Los grandes maestros de la literatura han resultado eminentes teóricos cuando provocan nuevos enfoques y formas novedosas de pensar los procesos de construcción de identidades. Usted es uno de ellos, Monsieur Proust, con su magistral obra En busca del tiempo perdido.
No todos los humanos sentimos con la misma intensidad y la misma calidad. No es igual que un escritor que sienta únicamente como hombre cree un personaje femenino con determinadas características, que exprese de manera particular las emociones, sentimientos y pensamientos de una mujer, a que otro escritor, siendo hombre, sienta también como mujer –más allá de su género como constructo sociocultural– y construya un personaje femenino que transmita de manera mucho más original y efectiva las emociones, los sentimientos y el pensamiento de la misma mujer.
Sin duda, el lector sentirá, dada la convicción del personaje, que es realmente una mujer quien habla porque en su modo, en su voz, en su esencia y su sentir, se le percibe mujer. En sentido contrario lo logra Margarite Yourcenar con Memorias de Adriano. Cuando habla Adriano, Yourcenar tiene incorporado su hombre, su fuerza, su majestad, su carácter. Ella lleva la condición también varonil en su genética y en su alma.
Y no se trata del invertido de condición que, deseando ocupar el lugar de la mujer, puede simular su papel. En los escritos de Oscar Wilde, reconocido practicante en su tiempo de sexo no oficial, cuando aparecen personajes femeninos, salvo en De profundis, el resto de los personajes de sexo femenino de sus obras son elaborados por la pluma de un hombre aparentemente heterosexual.
Lo sorprendente de usted y de su obra –y de allí la relevancia que ha adquirido para los especialistas de los estudios de género y la teoría Queer– es que se ha insistido en revisar y redescubrir la historia del homoerotismo femenino en una serie de libros escritos por varones que incluye En busca del tiempo perdido. De allí que los libros –según la profesora Luján Ferrari– Proust’s Lesbianism; de Elisabeth Ladenson, Epistemología del armario; de Eve K Sedgwick, el clásico ensayo de Mónica Wittig, Caballo de Troya, y Escapar del psicoanálisis, de Didier Eribon, son ejemplos de esa nueva investigación.
Todos ellos coinciden en que el retrato del homoerotismo femenino a lo largo de En busca del tiempo perdido es uno de los más notorios y complejos en la literatura modernista y en que ha cumplido un rol determinante en la formación del canon de imágenes lésbicas de la literatura.
Hace muchos años aprendí de un gran psiquiatra que no solo hay dos espacios donde habita el ser humano, el privado y el público; él agregaba otro, el más sagrado de los tres, que apenas separa una puerta y que guarda los tesoros más sublimes o tormentosos del ser humano: su vida íntima. En ese enigmático lugar se adora simultáneamente a Dios y al diablo, conviven la verdadera imagen y el disfraz, la maja desnuda y la maja vestida, Isis, Osiris, Kuni, Yue- Lao, Rey Zhou Apolo, Venus, Safo, Adonis y Afrodita, en tantos cruces y combinaciones como infinitas jugadas tiene el ajedrez, diría el maestro Jorge Luis Borges.
La manera en que viven, se enamoran, se convierten o se invierten, se juntan para convivir o resistir y se aparean para producirse y reproducirse es asunto exclusivamente de quienes hacen vida detrás de esa puerta. Su expiación crea sobreactuaciones y errores involuntarios y desnaturaliza tomas que solo son de Dios. Al final la práctica del sexo no es ni un convencionalismo ni un liberalismo, sino apenas un ritual sagrado con infinitud de variantes.
Como usted mismo confiesa: Con la inclinación sexual, en el gran mundo, no se sabe hasta qué perversiones se puede llegar, una vez que se ha dejado la elección a las razones estéticas. Esa misma justificación opera con menos limitación en el mundo del arte, donde se es amoral a la hora de una valoración estética o de una inclinación sexual no oficial.
En su caso, afortunadamente poco se conoce sobre su intimidad, apenas alguno que otro comentario suelto o confesión, como la hecha a Gide, de que tenía que combinar muchas emociones y sensaciones para llegar al orgasmo, asunto nada extraño en un escritor cuya principal herramienta de trabajo es la imaginación. A nuestros fines no importa su vida. Su vida, en este caso, es la novela.
En una ocasión, de joven, contestó por escrito un cuestionario que incluía tres preguntas:
¿Cuál es la cualidad que le gusta más de un hombre?
—Que posea encantos femeninos.
¿Cuál la cualidad que prefiere en una mujer?
—Virtudes masculinas y franca camaradería.
¿Lo que más aprecia en sus amigos?
—Que se muestren tiernos conmigo, si su persona es bastante exquisita como para conceder un gran valor a su ternura.
