Por Gonzalo Toca
23/10/2016
La prenda de la polémica ha permitido que las mujeres musulmanas se puedan integrar en las playas conviviendo con personas que no comparten su religión y sus costumbres.
En el debate social de muchos países europeos los medios y los políticos reducen frecuentemente los fenómenos complejos a meras caricaturas. Esas deformaciones, a veces, ensombrecen la realidad reemplazándola por una imagen grotesca, dan alas a prejuicios racistas, ideológicos o xenófobos, dañan a millones de personas y son un pésimo negocio. La reciente polémica del burkini y la abrumadora ola de moda islámica a la que pertenece son un ejemplo.
La prehistoria es conocida. Este verano varios ayuntamientos franceses entre los que se encontraban los de Cannes, Villeneuve-Loubet y Sisco aprobaron normas que prohibían la utilización del llamado burkini, el Consejo de Estado suspendió las prohibiciones y una pléyade de alcaldes, alentados directa o indirectamente por la propia postura del primer ministro, Manuel Valls, favorable a las restricciones, ha continuado demandando hasta ahora un marco regulatorio estatal que sitúe el popular bañador fuera de la ley.
El propio nombre de la prenda iba a colocar a la inmensa mayoría de Europa en su contra. Aheda Zannetti, una libanesa que ha pasado toda su vida en Australia, diseñó el primer prototipo y lo registró con la marca comercial Burkini en 2004. Era una denominación chocante que funcionó a efectos de marketing, pero su relación etimológica con el burka, tras los atentados del 11-S y las posteriores réplicas terroristas en Madrid o Londres, sembraría las semillas de su rechazo en Europa y Estados Unidos.
El debate público sobre su aceptación, desde el principio, quedó reducido a cuatro grandes caricaturas. La primera lo identificaba con la versión playera del vestuario más rigorista y opresiva contra la identidad femenina, aunque el famoso burkini, a diferencia del burka, revela las curvas de la mujer (es un tejido relativamente ajustado y transpirable) y muestra sus caras y toda la expresión de sus ojos, sus manos, sus labios y boca, sus pies y, a veces, también los tobillos. Los colores habituales, azul celeste o morado, llaman la atención sobre quien lo lleva. En definitiva, era un escándalo, casi un espectáculo erótico-festivo, para los rigoristas. No una victoria.
Una denominación errónea
Soumia Elouali Hanini y Romina Cusulini Robino, que han fabricado durante los últimos años estas prendas en Cantabria y las comercializan a través de su tienda digital Haramlak, admiten que el nombre de los bañadores no debería ser burkini y que ese error no ha ayudado, ciertamente, a que el público occidental lo acepte con normalidad.
La segunda caricatura fue vincularlo con una especie de guerra de civilizaciones entre la arena y el mar. Según esta hipótesis, las mujeres y sus familias, sobre todo esos maridos reducidos por las televisiones a personajes ignorantes, posesivos, barbudos y obtusos, estarían desafiando osadamente a los bienintencionados cristianos, liberales, laicistas y feministas europeos y estadounidenses al intentar imponer sus costumbres represivas en el espacio público.
Por el contario, Juan Sebastián Fernández Prados, sociólogo de la Universidad de Almería, veía en ello lo que otros llevan viendo durante años en las piscinas e instalaciones deportivas de Noruega o Alemania, es decir, “una oportunidad de integrarse para las mujeres, de convivir con personas que no compartan necesariamente su religión y costumbres, de no quedarse encerradas en casa y de acercarse a la playa sintiéndose seguras y cómodas”. No es un ejercicio de aislamiento y desprecio, sino de apertura y curiosidad incluso cuando lo hagan bajo la atenta vigilancia de sus maridos.
La playa no es el único espacio que han empezado a recuperar para ellas. Gracias a la existencia de equipaciones deportivas transpirables parecidas al burkini en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012, Arabia Saudí, Omán, Catar, Brunéi y Afganistán enviaron, algunos de ellos por primera vez, equipos femeninos de judo o atletismo. Entre 2012 y 2014, tanto la federación internacional de fútbol (FIFA) como la de baloncesto (FIBA) retiraron, provisionalmente, las restricciones que impedían utilizar a las mujeres musulmanas equipaciones especiales. Ibtihaj Muhammad se convirtió en los Juegos Olímpicos de Río en la primera deportista estadounidense en cubrirse con un velo y estuvo a punto de ser la abanderada de la primera potencia mundial en Brasil. Ganó una medalla de bronce.
