Lo más enigmático y complejo de existir es que nunca llegamos a imaginar lo que vamos y cuánto vamos a sentir, y cuál de todas esas sensaciones asumirán complacidos nuestros sentidos y nuestro espíritu para hacernos iguales, diferentes y, a algunos, excepcionales.
De la niñez manan los sueños que harán posible el buen sentir. Una vida genuinamente bella es una vida de sucesivas bellas infancias. Por eso todo está dentro de nosotros, como usted afirma:
Las únicas cosas bellas que un poeta puede encontrar las encontrará en sí mismo. Dadle un momento de inspiración, es decir, haced que entre en comunicación consigo mismo, y le darás la felicidad. Pero dadle riqueza, honores, placeres, y no le darás nada, pues lo que harás será sacarle de sí mismo. Pero esta toma de posesión de sí mismo no es directa. Tiene que recibirse así mismo de las manos misteriosas que le detentan.
Es en la infancia, ese paraíso sagrado y feliz habitado por genios y princesas que nos conducen de la mano por líricas sendas, donde se concentran las ilusiones, los hechizos y los tesoros que nos ganarán las primeras sonrisas, los enamoramientos de ensueño, los botones de amores vírgenes y las pasiones primaverales que dibujarán huellas y cicatrices de agua como arabescos en la memoria de cada uno de los sentidos para agregar a la otra vida y volver a empezar solos en silencio a escribir un nuevo alfabeto del alma.
Solo los niños —dice usted— perciben que cada día es nuevo y totalmente diferente de el de ayer. Y no se desesperan al no encontrar nada en el hoy… Mas al niño es inútil enseñarle que mañana es un día, como hoy era un día, como ayer fue un día. El niño espera cada mañana como algo completamente nuevo que no tiene nada de la especie de hoy o de ayer, como un mundo misterioso donde seguramente encontrará la felicidad… Ese nuevo mañana es un nuevo mundo, y el niño juega con los mundos, los rompe, espera cada vez más impaciente a tener otros, le cuesta cada noche dormirse pensando en mañana, en lo que podrá ser ese mañana…
No creo, como afirma Maurois, que los únicos paraísos verdaderos son los perdidos. Sí hay paraísos, y muchos los hemos vivido en la infancia; que no son eternos también es verdad, pero son como un faro o una antorcha olímpica, de los que se nutren todas las otras etapas de la existencia, como si de la infancia manara toda una luz de miel y de bienaventuranza que servirá de oriente mañana y hasta el final de los días.
El amor que nos dan de niños nos blinda el alma y la talla para dar forma a nuestra devoción por la belleza. usted lo descubrió mediante las atenciones, el amor y el mimo de los que se vio colmado por su abuela, fiel lectora de madame de Sevigne, y de su madre en un comienzo; lo tomó de los libros, de los paisajes, de los regalos de navidad y fin de año, y después lo vivió y compartió cuando salió al mundo y se vio abordado con mucha admiración y solicitud por casi todas las mujeres, muchachas en flor, duquesas, marquesas, princesas que lo trataron, algunos miembros descendientes de la aristocracia, burgueses en ascenso y servidores humildes privados y públicos, que se prendaron de sus dones y de sus sublimes facultades intelectuales.
Además, su vocación temprana por la literatura y su enfermedad lo hicieron desde muy niño un ser contemplativo y asombrosamente intuitivo, con unas condiciones excepcionales para sentir. No se puede estudiar su obra sin entender en primer término su infancia, más que cualquier otra etapa de su desarrollo personal:
Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Porque anunciaba el instante que vendría después, cuando me dejara solo y volviera abajo.
Su obra, Monsieur Proust, ha sido estudiada desde infinidad de ángulos por incontables especialistas, investigadores y críticos literarios en sus distintas vertientes, pero también por estudiosos de otras disciplinas diferentes a la literatura. Son incontables y llenarían un espacio útil a otros fines. De los más emblemáticos tomaré a tres de ellos: Samuel Beckett, Roland Barthes y Gilles Deleuze.
