Texto Elena Medel / Ilustración Nicolás Aznárez
15/01/2016
Cambio16 publica cada mes un relato para cerrar la edición de papel. Esta historia la firma Elena Medel, autora de los poemarios Mi primer bikini, Tara y Chatterton. Es directora de Eñe.
n colchón en el suelo, el sol —agua helada— que se desbordaba por una habitación sin cortinas: me acuerdo. Me protegía con una manta o una sábana: no me acuerdo. Es mayo, acababa de cumplir 21 años, casi vivía en Madrid; mientras, S. me acogía. Ella y su piso compartían sentimientos. Aspiraba a otra vida y los cimientos se levantaban en el salón; yo escribía en el suelo. No me importó. Elipsis: en otoño celebramos una fiesta, ocupamos el espacio en el que hoy —el hoy de entonces— se refugiaron otras. Intenté llorar cuando —tras media hora de metro— regresé a mi habitación, con posesivo lógico.
Meses más tarde he sacudido el adverbio. Vivía en Madrid. Una beca me cambió las sábanas y me sirvió la cena; en ese momento no sé qué me equivocó, pero me equivocaba. Escribía desde que sonaba la alarma del reloj, transformé la pasión en oficina. Leía en la cama hasta tarde, y el somier crujía escandaloso si me tumbaba, incorporaba o estiraba las piernas. Al rato —ni veinte páginas— telefoneaba J. Solía preguntarme por la limpieza de mi cuarto, responderme sobre sus exámenes. Colgaba, apagaba la luz, intentaba dormir: por un momento, me alegraba de que J. no viviera en la misma ciudad.
Me acuerdo de J. en una perpendicular a la Castellana; de sus cuatro meses en un estudio compartido, sin distinguir entre salón —su compañero en el sofá cama— y dormitorio —allí la cama de J.—, frente a frente incluso durante sus horas de descanso. Me acuerdo de un fin de semana en que me instalé allí, con él, y me acuerdo de mi novio —de mi exnovio— retrasando nuestra cita para limpiar treinta metros cuadrados. Me acuerdo, también, de lo que olvidó: la alfombra de pelusas —las recogí con la mano sin que se diera cuenta—, una pila de calzoncillos arrugados —no reconocí el estampado— en el baño. Y de una taza de café en una esquina del salón, con una setita floreciendo entre los posos secos: la imposibilidad de ser dos solo.
Con J. compartí dos hogares y viví en cuatro pisos. En los dos comunes, en los dos primeros, mi mesa se asomaba al patio interior. Me desplazaba al sofá buscando la luz, y dedicaba a la escritura el mismo espacio que a la vida. Él regresaba del trabajo, yo insistía en el teclado: las horas transcurrían con el mismo gesto. Más tarde, ya separados —él en una ciudad que rechazaba, yo en una ciudad a la que no me adaptaba—, me acogía. Qué extraño fingir la distancia —vestirme y desvestirme en otra habitación, llamar a la puerta antes de girar la llave— ante quien había formado parte de mi intimidad, reconocer el olor después de la ducha o el sonido de la respiración al otro lado de la pared, saberlo ajeno.
Existió otra casa: la de P. Nada me perteneció. Escribí algún artículo en su sofá: no recuerdo el color. Dormía con él y fregaba los vasos del desayuno, los mismos vasos de la cena. Me envió un mensaje, yo en la estación: «No te olvides de que no somos nada». El día anterior, yo en el tren: «Tengo muchas ganas de verte».
En casa de mis padres ocupé el dormitorio principal. Junto a la ventana, la cama desde la adolescencia; al abrir la puerta, dos mesas para trabajar. La madera de una se ocultaba bajo libros y papeles, y a la otra me forcé a acostumbrarme. Escribía en el mismo lugar de los primeros textos. El espacio de la habitación no aceptaba más de veinte años de vida: todo lo que viajó conmigo se almacenó en el garaje. Tan perverso: igual sucedió con los poemas. Escribir como en ninguna de las casas anteriores: para volver a ellas. Ahora, sin embargo, con cuatro años de vida en cien palabras: una mesa amplia en el estudio, intuyendo farolas y vecinos. El ordenador, en el centro; lapiceros en la esquina que no uso. Citar a Virginia Woolf. Dormir en el sofá —la transición entre una casa y otra— durante las primeras noches. Recordar los demás hogares: aquellos en los que coloqué mi nombre en el buzón, esos impropios sin llave en el bolsillo. Leo en la cama ancha y escribo en el sofá verde.
Hace algunos meses que cumplí treinta años.