A partir de 1976, con la aprobación de la Constitución de Portugal, seguida –dos años más tarde– por la Constitución española, se ha hecho costumbre que los derechos individuales garantizados por el texto constitucional sean caracterizados como “derechos fundamentales”, y que –precisamente por ser fundamentales–, ese catálogo de derechos estuviera reservado para un grupo reducido de derechos.
La idea era que esa sección de la Constitución estuviera reservada para los derechos prioritarios que, por su carácter trascendental, constituían un límite infranqueable en la relación entre el individuo y el Estado. Por eso, los derechos fundamentales llegaron a identificarse con aquellos derechos inherentes a la dignidad humana, que no pueden estar ausentes en el capítulo de derechos constitucionalmente protegidos.
Podremos imaginar otros derechos, que ciertamente hacen la vida más placentera –como el derecho a estar libre de angustias y preocupaciones, el derecho a la felicidad plena, el derecho a comer caviar o el derecho a beber champagne Dom Perignon-, pero, ni éstos son derechos legales, ni son fundamentales. No nos vamos a morir –ni vamos a ser menos humanos– porque no disfrutemos de ellos. No hay que confundir las ilusiones con las realidades.
En el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, la doctrina ha sido incluso más exigente, reservando la expresión “derechos fundamentales” para los derechos humanos que tienen un carácter absoluto y no admiten ningún tipo de excepción, como la prohibición de la tortura, la prohibición de la esclavitud o la prohibición de leyes penales ex post facto.
También se emplea esta expresión para calificar los derechos humanos que son inderogables, que no se pueden suspender ni aun en circunstancias extraordinarias, los cuales están específicamente señalados por los tratados internacionales de derechos humanos.
Sirve, igualmente, para señalar los derechos que sirven de fundamento a toda la estructura de los derechos humanos, como la prohibición de la discriminación, el derecho a subsistir –entendido como la suma de los derechos a la vida, a la salud, y a la alimentación–, y los derechos políticos, que son los que nos permiten diseñar el tipo de sociedad en que queremos vivir, y que nos permiten crear los mecanismos de control necesarios para garantizar el ejercicio de los otros derechos humanos, como el derecho a la vida privada, la libertad de conciencia y religión, la libertad personal, o el derecho al debido proceso. De modo que no todos los derechos humanos son derechos fundamentales.
Lo que está claro –tanto en el Derecho Constitucional como en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos– es que hay ciertos derechos que requieren la especial protección y garantía del Estado. Son derechos que el Estado tiene el deber de respetar y garantizar, o derechos respecto de los cuales el Estado tiene el deber de adoptar las medidas indispensables para su progresiva realización.
Otras demandas que podamos tener frente al Estado, no son derechos o no son imprescindibles y están sujetos a regulación legal. Por eso, no se trata de un asunto banal y no se puede otorgar el calificativo de “fundamental” a cualquier derecho.
El proyecto de Constitución que los chilenos deberán votar el próximo 4 de septiembre es, con toda seguridad, el más amplio y el más elaborado en materia de derechos fundamentales y garantías constitucionales. Siendo la actual Constitución el legado de una dictadura, con toda certeza había que fortalecer algunos derechos, con garantías adicionales y –tal vez– era necesario estipular nuevos derechos.
Pero, consagrar tantos derechos constitucionales puede ser un despropósito, que no necesariamente expande los horizontes de la libertad, sino que, al llevarla a los límites de la frivolidad, la hace tan irrelevante y pueril que no se puede tomar en serio.
Además de los derechos tradicionales, en ese proyecto se incluye una larga lista de nuevos derechos, entre los que sobresalen los siguientes:
- El derecho a la igualdad “sustantiva”;
- El derecho de las mujeres, niñas, adolescentes y “personas de las diversidades sexuales y de género” a una vida libre de violencia;
- El derecho de las mujeres “y personas gestantes” a acceder a los servicios de salud que requieran;
- El derecho a envejecer con dignidad;
- El derecho a recibir una educación sexual integral;
- El derecho de los pueblos indígenas a sus propias medicinas tradicionales y a mantener sus prácticas de salud;
- El derecho de las organizaciones sindicales a participar en la dirección del sistema de seguridad social;
- El derecho a la desconexión digital;
- El derecho de toda persona a cuidar, cuidarse, y ser cuidada;
- El derecho a la ciudad;
- El derecho de los campesinos al libre uso e intercambio de semillas tradicionales;
- El derecho a un mínimo vital de energía asequible y segura;
- El derecho al deporte, a la actividad física y a las prácticas corporales;
- El derecho a participar equitativamente en la comunicación social;
- El derecho de acceso a la conectividad digital y a las tecnologías de la información y comunicación;
- El derecho a la autodeterminación informativa;
- El derecho a la educación digital;
- El derecho a la información veraz;
- El derecho a comunicarse en su propia lengua;
- El derecho al ocio;
- El derecho a la muerte digna;
- Los derechos de la naturaleza;
- El derecho al agua y al saneamiento;
- El derecho al aire limpio;
- El derecho de acceso responsable a las montañas, mar, lagos, etc. (es probable que, en ese etc., estén incluidos los glaciares, los arrecifes coralinos, y la Isla de Pascua);
- El derecho a buscar y recibir asilo; y
- El derecho a asesoría jurídica gratuita de toda persona que no pueda obtenerla por sí misma.
