticos de estirpe, por los desafíos –económicos, sociales e institucionales– que hoy Chile tiene por delante, por la forma como –para bien o para mal– el nuevo gobierno podrá influir en la calidad de vida de los chilenos, y por la nueva política exterior que surja de allí, más cercana o más lejana a la Venezuela chavista.
En cuanto a lo primero, debo hacer notar que los chilenos votaron manualmente, sin costosos equipos electrónicos que, al menos en Venezuela, no han generado confianza en el elector. Bastó un pedazo de papel y un bolígrafo. El escrutinio fue público, y pudo ser presenciado por cualquier ciudadano, además de los medios de comunicación social que, sin censura, iban transmitiendo en forma inmediata los resultados de cada mesa electoral.
Fue un proceso cívico, sin la participación de los militares, excepto para mantener el orden; pero no hubo ningún militar que tuviera acceso a los votos o que, como en Barinas, pudiera llevarse las actas de escrutinio para su casa.
Cuando apenas se había contabilizado el 50% de los votos, José Antonio Kast llamó a su contrincante para reconocer su derrota y felicitar a Boric como el claro vencedor de una jornada que aún no había concluido. A las ocho de la noche, apenas tres horas después de que habían cerrado los centros de votación, ya estaba escrutado –oficialmente– el 98,77% de los votos. ¡Sin máquinas electorales y sin un Consejo Electoral que retuviera información, o que impidiera que los medios de comunicación social dieran resultados parciales, aunque no oficiales!
Inmediatamente, el presidente Piñera llamó a Gabriel Boric, el candidato vencedor, para felicitarlo por su triunfo y desearle éxito en su gestión. No se trata solo de buenas maneras y de educación, sino de un gesto de responsabilidad democrática, impensable en la Venezuela, Nicaragua o, por supuesto, en Cuba. ¡Bien por Chile y los chilenos!
Lo segundo –la naturaleza de las inquietudes y preocupaciones que el resultado de esas elecciones ha generado en la región– es más complejo. En algo que se repite en toda la América hispanoparlante. Esas elecciones han sido expresión del alejamiento del centro político y de la inclinación de los ciudadanos por los extremos: la ultraderecha o la izquierda más radical.
Además de Argentina, Bolivia, Honduras o El Salvador, así lo confirman, también, las recientes elecciones en Perú. No voy a referirme a la juventud e inexperiencia de algunos de los elegidos, ni a su escasa preparación para dirigir los destinos de un país. Lo que ocurre en Colombia o en México, con la deriva populista e incoherente de López Obrador, forma parte del mismo paquete.
Pero llama poderosamente la atención que, incluso entre el electorado culto, estas parezcan opciones razonables. Para unos, hay que votar en contra del comunismo; para otros, en contra del fascismo. ¡Y, como si fuera muy fácil, Vargas Llosa llama a “votar bien”! ¡Como si se pudiera elegir bien entre el cáncer y el sida! ¡Y como si no fuera responsabilidad de los partidos políticos ofrecer un liderazgo responsable!
Como parte de lo anterior, llama la atención que, en Venezuela, por ignorancia o por estigmatizar al adversario, quienes se hacen oír, ya hayan decidido que Boric es comunista, a pesar de que fue elegido con la bendición y con los votos de la Democracia Cristiana.
Tampoco es de extrañar que ese mismo sector califique de “comunista” a una banda criminal que no conoce de ideologías, y que hace negocios con Putin al igual que con el capitalismo chino, con los ayatolas, con Erdoğan, o con el narcotráfico. Se trata de la misma gente que afirma que Bachelet es comunista, al igual que Ricardo Lagos, Borrell, el papa Francisco, o Biden.
El problema es que, además de ser absurdo, por ese camino, podemos terminar en una nueva ola de macartismo, persiguiendo y calificando de “comunista” a cualquier intelectual liberal que se atreva a disentir, o a cualquier cura bonachón que se sienta solidario con los emigrantes, o que quiera mejorar la calidad de la salud o de la educación pública.
El punto es que, actualmente, en los pocos países en que todavía subsiste, el partido comunista no asusta a nadie. Lo que sí asusta es la intolerancia de esos dos extremos que sobresalen en América Latina, y las características que está asumiendo el debate político sobre el tipo de sociedad que queremos, eludiendo entrar a analizar ideas y propuestas para ampliar los horizontes de la libertad, o para generar crecimiento con justicia social, pero listo para descalificar al adversario, llamándolo “comunista” o “fascista”.
En cualquier sociedad es difícil que así se pueda llegar a acuerdos que nos permitan compartir un futuro común. Con la lógica del amigo-enemigo, terminaremos aniquilando a todos los que no piensan igual que nosotros. ¡Empezamos por los comunistas y fascistas, seguimos con los judíos, musulmanes y católicos, y terminamos con los vegetarianos, raperos y ciclistas!
