Donde hay niños existe la Edad de Oro, afirmó el gran poeta romántico alemán Novalis. Rabindranath Tagore, Premio Nobel de Literatura 1913, dirá: Cada niño que viene al mundo nos dice: Dios aún espera de ustedes. Todo el camino se hace mucho más fácil si fuiste amado cuando niño. A quien le cuidan con celo el alma, siempre está preparado para vencer; incluso, inmediatamente después de ser vencido.
Tengo en Chesterton uno de los arquetipos de escritor más admirables de la sociedad occidental. Un ciudadano modelo, inteligente, religioso, con sentido del humor, que tiene en la familia, en el matrimonio, en la buena educación, en la responsabilidad individual, el respeto a la propiedad y a la ley, los principios y valores fundamentales que rigen su vida de manera honorable, y que él exalta a través de su versátil prosa.
La historia de un niño feliz
Entre el recuerdo del Teatro Guiñol edificado por su padre, el cual evoca en el primer capítulo de sus memorias, El Hombre de la llave de oro, y el último, El Dios de la llave de oro, están los libros y los días de un escritor que trató de ser leal consigo mismo.
Su filosofía primera y última, en la que creía con una certeza inquebrantable, según sus propias palabras, fuente de su eterna juventud, la aprendió en la infancia:
Las cosas en las que creía entonces con más fuerza eran los cuentos de hadas. Y el mundo de los cuentos de hadas no es otra cosa que el reino del sentido común.
En la biografía que le escribió, el español Luis Ignacio Seco dice que a Chesterton hay que mirarlo de cuerpo entero, como lo vio Borges y como se retrata él en sus memorias, publicadas poco después de su muerte: un genio que nunca abandonó la audacia informativa del niño, un solitario que entró sin anuencia entre el siglo XIX y XX y que supo trazar diagnósticos más allá de su tiempo.
De las hadas nacen los genios
Fue un defensor del cuento de hadas como forma de expresión esencial, un filósofo que se sintió siempre periodista, un poeta y un pintor resumido en un comunicador formidable, empeñado en hurgarlo todo con ojos primerizos y con inteligencia destellante, de gracia y humor profundo, sirviéndose de todos los géneros literarios.
Así lo revela en la primera impresión que nos da del Teatro Guiñol de Campden Hill y esa será la clave para entender el relato de su vida:
Lo primero que recuerdo haber visto con mis ojos es a un chico cruzando a pie un puente. Tenía un mostacho rizado y una actitud de seguridad rayana en la jactancia. Llevaba en la mano una llave descomunal de un metal amarillo reluciente y, sobre la cabeza, una gran corona de oro o dorada. El puente que estaba atravesando estaba al borde de un precipicio montañoso, cuyos picos se elevaban fantásticamente a distancia, y terminaba en la parte alta de la torre de un castillo con demasiadas almenas. En la torre del castillo había una joven asomada a una ventana. No recuerdo en absoluto cómo era, pero estoy dispuesto a trabar singular combate con quien ose negar su extraordinaria belleza.
Este será el combate simbólico –representado en esta inocente figura– que librará Chesterton como un quijote toda su vida en favor de la verdad, de la justicia y la libertad. A decir de Seco, en su juventud de espíritu está el verdadero secreto de su permanencia. Descubrió el milagro de la existencia y se maravilló de que Dios se fijase tanto, uno a uno, en los personajes secundarios de la gran novela de la humanidad.
Una óptica de largo plazo
Fue un visionario, como ningún otro crítico social, sobre el efecto devastador de una cultura en decadencia, fragmentada políticamente, banal, sin un sólido piso familiar, enloquecida por la sobreinformación, el relajo moral, bajo la hegemonía tecnológica y consumista hasta por ociosidad.
Chesterton, por el contrario, respaldó siempre el sentido común de la gente corriente, la libertad garantizada en la unidad de la familia, de donde salen las ideas de renovación y cambio, y la soberana fantasía de las iniciativas sociales espontáneas como base de una solidaridad entre los hombres, que no ha garantizado ninguna ideología, todas fracasadas.
Gilbert Keith Chesterton nació el 29 de mayo de 1874 en Kensington, distrito relativamente céntrico del Londres victoriano, el mismo año que vino al mundo Sir Winston Churchill. Benjamín Disraeli, viudo reciente y futuro Lord Beaconsfield, había ganado las elecciones y presidía su segundo gobierno conservador, y en la Cámara de los Comunes tomaban asiento, para ese entonces, cincuenta y nueve autonomistas irlandeses.