Entre las cosas buenas, el proyecto de Constitución que comentamos incluye algunos derechos especialmente dignos de consideración. El más resaltante es el derecho a una muerte digna, que me parece loable que pueda adquirir rango constitucional. También celebro que se haya incluido el derecho de las mujeres y otras categorías de personas a una vida libre de violencia, particularmente porque las mujeres son las principales víctimas de la violencia doméstica, y porque esa práctica vergonzosa tiene que ser erradicada.
Es igualmente encomiable que se consagre el derecho al agua, que comienza a ser un recurso escaso, y con un futuro cada vez más incierto; el acceso al agua es una necesidad básica, que no todos pueden satisfacer adecuadamente, y parece razonable que se incorpore a la Constitución, aunque -en la doctrina y la jurisprudencia- ya se había interpretado que está implícito en los derechos a un nivel de vida adecuado, a la salud, y a la alimentación.
Por otra parte, el derecho a envejecer con dignidad, por más simpatía que despierte –estando la naturaleza de por medio–, puede quedarse en una simple promesa, pues es difícil imaginar cómo el Estado lo podría garantizar.
Se incluye, asimismo, el derecho a buscar “y recibir” asilo y refugio, aunque luego resulta evidente que se trata solamente del derecho a solicitar asilo, el cual podrá ser denegado. En el país del “asilo contra la opresión” –según el himno nacional–, se perdió la oportunidad de garantizar, sin matices, el derecho de asilo “contra la persecución política”.
En un país que, hasta hace sólo tres décadas, sufrió una dictadura terrible, con ejecuciones sumarias, desapariciones forzadas, tortura, censura, y proscripción de los partidos políticos, suena surrealista que los hijos de las víctimas de esa tiranía puedan estar más pendientes del derecho al ocio, del derecho al deporte, del “derecho a la desconexión digital”, del derecho al “intercambio de semillas tradicionales”, o del derecho de acceso a las montañas y lagos.
Y sorprende que, en los términos en que está redactado, el derecho a la asesoría jurídica gratuita pueda ser requerido hasta por quién necesita asistencia letrada para recuperar los bienes embargados por fraude al fisco.
Algunos de estos derechos no están en sintonía con los derechos clásicos, y suponen, para el Estado, la excusa perfecta para omitir su garantía. Por ejemplo, cuando se garantiza el derecho de los pueblos indígenas a sus propias medicinas tradicionales y a mantener sus prácticas de salud, se está exonerando al Estado de garantizar el derecho a la salud de los miembros de esas comunidades indígenas, y se está liberando al Estado de la obligación de brindarles –a esos indígenas– la asistencia sanitaria básica que requieran.
Con esa disposición constitucional, la salud de los miembros de las comunidades indígenas será responsabilidad exclusivamente suya. Algo semejante ocurre con el derecho a la información veraz. Cuando hay tantas visiones diferentes del mundo y de las cosas que en él suceden, ¿puede haber una disposición que colisione con la libertad de expresión, y que determine cuál es la verdad oficial, impidiendo que conozcamos las miradas distintas que pueda haber sobre un mismo asunto?
En sintonía con lo anterior, el derecho a la igualdad “sustantiva” va en dirección contraria de la igualdad ante la ley, que conquistamos con la Revolución Francesa, y que es el eje central del Estado de Derecho.
Con este nuevo derecho, no queda claro cómo se van a corregir las desigualdades sociales, las desigualdades que hemos heredado de la naturaleza, o las desigualdades que son el fruto de nuestra propia pereza o de nuestro deseo de superarnos.
Supongo que no se pretenderá anular nuestras diferencias intelectuales, artísticas, o artesanales, que hacen que nuestras vidas se enriquezcan en medio de la diversidad; pero, en una sociedad que se guía por el derecho a la igualdad sustantiva, no hay espacio para el reconocimiento de los méritos, pues se da a cada cual según sus necesidades.
