Como un daño colateral del movimiento #MeToo, en el año 2022 fue incorporado al plató de filmación un censor que sobrepasa las funciones del chaperón o chaperona que estuvieron operativos hasta la Segunda Guerra Mundial. Si bien quedaron reminiscencias hasta la masificación de la píldora anticonceptiva y la superación del mito de la virginidad, de la mujer casta y puta, que iba al altar de blanco impoluto, velo y corona, cada vez eran menos las mozuelas ajenas a las fiestas del himeneo.
Todavía, si nos atenemos a las estadísticas, los comportamientos y las noticias de las páginas rojas de los periódicos y los noticiarios de la televisión, incluidas sus versiones en la web, impera el machismo. El machote que le pega a la mujer para que obedezca, como en los cuentos del Conde Lucanor; que las matan si los dejan de querer o les gusta más las artes de cama del vecino. Sacan la navaja para limpiar su honor manchado.
Ajenos a la civilización y a su impertinente demanda de exigir a cada individuo que sea responsable de sus actos y consecuencias, se prefiere que sean otros los que se encarguen de que los «comprometidos» no se excedan en sus pasiones ni en sus acciones en el plató. Dentro y fuera del estudio, hubo, y no significó escándalo, gendarmes de la moral y las buenas costumbres. Medían el largo de las faldas, cuanta carne dejaba a la vista el bañador. Ah, y los segundos que debía durar un beso apasionado; en los labios, no en la barbilla.
Los «coordinadores de intimidad» son los policías morales del siglo XXI. Los contratan las grandes producciones de cine para asegurarse la ausencia de problemas en la grabación de escenas sexuales. Establecen qué artes eróticas son apropiadas y cuidan que los participantes no se dejen llevar por la improvisación y se salgan del libreto.
Dicen que la idea inicial era proteger a los actores y actrices vulnerables de alguna situación en la que se sintieran inseguros. Los vieron faltos de protección ante las exigencias del director u otros actores con más poder de hacer algo que les incomodara. Los coordinadores están ahí con su «unidad de medida» para que no se imponga el deseo, la pasión, la cruda excitación en una escena de sexo. Solo se toca o acaricia lo que el coordinador indique.
Alegan que no se trata de quitarle la alegría a un acto que, aunque fingido, es de amor y felicidad, totalmente espontáneo, sino de establecer un ambiente seguro para los profesionales de la actuación ante una efusiva actuación de la contraparte que los haga sentir inseguros. Hay actrices que se han quejado de haber sufrido experiencias traumáticas filmando escenas sexuales. ¿Nadie las cuidó?
Tanta corrección socio-política ha devenido en sobreprotección en un mundo de adultos que deben ser conscientes de sus derechos y de sus límites morales y laborales. Se ha creado una sociedad de personas frágiles, indefensas y vulnerables al extremo. Incapaces de defenderse como lo haría cualquier ser vivo en situación de peligro. Siempre están a la espera del hermano mayor, del cura, del ayuntamiento o del presidente del gobierno. Si no llegan, reclaman que no cumplen sus obligaciones. Hasta ahí. Les gusta sentirse seguros, protegidos, fuera de peligro, aunque les cueste libertad, autonomía, movilidad.
El «coordinador de intimidad» es otro censor. No solo se inmiscuye como la Inquisición en los procesos del arte y la creación, sino que limita lo que el público puede ver, escuchar y sentir mientras ve una película o una serie. La excusa es no herir sensibilidades ni susceptibilidades, con la excusa que determinado público blandengue no «reviva» experiencias traumáticas.
Se ha impuesto en todos los órdenes de la sociedad una dictadura del protocolo, en su acepción anglosajona, que no solo evita «todo lo incómodo», sino que también protege de los malos resultados como si se tratara de un manual de procedimientos. Seguir la normativa, las reglas, los protocolos, los procedimientos. Es lo que hacen los profesionales al servicio de las grandes corporaciones y los funcionarios de las elefantiásicas burocracias, como la española. No ser críticos, creativos y espontáneos les evitan despidos, demandas, llamados de atención y, particularmente, polémicas mediáticas.
El miedo se ha impuesto. Pretendiendo proteger a los vulnerables, de darles seguridad, se infantiliza la sociedad. Un proceso que cada día se refuerza y vitaliza. Se quejan de la lluvia que estropea el paseo y también del calor que los hace sudar. Dudan entre llamar al diario local o poner una reclamación en el Ayuntamiento.
Mientras más infantiles, menos ciudadanos. Ha sido el objetivo del proceso «pedagógico» que sustituye dos párrafos de don Quijote por una ilustración; una noticia por una infografía y un libro por un audiolibro. Con ese fin también se ha utilizado la disciplina, el orden y, especialmente, el miedo. La autoridad nos quiere bien peinados y limpios, higienizados, obedientes y disciplinados, y con autocontrol de pulsiones y rebeldías. Y detrás, está el hombre del saco, el coco o el paredón de fusilamiento real o mediático.
La ciudadanía la integran personas que actúan y deciden como adultos, que asumen el riesgo de la libertad y la defienden en todo momento. No esperan protección y saben que su sensibilidad termina donde empieza la del vecino. Su valor es su soberanía. La población, y lo que despectivamente llaman pueblo llano, se le prefiere sumiso a sus rutinas y a sus prejuicios milenarios. Su comportamiento es de rebaño, no cuestiona ni pregunta y su pensamiento crítico está disuadido, o peor resignado a vivir arrinconado por el miedo.
No debe extrañarnos que está sea una sociedad de cotilleo, y que sea el comportamiento sexual, público privado, el tema de conversación dominante que ocupa a todos al mismo tiempo, como si quisieran revivir el destape y pasar de las palabrotas, que me sudan los huevos, a los hechos. España se ha infantilizado más de la cuenta, y de lo obscenamente aconsejable. Los niños siguen siendo niños en sus conductas y pareceres hasta mucho después de los treinta años, y con suerte hasta los sesenta cuando piden la jubilación adelantada.
Los adultos bebés necesitan una explicación detallada de qué hacer en casos de calor y los adolescentes ni preguntan porque ellos lo saben todo y poco más. Como piensan como niños, escriben como niños. Creen que todo hay que decirlo, sobre todo lo más obvio y evidente. Muchos aconsejan a los expertos responsables del Diccionario de la Lengua Española que tomen un curso de redacción castellana.
El infantilismo ciudadano, la bobería generalizada, es consecuencia del miedo a la libertad. Se acepta socialmente la corrupción pública y que quien pierda las elecciones sea el que gobierne. Eluden el ejercicio de la responsabilidad individual y pretenden saltarse el brete diluyendo la culpa en el colectivo. También suponen que la Unión Europea salvará a España si hubiese una crisis desintegradora o si el populismo que sembró Podemos en América Latina se impone en este lado de los Pirineos. Mientras unos y otros cambian de opinión para alinearlas a sus traiciones, el cotilleo, hablar mal del prójimo, es el punto más alto de su filosofía de vida.
Ya lo decía el bueno de José Ortega y Gasset. A la sociedad española le cuesta ponerse a tono con el desarrollo técnico, científico y filosófico que ha alcanzado el mundo. El súbdito infantilizado es sumiso a la rutina y a sus prejuicios. El qué dirán se mantiene incólume.