Sus padres, Edward Chesterton, agente inmobiliario de origen británico, por motivos de salud se retiró a temprana edad y su madre, María Louise Grosjean, de ascendencia francosuiza y escocesa. Lo bautizaron según el rito anglicano en la iglesia St. George. Cuando se casaron vivieron en Sheffield Terrace. Luego se mudarían a una nueva casa en Warwick Garden donde la familia y Chesterton vivieron hasta que éste se casó en 1901, a los 27 años.
Según familiares y conocidos, en la casa de los Chesterton se rendía culto a la inteligencia, a la libertad y a la tolerancia; había pasión por las bellas artes y la literatura y se prescindía de realidades tan concretas como el tiempo. Siempre lamentó el cambio experimentado en el paso a la secundaria en Saint Paul; al igual que Bernard Shaw, pensaba que su primera educación, obtenida la mayor y mejor parte en casa, había sido buena hasta que entró al colegio.
Los cambios de entorno
Chesterton experimentó un choque entre el ambiente familiar y la educación escolar en la public school, como llaman paradójicamente los ingleses por su origen a las escuelas privadas más caras y exclusivas de Inglaterra. La única ventaja del Saint Paul School, por donde pasaron Milton y Malborough, es que no era un internado como Eton, Harrow, Winchester o Rugby.
Dos experiencias muy enriquecedoras, humana e intelectualmente, le dejará su pasantía por Saint Paul. Por un lado, el cultivo de la amistad de dos amigos que serán para siempre, Edmund Clerihew Bentley, futuro poeta, novelista y periodista del Daily New y del Daily Telegraph, a quien había conocido en la primaria de Colet Court en un recreo, y a Lucian Oldershaw, hijo de un actor conocido, que sabía juegos de magia y había viajado más que ellos, y repetía constantemente que quería ser algo en la vida.
Por el otro, la creación, por cuenta y riesgo de los tres, de la J.D.C –Junior Debating Club–, institución que mostrará la precocidad de Chesterton para innovar y mostrar sus inquietudes en la discusión sobre el futuro del Reino Unido y del mundo. Este club de debates, desde los inicios, hará de él un brillante polemista y un excelente conferencista a futuro, que recibirá invitaciones de múltiples instituciones internacionales.
Son dignas de mencionar las reflexiones de Chesterton en esta fase de la adolescencia, porque uno siente que el hombre de historia se va dibujando desde la infancia, casi que calcando su alma en toda iniciativa familiar, fraternal e institucional.
En mi caso, me interesa más resaltar en este momento caótico de la vida de la humanidad, más que su obra literaria que luce a siglos, la belleza agraciada del alma de este inmenso hombre, intelectual y físicamente, que fue convincente con toda la fuerza de su carácter y sus virtudes, porque creo que siempre se sintió cristiano católico.
Reflexiones de narciso
El trío de amigos también fundaría un periódico bajo el lema: ¡Abajo la aborrecible tristeza! Este lema se había impuesto después de derrotar los dos sugeridos por Chesterton: Las palabras son las únicas cosas que viven para siempre y Leer hace a un hombre completo, la oratoria, a un hombre preparado, y escribir a un hombre preciso.
Luis Ignacio Seco evoca de forma esplendida la recreación de su niñez. Chesterton contrapone el realismo de los niños al artificio de los mayores que viven de ficciones y todo lo complican. El mundo de los niños, no solo es un mundo de milagros, es un mundo milagroso.
La opinión que guardaba de Míster Ed, como familiar y cariñosamente llamaba a su padre, resulta en una profunda admiración:
Para nosotros era, en verdad, el Hombre de la Llave de Oro, un mago que abría, las puertas del castillo de los enanos o los sepulcros de los héroes muertos, y no había incongruencia alguna al llamar a su linterna, una linterna mágica.
Su primer recuerdo de ese niño de la llave dorada le sirvió como un símbolo de referencia. Durante toda mi vida me han encantado los filos y las líneas fronterizas. Chesterton intuye que la autolimitación es uno de los secretos de la vida. Lo saben los niños cuando inventan los juegos de pisar la raya y pisar la cruz, de correr a la pata coja, o de caminar con los ojos cerrados a ver qué pasa.
Chesterton al telescopio, que al abrir el horizonte puede destrozar el encanto de un cielo tan concreto y variable en sus atardeceres y en sus amaneceres, antepone el microscopio, porque le emociona observar por un agujerito de cristal el sugestivo cambio de formas y de colores, como si se tratara de una puesta de sol pigmea.