Si, como decía Orwell, algunos somos más iguales que otros, me imagino que –mientras subsistan desigualdades de cualquier tipo– ese derecho a la igualdad sustantiva deberá ser tenido en cuenta por los tribunales de justicia, y tendrá un efecto directo en la obligación de cumplir los contratos válidamente celebrados, o en la aplicación de las penas que corresponda por la comisión de un delito.
Imagino que, mientras se logra esa igualdad sustantiva, la igualdad formal –esto es, la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades– tendrá que ser dejada de lado, para corregir las desigualdades sociales, evitando que la ley sea igualmente dura para los que son menos iguales.
Como quiera que sea, ese derecho a la igualdad sustantiva tiene el aroma de un proyecto político ideológico que a todos nos es familiar, que sólo ha servido para nivelar por abajo, que no ha logrado que los pobres sean menos pobres, pero que ha generado más pobreza, y que conduce al pensamiento único.
Muchos de los nuevos derechos que incluye este proyecto de Constitución ya están implícitos en los derechos tradicionales y, por lo tanto, son redundantes. Por ejemplo, el “derecho a la desconexión digital” –en el contexto de una relación laboral–, ya está implícito en el derecho al descanso y al disfrute del tiempo libre.
Lo mismo ocurre con los derechos de los pueblos indígenas, que ya están incorporados en el derecho a la cultura. Asimismo, el derecho al aire limpio puede considerarse como parte indispensable del derecho a la salud, que el Estado ya tiene el deber de asegurar.
No había que darle más vueltas, con una disposición en la que pareciera que toda la carga de garantizar el derecho al aire limpio corresponde al Estado, olvidando que, como ciudadanos, también tenemos una inmensa cuota de responsabilidad por la contaminación ambiental, y que eso no se resuelve, simplemente, creando “conciencia ecológica”.
Algunos de estos nuevos derechos ya han sido –o pudieran ser– parte del desarrollo jurisprudencial de los derechos clásicos. Por ejemplo, “el derecho a un mínimo vital de energía” –se supone que eléctrica– puede ser parte del derecho a la alimentación o del derecho a la salud pues, en un medio urbano, ese mínimo de energía eléctrica es necesario para cocinar nuestros alimentos, y es imprescindible para proporcionarnos un poco de aire acondicionado y sobrevivir en las épocas de calor.
De hecho, en la jurisprudencia de los tribunales suizos ya se ha sostenido que a nadie se le puede cortar el suministro de energía eléctrica, privándolo del mínimo indispensable para cocinar sus alimentos. En fin, puede que el desarrollo científico y tecnológico nos obligue a replantearnos el contenido de algunos derechos tradicionales, o la forma como los ejercemos; pero, en el derecho a una educación que nos prepare para la vida, está implícito el derecho a la “educación digital”, del mismo modo que, actualmente, el derecho a buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole nos permite valernos de la expresión oral, escrita, en forma impresa o artística, o de cualquier otro procedimiento de nuestra elección, incluyendo Internet.
Los avances en las tecnologías de la información o la comunicación no hacían necesario tener que redactar una nueva Constitución para poder acceder al derecho a la información, o para poder ejercer nuestra libertad de expresión.
Pero lo que más llama la atención es un conjunto de derechos extravagantes, e incluso ridículos en un catálogo de derechos fundamentales, producto de una alucinación que lleva a preguntarse qué estarían fumando los redactores del texto que comentamos.
Es el caso, por ejemplo, del derecho al deporte, del derecho a la ciudad, del derecho al ocio, del derecho a cuidarse o del derecho de acceso a las montañas y lagos. Respecto de este último, entiendo perfectamente que los constituyentes hayan querido salir al paso de la pretensión de algunos chilenos que alegaban ser propietarios de playas privadas, sintiéndose con derecho a cerrar el acceso; pero eso se podía haber zanjado declarando que las montañas, los ríos, los lagos, el mar o las playas son bienes nacionales, de uso público o sujetos a regulación.
En las postrimerías de la Edad Media, los campesinos alemanes, sometidos a servidumbre, sentían que la ciudad les haría libres; por eso, en la primera oportunidad posible, emigraban del campo a la ciudad, en donde dejaban de ser siervos de la gleba.
En la época actual, quienes ya no tenemos la misma vitalidad de los jóvenes, quizás preferimos la tranquilidad de un paisaje bucólico, desprovisto de cemento y del ruido de los vehículos. ¿Por qué “el derecho a la ciudad” debería tener prioridad sobre nuestro deseo de vivir en el campo, en la montaña, o cerca del mar? Si eso es parte de nuestros proyectos de vida o de nuestras elecciones personales, ¿por qué tendría que estar en la Constitución, además, de manera sesgada? Ese tipo de fantasías sólo nos distrae de lo que son las obligaciones fundamentales del Estado respecto de sus ciudadanos.