Samuel Beckett, dramaturgo, crítico y poeta irlandés, premio Nobel 1969, dijo en alguna ocasión con su desazonado escepticismo: La lectura de Proust produce la fatiga del corazón, de la sangre, no de la cabeza; después de una hora, uno estará exhausto y de mal humor; pero no aturdido. Escribió un libro sobre usted, titulado solo Proust, escrito a los veinticinco años; fue una de sus primeras publicaciones, en una pasantía que hizo por Londres. Su tesis fundamental: el artista no crea, no inventa, no descubre la obra de arte: ella preexiste en él, y su misión principal es hacer de traductor. Nunca permitió que se editara en francés bajo el argumento de que sería un insulto para usted
Uno de los grandes filósofos, críticos y semiólogos del siglo XX, el francés Roland Barthes, dirá en uno de sus ensayos, El placer del texto:
Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las cartas de Mme. de Sevigne para la abuela del narrador y las novelas de caballería para Don Quijote; esto no quiere decir que sea un «especialista» en Proust; Proust es lo que me llega, no lo que yo llamo; no es una autoridad, es un recuerdo circular…
Barthes pondrá en su sitio a la llamada por algunos biografía definitiva de Proust, de George Painter —para otros la desnaturalización de la obra a partir de pretender explicarla principalmente como expresión de su vida y sus relaciones—, cuando, sin buscarlo, a propósito de tal intención escribió: No es la vida de Proust lo que encontramos en la obra. Es la obra lo que encontramos en la vida de Proust.
A los fines de estas epístolas, centraré mi atención en un ensayo de Fernando Bárcena, experto en filosofía de la educación, audaz, temerario y muy lúcido en el que hace referencia al Marcel Proust pedagogo, titulado: Una educación proustiana. Pedagogía more literatura demonstrata. Dice Bárcena de sus intenciones en su brillante y corto ensayo:
El asunto que deseo tratar no tiene nada que ver con el valor educativo o formativo de la literatura… Lo que quiero es tratar de pensar un imposible. Pensar la educación como gesto literario.
Bárcena, para explicar su intención, nos habla de un doble movimiento o dos grandes vertientes de la novela. La vertiente literaria, que muestra el lado del narrador, que aprenderá a base de constantes decepciones y que al final de su periplo narrativo, que es al mismo tiempo el formativo, descubrirá como una revelación quién es él y cuál es el tema de la obra que quiere escribir.
La otra vertiente constituye una crítica solapada a la idea dominante de la filosofía, esa imagen dominante que presupone una buena voluntad del filósofo en la búsqueda de la verdad. El narrador proustiano nos muestra por el contrario que la verdad es algo que proviene de innumerables signos del mundo que fuerzan y violentan el pensamiento y nos dan a pensar.
Esta tesis es manejada por Gilles Deleuze en Proust y los Signos, y compartida por Barthes: La verdad no es el producto de una deliberada buena voluntad sino de una violencia en el pensamiento.
Esos dos planos, el literario y el filosófico, se conjugan a partir de su propia vivencia en un supuesto narrador que irá experimentando múltiples sentimientos, desde los iniciales de la infancia, de simple contemplación y lecturas en su entorno familiar, y progresivamente de todas las sensaciones, percepciones e interpretaciones que va guardando en la memoria fruto del proceso de socialización.
En busca del tiempo perdido es realmente un caudaloso río por donde fluyen centenares de personajes e infinidad de temas: la memoria y el tiempo. La memoria involuntaria, su gran descubrimiento. En busca del tiempo perdido es un verdadero tratado sobre la ternura, según usted: la primera característica universal de todo gran arte. Pero tambiénsobre la belleza, el amor y la muerte, y especialmente, una profunda reflexión crítica sobre la verdad como segunda característica fundamental de todo gran arte.
Marcel, su protagonista, no busca la verdad a través de la reflexión, como afirma Benjamin, sino de la presentización, de lo ya vivido, ya que la va deshojando en un lento y desconcertante proceso, aparentemente sin propósito, a partir de las relaciones que va tejiendo y deshaciendo en la sociedad con las diferentes mujeres de las que se enamora, la variedad de amigos que cultiva y la diversidad de personajes que llega a admirar, para al final confirmar que ninguno de nosotros tiene tiempo para vivir los dramas de la existencia que le están determinados…
La novela es, pues a su modo —según Bárcena— una investigación literaria sobre la verdad. El amor a la verdad o a la sabiduríaes lo que siempre ha definido a la filosofía… A lo largo de toda la obra, los diferentes personajes tienen sus propios encuentros con la verdad. Y en este sentido, la verdad es, como apunta Deleuze, resultado de un encuentro, y no el fruto de una búsqueda voluntaria o intencional; entonces encontrarla no es asunto de aplicación de un método, sino del azar.