El encanto de Robinson Crusoe no está, para él, en que tropiece en su camino con una isla que no conoce, sino en que no sienta manera de dejarla y convierta en prodigioso todo lo que descubre: el hacha, las escopetas, el loro.
Él mismo lo revela:
Debo confesar abiertamente que adoraba los cuentos efectistas y moralizantes… El niño lo ignora todo de la astucia y de la perversión, solo ve los ideales morales en sí, y ve sencillamente que son ciertos, porque lo son. La regla de oro del niño es que la gente es desgraciada cuando no se porta bien.
La libertad interior, el primer paso para ser auténticamente libre
Y quizás las dos reflexiones más importantes de esta parte del desarrollo personal de Chesterton son las que siguen:
Al principio vagamente, y más tarde con mayor claridad, he visto que el mundo concibe la libertad como algo que solo actúa hacia afuera –y esto suena maravillosamente verdadero, casi un descubrimiento– mientras que yo la he concebido siempre, como algo que actúa hacia adentro.
Este será uno de los atributos de su mundo interior que desplegará en sus escritos y en su vida, y que le permitirá exigir una libertad insobornable de espíritu que lo hará grande en las letras y en la vida.
El otro postulado, desde uno de los últimos pupitres en un salón de Saint Paul, pleno de sentido común:
Ni todo lo nuevo es bueno ni todo lo viejo es malo. Desde entonces, y en un sentido muy peculiar he llegado a creer en la evolución solo cuando significa el despliegue novedoso de lo que ya existe. La novedad por la novedad misma no es para seres racionales.
Hasta 1892 durarán sus estudios en Saint Paul School, cuando se despide de sus compañeros, la mayoría de los cuales irán a Oxford y Cambridge y de sus dos queridos amigos, Bentley y Oldershaw. Él, por su parte, se registrará en la escuela de dibujo Slade School of Fine Arts (1893-1896).
Fue esta la época en que se interesó por el ocultismo. En su autobiografía advierte que de todos los practicantes del espiritismo o juegos con el demonio, él era el único que realmente creía en el demonio:
Me imagino que ellos no son cosa rara. De todos modos, el punto está aquí, que bajé lo suficiente como para descubrir al Diablo y, aun de un débil modo, de reconocerlo.
Chesterton, en plena juventud, no podía escapar al influjo liberal de ciertas creencias que se abrieron paso entrando el siglo XX, y tomaron cuerpo en viejas y excéntricas ideas que empezaban a dudar de la inteligencia y la razón, las cuales influyeron no solo sobre los sectores marginales de la sociedad inglesa, sino que también se posesionaron de una parte de la elite británica, de la que no escapaban estudiantes y profesores de Oxford y Cambridge.
Confusión la de Chesterton, propia de un inacabado proceso de formación, que se disolverá gracias a su reflexión permanente, plena de lógica, razón y sentido común, a las buenas lecturas, la escritura, un matrimonio con una extraordinaria mujer de nombre Frances Blogg, con la que encenderá una fulgurante llama doble y a las amistades del converso Maurice Baring, del padre O’Connor y del padre Ronald Knox.
La Ortodoxia de Chesterton
Como bien lo dijera Jorge Luis Borges, la obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad, por lo que sería pretencioso no solo brindar una aproximación de toda su obra en unas cuantas páginas, sino también dibujar en todo su esplendor a un ser humano de una vida tan rica en vivencias y reflexiones trascendentes, que parten desde la niñez, gracias a la sabiduría de su sentido común y a su fino razonar de diestro esgrimista de la filosofía.
No hay duda de que el episodio vivido del ocultismo marcará toda su vida y que también le servirá para incubar desde ese momento de confusión espiritual sus reflexiones y personajes principales de dos de sus obras más populares: la Ortodoxia y las distintas versiones que al final terminaron apareciendo del padre Brown. Además del libro de crítica político-social más importante y vigente a mi entender titulado: Lo que anda mal en el mundo.
Ortodoxia es una obra importante porque indica el punto de llegada de Chesterton a unas creencias en las que no fue formado y que solo progresivamente, fruto de su lúcida reflexión, fue asumiendo. Ni él ni la mayoría de los lectores estuvieron de acuerdo con el título, que había pensado en cambiar después de la primera publicación. Al final terminó accediendo, al darse cuenta de que en aquel momento de proliferación de herejías la mejor presentación y la que distinguía de tantas inconsistencias e incompatibilidades, era la Ortodoxia.