Sin duda, los constituyentes chilenos no han querido dejar cabos sueltos, y han tratado de ser lo más específico posible en materia del sentido y alcance de cada derecho, y en materia de las necesidades –espirituales o materiales– a las que ellos deben responder.
Si es ese el caso, hay numerosos estudios científicos que indican que, para las personas mayores de 40 años, una o dos copas de vino tinto al día son buenas para prevenir enfermedades cardiovasculares y la diabetes. Entonces, siendo Chile un país productor de vinos en abundancia, ¿por qué no incorporaron el derecho a beber una copa de vino tinto al día, por cuenta del Estado, y sin perjuicio de que las demás sean por cuenta del ciudadano?
Y si se quería garantizar nuestros proyectos de vida, ¿por qué no se incorporó el derecho a fumar marihuana, o el derecho a visitar París y Florencia, al menos una vez en la vida, con todos los gastos pagados por el Estado? Si suena ridículo, pido la indulgencia del lector. Simplemente, he querido mostrar los extremos absurdos a los que conduce el proyecto de Constitución que los chilenos tendrán que votar.
Por supuesto, el poder constituyente de cualquier país es competente para incorporar, en el catálogo de derechos fundamentales, los derechos que le plazca. Pero, cuando casi cualquier derecho es declarado un derecho fundamental, se está trivializando lo que realmente es fundamental –en el sentido de aquello de lo que no podemos prescindir sin dejar de ser humanos–, y que podemos reclamar del Estado.
En el texto que comentamos, tienen la misma jerarquía la prohibición de la tortura y el derecho al deporte; están en un mismo plano la prohibición de la esclavitud y el “derecho a la ciudad”; y se confiere a la libertad de expresión –que es el pilar fundamental de una sociedad democrática– la misma importancia que el “derecho a cuidar”.
Si el derecho al deporte merece estar entre los derechos fundamentales, ¿por qué no el derecho a bailar tango –o cueca–, el derecho a pintar caricaturas, a practicar yoga, a coleccionar libros raros, a jugar ajedrez, a ir a la ópera, o a contemplar las estrellas?
Muchas de estas actividades pueden ser sanas, respetables, y culturalmente valiosas; pero pretender que cualquiera de ellas esté protegida por una garantía constitucional específica –distinta del derecho a la vida privada y del derecho a decidir cómo disfrutamos de nuestro tiempo libre–, me parece un disparate. Para no caer en la irrelevancia, a la hora de identificar qué derechos son fundamentales, debería haber prevalecido un poco más de sobriedad y sensatez.
Da la impresión que –en cuanto entre en vigor la nueva Constitución– los derechos sociales que forman parte de este proyecto caerán del cielo, como cae el maná. Pero, en un país con una inflación desbocada y con pocos ingresos, cuando no se sabe cómo se va a asumir el costo de esos derechos sociales, éstos no pasan de ser un manifiesto de intenciones, o una promesa vacía, que no es seria ni creíble.
Una declaración de derechos ilusorios no tiene ningún valor, ni sirve a ningún propósito útil. Hacer promesas a sabiendas de que no se van a poder cumplir –o con absoluto desprecio por las posibilidades reales de darles cumplimiento– sólo genera más frustración, más tensión social, y más descrédito de la clase política.
Probablemente, los autores de este proyecto de constitución han confundido lo que es una Constitución con lo que es una carta al Viejo Pascuero, al niño Jesús o a los reyes magos. Y, sin duda, han confundido lo que son derechos constitucionales (o legales) con lo que son legítimas aspiraciones, cuya realización debería ser el objetivo de las políticas públicas emprendidas desde el gobierno, o de nuestro empeño personal, pero que no pueden caracterizarse como derechos fundamentales.
Lo que se les está ofreciendo a los chilenos es un verdadero carnaval de “derechos fundamentales”, que hace que, si todos los derechos son importantes, realmente ninguno lo sea.
Convertir el catálogo de derechos fundamentales en un cajón de sastre, en el que cualquier cosa tiene cabida, solo sirve para desviar la atención de lo que verdaderamente importa en cuanto a los límites que es necesario poner al ejercicio del poder, y en cuanto a las prestaciones sociales básicas que, razonablemente, se puede demandar del Estado.
Así se desacredita el concepto de derechos fundamentales, logrando que estos dejen de ser algo que merece el respeto de las instituciones públicas y de los propios ciudadanos. Esa sola razón es suficiente para que este proyecto sea un auténtico festín para los enemigos de la libertad y de los derechos humanos, que podrán hacer escarnio de lo que es una idea que merece respeto, y que debió ser tratada con responsabilidad por los miembros de la Asamblea Constituyente de Chile.