En esas tres respuestas podemos comenzar a dibujar lo qué piensa de su identidad sexual. Se asoma la ambigüedad y en la exigencia a sus amigos, la premisa de todo gran arte y el primero de los insumos afectivos de su abuela y su madre: la ternura.
Usted diría imaginariamente:
Siempre sentí que lo único que me importaba de la mujer era él y del hombre ella. Siempre sentí que llevaba dentro de mí una parte de ella y una parte de él. Siempre sentí que podía vivir distintos momentos como ella y diferentes momentos como él. Siempre sentí con la lasitud de ella y la intensidad de él, sin que por un instante dejara de ser el más dulce, temerario y tierno de los seres humanos.
Lo determinante en Marcel Proust, el escritor, es cómo se siente lo femenino y lo masculino en su obra. Porque resulta tan vital en la expresión de esa ambigüedad la pasta humana de la que está hecha su alma, su formación inicial y la sobreprotección. Cuánta marca hay de las mujeres con las que convivió de niño: su abuela, su madre y Francisca; la calidad de la educación y formación; la importancia del sentir, más que el creer o el pensar; la relevancia de la memoria involuntaria, y porque sus sentidos son agudos al punto que adquieren personalidad propia.
No hay duda de que la parte de la naturaleza femenina de usted es fruto de su educación, dada su condición enfermiza, delicada, suave, de mucho mimo y sobreprotección, de lo que llamamos el hijo de mamá y más. Toda su infancia transcurre entre la esmerada atención de su abuela y su madre, ambas cultas y lectoras asiduas de los clásicos y sin iguales nanas que animaban sus conversaciones desde muy temprano con citas de Racine y de la señora de Sevigne. Una educación privilegiada sobre la base del sentimiento más femenino del ser humano, inherente a la condición de mujer. De nuevo, la ternura.
Por un milagro de la ternura que en mi pensamiento entrañaba cada una de sus intenciones, sus ocurrencias, sus sonrisas y sus miradas, entre mi abuela y yo parecía existir una concordia particular y preestablecida en virtud de la cual yo, su nieto, formaba parte de ella, y ella, mi abuela, formaba parte de mí; tanto era así, que si nos hubieran propuesto sustituirla a ella por la mujer más genial y a mí por el hombre más santo que haya existido desde el origen del mundo y hasta el fin de los siglos, habríamos contestado con una sonrisa. Sabíamos bien que cada uno de nosotros preferiría el peor defecto del otro a todas las virtudes del resto de la humanidad.
El delirio mutuo entre madre e hijo es de una carga más apasionada y habla de una relación casi enfermiza entre ambos, cuando le toca servir los doce meses del voluntariado del alistamiento militar. Cumplido el primer mes, recibe una carta de su madre:
En fin, querido, ha pasado un mes. Solo te quedan once trozos de pastel que comer, y una rebanada o dos se irán en licencias. Para abreviar la espera he ideado un procedimiento. Consigue once tabletas de chocolate, que tanto te gustan, proponte no comer más que una el último día de cada mes, y te asombrará ver lo pronto que se acaban… y con ellas el destierro…
Usted tiene entonces dieciocho años y la carta transmite la impresión de que su madre estuviese hablando en un internado con un infante de ocho.
Creo haber encontrado en “Confesiones de una muchacha”, uno de los ensayos de Los placeres y los días, los primeros indicios para aproximarme a explicar su sexualidad, lo femenino, lo masculino y el homoerotismo femenino en su obra. Solo el título y algunas menciones del sujeto femenino justifican la escritura de una mujer, pues es fácil distinguir que se trata de un hombre confundido.
Pienso que su primera experiencia sexual no oficial, que se le atribuye en pareja con Willie Heath o Lucien Daudet, ocurrió en el tiempo en que escribió “Confesiones de una muchacha”; un texto escrito con la confusión de un hombre acerca de su identidad sexual, que se siente culpable y quiere liberarse a través de una máscara que esconde un profundo sentimiento de pecado.
El ensayo está precedido de un epígrafe del libro de Tomas de Quempis, Imitación de Cristo, uno de los libros de devoción y ascética católica más influyentes en el mundo cristiano después de la Biblia:
Los deseos de los sentidos nos arrastran acá y allá, pero, pasado el momento, ¿qué traemos? Remordimiento de conciencia y disipación de ánimo. Salimos contentos y a menudo volvemos contritos, y los placeres de la noche entristecen la mañana.
Nada más desolador y cargado de culpa, en la edad en que se anda en la búsqueda de definición de identidades.
En las dos experiencias, una de aproximación con un primo y otra vivida con un prometido, la vivencia no es solo dolorosa y profana, sino que pudiéramos llegar a pensar que para usted, el acto sexual constituye una agresión con mucha carga de violencia por parte de quien ejerce el goce sobre el o la que lo brinda. Y en los dos casos la madre adquiere el símbolo de la salvación o diosa femenina que lo rescata o intercede para que no se consuma.