Para Étienne Gilson, medievalista historiador de la teología, Ortodoxia es la defensa de la fe cristiana más sólida e inteligente escrita durante el siglo XX. Dedicado a su madre. Chesterton escribe:
Lo que escribo no voy a llamarlo mi filosofía porque yo no la hice. Dios y la humanidad la hicieron; y ella me hizo a mí.
Chesterton confiere a la razón un enorme poder como instrumento de trabajo para el pensamiento, pero todo depende de cómo asuma de la realidad los insumos que requiere para no actuar en el vacío. Reflexionando, un loco no es otra cosa que un ser humano que lo ha perdido casi todo, menos la razón y que se encierra en la cárcel de una sola idea para explicarlo todo.
La locura, insiste, es la razón trabajando al cien por hora en la descompresión del vacío. Solo el misticismo puede volver a los hombres sanos de espíritu. Si se destruye el misterio, se crea una situación enfermiza. El hombre común disfruta de salud porque acepta los misterios. Se preocupa de lo verdadero y no solo de lo lógico, y cuando choca con dos verdades aparentemente contradictorias, se queda con las dos verdades y con la contradicción.
He aquí la importante interpretación de Luis Ignacio Seco, uno de sus biógrafos:
No se trata de atacar a la razón, sino de defenderla, porque va camino de destruirse a sí misma, ya que el materialismo, el determinismo, el pragmatismo, y la suprema creencia en uno mismo no son más que otras formas de suicidio.
Y aquí una tremenda llamada de atención:
La razón se destruye si acepta ordenar palabras sin sentido que no se corresponden con realidades, si niega lo real y se revuelve contra la tradición y contra el sólido universo de las cosas y las iglesias.
Lo más hermoso y conmovedor de esta lectura es el corolario del mismo Chesterton:
Entre las realidades que la tradición debe respetar están las tradiciones y las leyendas, porque las cosas comunes a todos los hombres son más importantes que las que conciernen a unos pocos.
Una leyenda, elaborada, generalmente, por los habitantes de un pueblo, debe inspirar más respeto que un libro de historia, escrito por uno solo. La tradición es la democracia de los muertos.
Y entre las tradiciones de toda sociedad humana encontramos siempre, en primer término, los cuentos de hadas.
El célebre padre Brown
Para muchos críticos, el padre Brown es el personaje más emblemático de los creados por Chesterton. Este sacerdote, con una gran agudeza en las técnicas de investigación policial, inspirado en la figura del padre O’Connor, su gran amigo y quien jugó un rol fundamental en su proceso de conversión al catolicismo, tendrá una gran popularidad, al punto que hay quienes advierten que su fama en Inglaterra y Estados Unidos supera a la de Sherlock Holmes y Hércules Poirot.
El padre Brown nace de dos circunstancias muy especiales: la sugerencia de dos estudiantes de Cambridge de convertir a O’Connor en protagonista de una serie literaria; y la segunda, un momento difícil en la vida del escritor en que sus finanzas hacen aguas.
El debut en la escena policíaca la hará este agudo detective en La cruz azul, que inicia la publicación de estos relatos, aparecido en 1911, con el título de El candor del padre Brown. Al que seguirá La sabiduría del padre Brown, en 1914. Luego vendrá La incredulidad del padre Brown, aparecido en 1926. La cuarta será El secreto del padre Brown, en 1927 y la última, El escándalo del padre Brown, en 1935, un año antes de su muerte.
Para Jorge Luis Borges, cada una de las piezas de la saga del padre Brown presenta un misterio, propone explicaciones de tipo demoníaco o mágico y las remplaza, al fin, con otras que son de este mundo.
“La maestría no agota la virtud de estas breves ficciones; en ellas creo percibir –dice– una cifra de la historia de Chesterton. La repetición de ese esquema a través de los años y de los libros parece confirmar que se trata de una forma esencial en su escritura y no un artificio, considerando hechos de su vida de excesiva notoriedad”.
Chesterton fue católico –a Borges se le olvida decir que no siempre lo fue–, bautizado en el anglicanismo, después agnóstico, con un breve pasaje por el espiritismo, y solo católico converso los últimos años de su vida. Creyó en la Edad Media prerrafaelista, de allí su aplaudida biografía de santo Tomás.