La verdad como crítica filosófica, entonces, adquiere dimensión propia en su obra, sintetizada de la siguiente manera: La verdad no se da, sino que se traiciona. La verdad no se comunica, sino que se interpreta. La verdad no es querida intencionalmente, sino que es involuntaria. Aquí insiste Barthes: La verdad de Proust no se debe a una copia genial de la realidad sino a una reflexión filosófica sobre las esencias y las artes…
Esa búsqueda le permitirá descubrir el valor de la literatura como reveladora de verdades profundas para la vida. Ese aprendizaje tendrá que llevarlo a cabo un poco a tientas y será un aprendizaje que usted y el público conocerán solo al final, cuando decida que llegó la hora de escribir la novela. Su método, que no es tal, sino una manera de hacer pedagogía, será similar al que sugirió Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos, cuando, en el capítulo titulado Lo que los alemanes están perdiendo, desata con implacable fiereza la crítica a la educación alemana de su tiempo, sugiriendo cuáles han de ser las tres tareas de las que tienen necesidad todos los educadores:
Se ha de aprender a ver, se ha de aprender a pensar, se ha de aprender a hablar y a escribir: la meta de estas tres cosas es una cultura aristocrática. Ese aprender a ver tiene que ver con acostumbrar al ojo a la calma, a la paciencia, o, lo que es lo mismo, a dejar que las cosas se nos acerquen y aprender a aplazar el juicio, abarcando el caso de que se trate desde todos los lados. Esta es la primera enseñanza preliminar para la espiritualidad. Y aprender a pensar tiene que ver no ya con un método, sino con una especie de baile; bailar en todas sus formas, el saber bailar con los pies, con los conceptos, con las palabras; he de decir todavía que también hay que saber bailar con la pluma —que hay que aprender a escribir—.
Bárcena concluye: dejar que las cosas sean y dejar que se nos aproximen; saber esperar. Dejar volar al pensamiento, dejarlo que baile con palabras y conceptos… un pensar que gana en espontaneidad lo que pierde en método, un pensar que a riesgo de la arbitrariedad y la divagación, obtiene una ganancia de vitalidad, el lugar donde ciertas verdades también moran, en vez de únicamente en los contenidos del pensar. No expertos sino artistas del pensamiento. El valor que Nietzsche concede al arte como justificación estética de la existencia lo encontramos en el novelista a través de una criatura, Marcel, creada por usted
Marcel tendrá su propio camino como hombre de letras y educador para llevar adelante su aprendizaje y después transmitirlo cuando dice: La verdad y la vida están en la observación y la memoria. He puesto toda mi observación y toda mi memoria en mis personajes. Para que sean verdaderos tienen que estar completos. En cuanto a la memoria, si no hay memoria, no se puede comparar, y solo comparando se llega a completar el pensamiento…
Pero hay algo más vital, más esencial en el camino de Marcel en la búsqueda de la verdad y la belleza, citado por muy pocos autores con la importancia que merece, que para mí resulta indispensable en esa capacidad de observar, analizar y memorizar: es el valor y la trascendencia que tiene la impresión en la creación de la obra de arte y que usted, recalca con sentida importancia.
La impresión como una opinión que no podemos justificar, porque la sentimos y no podemos explicar de primera mano, ya que se esconde en la parte más oscura del alma humana y el artista está obligado a encontrarle el sentido para hacerla manifiesta en la escritura. Pienso que, por encima de los conceptos de belleza a través del tiempo, está la sensación de belleza y esa sensación, así no podamos justificarla de un todo al principio, la sentimos, pues la belleza se siente o no se siente, como diría Borges. Otra cosa es develarla y en ella la impresión ocupa el lugar de la luz.
Al respecto dice usted, maestro:
Solamente la impresión, por mísera que parezca su materia, por inconsistente que sea su huella, es un criterio de verdad y por eso solo ella merece ser aprehendida por la mente, pues solo ella es capaz, si la mente sabe captar esa verdad, de llevarla a una mayor perfección y de darle una pura alegría. La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el sabio, con la diferencia de que en el sabio el trabajo de la inteligencia precede y el del escritor viene después. Lo que no hemos tenido que descifrar, que dilucidar con nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro antes de nosotros, no es nuestro. Solo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y que los demás no conocen.
No olvidemos que una de las leyes de la psicología proustiana es que no conocemos a un ser mientras no podemos confrontar con una impresión reciente una impresión antigua. Esos dos tiempos son los que liga el lazo esclarecedor de la metáfora.
Esa impresión, que es un primer registro en la exploración de la verdad y la belleza, será un instrumento fundamental a la hora de evaluar a través de su distinguida prosa las distintas versiones que de la sexualidad, de lo femenino y de lo masculino encontraremos a lo largo de miles de las páginas que componen En busca del tiempo perdido, pero igualmente diferentes interpretaciones de la ternura, de la estética, del amor, de los celos y de la muerte.