Por Daniel Lozano / Fotografías: Aymer Álvarez
Cambio16 propone a sus lectores un plan o sugerencia por día durante julio y agosto. Desde escapadas hasta lecturas y relojes de buceo. Este 2 de julio te proponemos viajar a Cali.
«Mi mamá decía que si no aprendía a bailar salsa, no tendría novia jamás. En Cali se conquista bailando y por eso el baile se ha convertido en un lenguaje». La leyenda cuenta que cuando llegas a la capital del Valle del Cauca, la tercera ciudad colombiana, entras caminando y sales bailando.
Este cronista no cree en los milagros, pero desde el primer momento Cali te zambulle en su universo multicolor, lleno de un ritmo explosivo y de sabores tropicales. Su alma lúdica y mestiza la transforma en una ciudad caribeña cercana al Pacífico a la que colocaron una montaña por delante. “Todos los caminos conducen a ti, a millas siento tu aroma”, canta el himno oficioso Cali pachanguero. Hilaron muy fino los músicos del popular grupo Niche cuando en sus estrofas entonaron “que todo el mundo te cante, que todo el mundo te mime”.
Mauricio Novoa no sólo repite las enseñanzas de su madre, como la que abre esta crónica. También conduce al viajero por los laberintos de una ciudad enamorada de su propia locura musical, a la que le gusta otorgarse el título de capital mundial de la salsa, en cerrada lucha con San Juan de Puerto Rico o La Habana.
Cali no es la Cartagena de la belleza colonial, ni la Bogotá cosmopolita ni la nueva Medellín transformada. No. Cali es bonita, como la salsa. Desde el primer minuto de su partitura nos sumergimos en sus entrañas populares, origen del romance con la música. El Encuentro de Melómanos y Coleccionistas de la salsa se celebra este fin de semana en el parque presidido por la estatua de Jovita, un símbolo para los estudiantes locales porque tiempo atrás encabezó sus marchas con sus vestidos extravagantes.
Ella representa la locura de Cali, una locura lúdica, festiva, que esta noche se despliega con absoluto buen rollo. Unos bailan, otros cantan, otros tocan güiros, bongos, campanas, incluso chocan sus botellas de plástico para seguir el ritmo. Estamos en un territorio de paz y cultura, donde no existen clases sociales, donde ricos bailan con pobres y negros con blancos. Y donde el mejor bailarín es el rey.
Por aquí anda Christian Estrada, de 15 años. No se despega de su madre, incluso ella ejerce como intermediaria. “Él viene a bailar, pero todavía no ha encontrado pareja”. El chaval es un bailarín consumado, pero tímido en un mundo donde nadie lo es. Una chica le agarra, le mira a los ojos y comienza a moverse. Christian se da la vuelta a la gorra, se la cala bien fuerte y su rostro se transforma. Comienza a sonreír y sus pies son más rápidos que los del ídolo nacional, el madridista James Rodríguez.
Los caleños no es que bailen rápido, ¡van a toda velocidad! Como su propia ciudad, donde la vida vuela. Otra leyenda cuenta que al principio de la era salsera, un pinchadiscos (todavía no había dj’s) se equivocó y puso el disco a 45 revoluciones por minuto en vez de 33. Y la gente se emocionó con ritmo tan desmedido, tan acrobático. El jovencito está tan animado que no duda en mezclar el supersónico pasito caleño con toques de la famosa salsachoque, esa versión reguetoniana, el ras tas tas que tan de moda pusieron los jugadores de Colombia durante el Mundial de Brasil.
“No importa que no tengas un estilo depurado, sino que te muevas con el lenguaje del cuerpo. Y por eso le gusta tanto a los extranjeros”, insiste Novoa para no asustar a los futuros viajeros. Varios amantes de la ciudad, con este caleño de corazón y pies salseros al frente, se han puesto de acuerdo para construir rutas turísticas vinculadas a la salsa: desde la visita a las escuelas (que guardan grandes parecidos con las de samba en Río de Janeiro) hasta clases exprés para no sentirse perdido en esta danza de vértigo. También hay lecciones de percusión y visitas al Barrio Obrero, epicentro de la movida tradicional. Salsotecas como Tintindeo, Zaperoco (con su dj Osmán Arias, uno de los más divertidos de la ciudad) o la Topa Tolondra, incluso las famosas viejotecas (guetos de cero violencia creados por gente mayor para bailar y bailar), forman parte de las excursiones al alma salsera de Cali.
Parada aparte, ganada a pulso, se merece La Matraca, legendario bar nocturno donde se mezclan boleros y tangos. Si cae en domingo y tiene suerte, el viajero conocerá a Arcesio Valencia, más de un siglo de vida… ¡Y qué vida! Miles de noches de bailes, tragos y amores para esta institución de la noche caleña, armado con su elegancia impecable y ofreciéndose siempre como pareja perfecta para deslizarse sobre la pequeña pista del Matraca. Viéndole bailar, viéndole apurar la vida, pareciera otro personaje de ficción salido de la factoría del realismo mágico colombiano.
Cali exuda música por todos sus poros todos los días. Pero hay fechas elegidas, donde la ciudad se viste con sus mejores galas salseras. Como el Festival de Verano, que acelera estos días los preparativos para su inauguración, a finales de julio. Y como en el Festival Mundial de la Salsa, en septiembre. Y, sobre todo, como la famosa Feria de Cali a finales de año, con una estructura parecida a los carnavales de calle de Barranquilla.
Las 100 escuelas de baile, enclavadas en los barrios populares, preparan con mimo sus presentaciones en la meca de la salsa. Para sus bailarines es más una forma de vida. Algunos de ellos han escapado de la vida callejera gracias a los pasitos caleños, incluso han huido del desempleo gracias a su pericia (y a la velocidad, estamos en Cali). Los barrios también se han beneficiado con la microeconomía que nace de las escuelas y de los festivales: trajes, vestidos, calzado…
Muchos premios, muchas cifras para competir por la capitalidad: casi un centenar de grupos de baile, otras tantas orquestas, 7.000 bailarines profesionales, 3.000 melómanos reconocidos en el mundo de la salsa…
La historia ligada a este ritmo viene del siglo XX y habla el idioma de los emigrantes que llegaban a trabajar en la caña de azúcar. También de los que dejaban su tierra para viajar a Estados Unidos. Entre todos fueron conformando una nueva sociedad que tampoco olvida su pasado, incluso los mezcla. Como en el barrio histórico de San Antonio. Calles estrechas, casonas coloniales y el sabor de sus restaurantes.
La Colina Tertuliana 1942 no es una visita obligada, pero sí irresistible con sólo acercarse a su umbral de la calle San Antonio. “No siga sin ser invitado”, bromea uno de sus carteles. Aquí se juntan bohemios e intelectuales. Y siempre suena la salsa “para volarse un rato”, cuenta uno de ellos mientras apura un aguardiente.
El paseo prosigue por las orillas del río Cali y la escultura favorita de la ciudad: El Gato del Río. Tres toneladas de arte y uno de los sitios favoritos del caleño. Como el Teatro Enrique Buenaventura, el Museo de la Tertulia, el Zoológico o la Capilla de la Merced.
Así es Cali, una ciudad prohibida para aburridos, un espectáculo para vivir desde dentro, donde los hombres más atrevidos son los que se ponen los quesos, esos zapatos de charol, blanco con negro, para salir a bailar. Una ciudad donde el cuerpo de sus mujeres pareciera que se fue tallando al ritmo de los giros salseros. Tan hedonista, tan lúdica, como la propia Cali, la ciudad que siempre baila.