Chesterton pensó, como Whitman, que el mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna desventura puede eximirnos de una suerte de cósmica gratitud. Borges asiente, con razón, que tales creencias pueden ser justas, al igual que su convicción en los cuentos de hadas –pienso– pero el interés que promueven es limitado. Suponer que agotan a Chesterton es olvidar que un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales y que un hombre es toda la serie.
Como escritor que profesa un credo –dice el maestro– es juzgado por él, y reprobado o aclamado. Con él acontece algo similar a lo que sucede con Kipling, a quien siempre lo juzgan en función del Imperio Británico.
Lo que está mal en el mundo
Chesterton, bajo el considerando a los políticos no les vienen mal unos cuantos ideales incómodos, escribió en 1910 Lo que está mal en el mundo. Estructurado en cinco partes, cada una constituye en sí un llamado de atención: El desamparo del hombre. El imperialismo o el error acerca del hombre. El feminismo o el error acerca de la mujer. La educación o el error acerca del niño.
La mejor forma de sintetizar las reflexiones a las que nos obliga este libro quizás sea convertirlo en citas que expresen su contenido. Empezando por esta:
- El caos actual se debe a una especie de olvido universal de todo aquello a que, originariamente, aspiraban los hombres.
- Si no poseemos alguna doctrina sobre la divinidad encarnada, todos los abusos podrán ser justificados, porque la evolución los puede convertir en usos.
- Los viejos tiranos invocaban el pasado, los nuevos tiranos el futuro.
- Los hombres inventan nuevos ideales porque no se atreven con los antiguos.
- Los grandes ideales del pasado no fracasaron por haber sido superados, sino por no haber sido suficientemente vividos.
- La institución del hogar es la única institución anárquica: es más antigua que la ley y existe por encima del Estado.
- Igual que todo hombre normal desea una mujer, e hijos nacidos de esa mujer, todo hombre normal desea una casa propia para meterlos dentro.
- Si un hombre es azotado, todos lo azotamos. Si un hombre es ahorcado, todos lo ahorcamos. Este es el único significado posible de la democracia, el que puede dar sentido a las dos primeras silabas de la palabra, y también a las dos últimas.
- Todos los educadores son absolutamente dogmáticos y autoritarios. No se puede dar una educación libre, porque, si se dejara al niño en libertad no se educaría nunca.
- A ningún escolar se le enseña a decir la verdad por la sencilla razón de que no se le enseña nunca a amar la verdad.
- Somos como chicos que han mezclado los colores de la caja de pinturas y han perdido el folleto de las instrucciones.
Reflexiones finales
A principios de la primavera de 1936, Chesterton luce continuamente cansado, se mueve con mucha lentitud y se queda dormido constantemente sobre la mesa. El médico diagnostica una alarmante debilidad cardiaca, receta la medicación y aconseja reposo absoluto. La enfermedad avanza con rapidez hacia el final.
Frances, su amada esposa, no se mueve de su lado. Chesterton no da señales de sufrimiento, solo se le ve incómodo, pero no se lamenta a pesar de la fatiga. Los acontecimientos se desencadenan rápidamente. Los instantes de lucidez cada vez son más espaciados. En uno de esos aprieta la mano de su mujer y le dice con voz tenue:
El asunto está claro… entre la luz y la oscuridad… y cada uno debe escoger.
En los últimos años no se cansó de repetir que lo suyo no era un programa político, sino una siembra de puntos de vista –vaya bella frase para llegar al alma de la gente– dirigidos a fomentar el ejercicio de la libertad y del sentido común por parte de la gente corriente. Siento que, en política, esa fue su enorme contribución.
Uno de sus grandes amigos, Bentley, escribirá en The Spectator:
Este amigo de todos los hombres, que respetaba cualquier opinión honrada, poseía una potencia intelectual enorme, que era su mejor fuerza. No admitía la intolerancia ni la falsedad ni el abuso de poder. Para él lo más importante fue el hogar, mucho más que el colegio, mucho más que la biblioteca.
Frances, su esposa, confesaría a una amiga después del entierro:
Cada día encuentro más difícil seguir adelante. Se me hace casi insoportable sentir que ya no me necesita. ¿Cómo se aman los amantes sin tenerse uno al otro? Nosotros dos siempre fuimos amantes.
En su panegírico, el padre Ronald Knox dirá:
Pienso que su mejor cualidad era el don de iluminar lo ordinario y de descubrir en todo lo trivial una cierta eternidad.