Acerca de su relación con su primo, cuando tiene catorce años, nos dice:
…me enseñó cosas que después me hicieron estremecerme de deseos y voluptuosidad. Escuchándole, dejando que sus manos acariciaran las mías, sentía un goce envenenado en su fuente misma
Para repentinamente dejarle y salir en busca de su hada protectora…
y escapar al parque con un ansia loca de mi madre, a la que ¡ay de mí!, sabía en París, llamándola sin querer por todas las avenidas.
Según el relato, en este otro encuentro, con su prometido, tiene veinte años:
Habíamos cerrado con llave las dos puertas, y él, su aliento sobre mi cara, me abrazaba, hurgando sus manos a lo largo de mi cuerpo. Entonces, mientras el placer me dominaba cada vez más, sentía despertarse en el fondo de mi corazón una tristeza y una desolación infinitas; me parecía que hacía llorar el alma de mi madre, el alma de mi ángel guardián, el alma de Dios.
He aquí una afirmación poco usual que confiere a Dios la condición femenina y otorga a las mujeres de En busca del tiempo perdido todas las virtudes humanas, cualquiera sea la condición social o moral de la mujer, a partir de su madre, que simboliza a Dios. Todas las exaltaciones de la belleza, de lo bueno, de lo delicado, de lo dulce, de lo tierno, de lo magnánimo serán inherentes a la mujer, sea lechera, campesina montaraz, como Celeste Albaret; cocotte, en el caso de Odette de Swann; artista de teatro, casquivana y también cocotte, como Raquel, la novia de Robert de Saint Loup y amante de un tío; pasando por Gilberta, su primer amor; Albertina; Andrea, hasta llegar a la intocable duquesa de Guermantes, que para mí es el alter ego de su madre.
Luego, en el mismo pasaje, confiesa su visión sobre la sexualidad:
Nunca había podido leer sin estremecerme de horror el relato de las torturas que unos malvados hacen sufrir a un animal, a su propia madre, a sus hijos; ahora me parecía que en todo acto voluptuoso y culpable hay tanta ferocidad por parte del cuerpo que goza, y que, en nosotros, son martirizadas y lloran tantas buenas intenciones, tantos ángeles puros.
Alguien que siente la sexualidad de esa manera es sin duda un ser humano que experimenta una sensación de humillación y prosternación de la condición femenina o masculina cuando hace o le hacen el amor.
En los años de su madurez, según Maurois, esta primera versión tendrá su desenlace, confirmada en extravíos sexuales cuando conozca a un personaje diabólico y balzaciano: Albert Le Cuziat, de quien se presume que fue el único en conocer al ser humano tenebroso e intimidatorio que compensaba con un sadismo intermitente su doloroso masoquismo: La vergonzosa afición a la carne y a los placeres del mundo constituían para Marcel causa de errores lamentables y de constantes angustias.
En todos los rostros de mujeres que describa en adelante, desde Por el camino de Swann hasta El tiempo recobrado, estará la metáfora de impresiones del tiempo: El rostro humano es realmente como el de un dios de la teogonía oriental: todo un racimo de caras yuxtapuestas en distintos planos y que no se ven al mismo tiempo… Todo ser se destruye cuando dejamos de verlo; su aparición siguiente es una creación nueva distinta de la inmediatamente anterior, y a veces distinta de todas las anteriores.
Pero no solo en las mujeres estarán estas mutables impresiones que he mencionado, sino en los personajes masculinos, especialmente los más inteligentes y de protagonismo sobresaliente, ambos aficionados al sexo no oficial: Robert de Saint Loup, encubierto hasta el final, y el barón de Charlus, el más exquisito, culto, cruel y experimentado pervertido. Y por igual en los personajes complementarios, algunos anodinos y otros brillantes, pero en mi opinión secundarios, como el doctor Cottard y su mujer; Brioch; Bloch; Legrandin; o Jusepin.
A partir de ellos y de sus actuaciones, empezará a correr el tiempo a lo largo de la obra y a mostrarse las variaciones asintomáticas del alma, de la psicología y del cuerpo humano, el rigor de los entornos naturales, urbanos e íntimos, el imperceptible paso de las horas, los días y los años y las mutaciones sublimes del gusto, del oído, del tacto, de la vista y el olfato, en tantos pasajes de los que las últimas líneas de Por el camino de Swann son capaces de arrancarnos enfebrecidos destellos de nostalgia de un tiempo perdido:
La realidad que yo conocí ya no existía. Bastaba con que la señora de Swann no llegara exactamente igual que antes y en el mismo momento que entonces para que la avenida fuera otra cosa. Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facilidad. Y no eran más que una delgada capa, entre muchas de las impresiones que formaban nuestra vida de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.