Al igual que en los casos de Ecuador, Honduras, y Perú, otro elemento resaltante en las elecciones chilenas es el deterioro del liderazgo político, en ambos lados del espectro. No es con un maestro de escuela, o con un muchacho sin experiencia política, que nuestros pueblos van a salir adelante. Pero lo cierto es que las alternativas que había disponibles tampoco eran mejores.
Es gente ignorante y sin escrúpulos la que, en solo dos décadas, ha conducido a Venezuela a una tragedia humanitaria; pero la verdad es que el liderazgo opositor tampoco ha dado la talla y, después de tantos errores y tanta incoherencia, debería dar un paso al costado para que sean otros los que marquen el rumbo que debemos seguir para salir de esta narcotiranía.
Se acabaron los Belaunde y los Pérez de Cuellar, los Frei Montalva y los Ricardo Lagos, los Alfonsín, los Tabaré Vásquez, los Betancourt y los Caldera. Ahora tenemos lo que hay, abundante en ambiciones y fantasías, pero escaso de talento.
En lo económico, es probable que, para Chile y para la región, vengan tiempos difíciles, marcados por los efectos de la pandemia, pero también por el movimiento zigzagueante y pendular de las políticas económicas diseñadas por un chofer de autobús o un profesor de matemáticas (devenido en presidente del Banco Central de Venezuela), y a veces inspiradas en el canto de los pájaros, o en el último sueño con un ideólogo del pinochetismo, o con el mismo Néstor Kirchner.
En el continente del realismo mágico, a García Márquez no le hubiera sorprendido que, de la noche a la mañana, uno de nuestros salvadores de la patria (y, hasta hace poco, parte de un gobierno interino) haya descubierto que no debía haber participado en el manejo de los activos de Venezuela en el exterior.
Con una Asamblea Constituyente en funciones, el nuevo presidente de Chile tiene por delante el desafío de conducir un país que está rediseñando las instituciones del Estado. Venezuela tiene su propia experiencia sobre el particular, y le fue muy mal; porque, sin que sea su culpa, la nueva Constitución no pudo impedir el desastre económico, el recorte de libertades públicas, el desmantelamiento de la democracia, el saqueo de los recursos del Estado, o la entronización de una narcodictadura.
Es posible que los chilenos no se hayan enterado que los problemas sociales no se resuelven con un catálogo de garantías constitucionales, prohibiendo que la gente se enferme o decretando que toda persona tiene derecho a tres comidas diarias. Gabriel Boric tendrá que lidiar con las frustraciones que pueda generar una nueva Constitución, incapaz –por sí sola– de generar empleo o de detener el calentamiento global.
En materia de política exterior, más allá de la importancia que tiene la Alianza del Pacífico o la visión de Chile sobre el futuro de la OEA, interesa saber cuál será el tipo de relación que la nueva administración mantendrá con los gobiernos de sus países vecinos (Argentina, Perú, y Bolivia), y sí, entre todos ellos, van a constituir un frente común en la región, o si, por el contrario, Boric va a marcar alguna distancia con ellos y va a tener su propia agenda.
Interesa saber si su política exterior será una copia de la de López Obrador que, con el pretexto de la no injerencia en los asuntos internos de otros Estados, ha sido indiferente a las atrocidades que se cometen en los países de la región, pero ha estado alerta para interferir descaradamente en los asuntos de un gobierno con el que tiene afinidades ideológicas. Preferiríamos que la de Boric sea una política exterior respetuosa del Derecho Internacional, pero, al mismo tiempo, comprometida con los valores de la democracia y la libertad.
En política exterior, la prueba de fuego del gobierno de Boric estará marcada por la naturaleza de sus relaciones con Cuba, Nicaragua, y particularmente con Venezuela. Respecto de esta última, si la agenda de la política exterior la va a manejar el Partico Comunista chileno, ya está todo dicho, pues esa organización política considera que Maduro es un demócrata.
Por el contrario, si nos atenemos a lo expresado por Gabriel Boric durante la campaña electoral, habrá que recordar que afirmó que “el informe de la alta comisionada [de Naciones Unidas] para los derechos humanos, Michelle Bachelet, es categórico. En Venezuela hay violaciones graves de los derechos humanos por el gobierno de Nicolás Maduro. Esto no puede ser relativizado por la izquierda, sino condenado de manera categórica y sin empates (sic). La defensa de los derechos humanos debe ser universal, indivisible y alejada de cualquier tipo de doble estándar”.
Desde el punto de vista de los principios, eso es impecable; si quedaba alguna duda –puesto que lo anterior se dijo durante la campaña electoral–hace unos días, ya como presidente electo, en el funeral de Roberto Garretón –un querido amigo y firme defensor de los derechos humanos–, Boric ha vuelto a manifestar su deslinde del régimen venezolano y de las atrocidades que ha cometido. Por la salud de la democracia, esperamos que así sea, y que actúe en consecuencia.
¡Feliz año, amigo lector!