Otros usos de la prenda
Elouali y Cusilini recuerdan, además, que uno de los dos públicos objetivos tradicionales de sus bañadores (el primero y más importante es la comunidad islámica) es el de las mujeres que sufren severos problemas de piel a veces relacionados con el cáncer, que se han quemado recientemente por el sol y desean volver a la playa de todas formas o que tienen determinados defectos físicos o cicatrices que prefieren ocultar.
Las no musulmanas representan el 20% de la facturación de la competidora estadounidense de Haramlak, llamada Alsharifa. Algunas judías o cristianas conservadoras se sienten cómodas con el burkini.
Kerim Ture, CEO de Modanisa, una de las principales tiendas y marcas de la llamada ‘moda modesta’ (ajustada a los cánones que impone el islam en lo que se refiere a no mostrar más que el rostro, los pies y las manos), admitió recientemente a The New York Times que diseñan para mujeres que se cubren porque, entre otros motivos, no se quieren sentirse objetos sexuales a ojos de los hombres.
Por eso, para algunas de ellas no sería una forma de someterse, sino de reivindicar, curiosamente, que las tratasen como iguales en el espacio público. Y no sólo como iguales: Nailah Lymu, que organiza la semana de la moda islámica en Nueva York, cree que también buscan expresar su identidad, lo que las diferencia del resto.
La tercera caricatura ha pasado por confundir la ropa con los derechos fundamentales. Para Laura Mijares, experta en estudios islámicos de la Universidad Complutense, “el tema que debería analizarse y preocuparnos es el de la restricción de libertades a algunas mujeres que, en función de su forma de vestir, son consideradas ciudadanas no legítimas”.
Dicho de otra forma, la clave no es que lleven o no burkini, sino que las obliguen a ponérselo o quitárselo como si fueran maniquíes o menores de edad. El Estado debería garantizar la autonomía y participación libre en el espacio público de todas las mujeres, sean musulmanas o no, frente a las posibles imposiciones de sus padres, maridos, compañeros e incluso de otras mujeres.
Es verdad que, según Fernández Prados, las autoridades deberían prohibir al mismo tiempo las indumentarias que las aíslan totalmente o impiden que participen en la sociedad como, por ejemplo, aquellas que cubren todo el cuerpo incluido el rostro. Si se prohíbe el nudismo urbano o que alguien se vea obligado por otros a caminar por la calle, ir a trabajar o hacer la compra desnudo, se puede prohibir el burka. No es una cuestión estética.
Ahora bien, las autoridades no pueden extralimitarse poniendo fuera de la ley la ropa que disgusta a la mayoría de la población y, como advierte la profesora de la Universidad de Granada María José López-Huertas, la sociedad debe aprender a respetar fenómenos como el burkini. Parte de la polémica en Francia se debió a las fotografías y los comentarios que algunas personas hicieron con sus móviles de las mujeres musulmanas en la playa y a la reacción, lógicamente airada, de las fotografiadas y sus maridos.
Si el Estado y la sociedad no aceptan sus propios límites, estarían doblegando a las mismas mujeres que intentan liberar y aplastando los derechos fundamentales de una minoría. El precedente para otros colectivos de estética discutible para la mayoría de la población sería peligroso.
La cuarta gran caricatura asociada al burkini es tratarlo como un elemento aislado y no, simplemente, como uno de los muchos instrumentos con el que la mujer, en este caso sobre todo musulmana, está recuperando su espacio en el mundo de la moda, es decir, en el ámbito que le permite decidir cómo se viste y se presenta ante los demás utilizando la estética con la que se siente más cómoda, segura y ajustada a su religión sin que, como ha ocurrido durante años con las mujeres musulmanas de ingresos medios, tenga que renunciar a verse bien.
Las cifras del negocio
El fenómeno de la llamada ‘moda modesta’ es espectacular. Un estudio de Thomson Reuters estima que los musulmanes gastarán casi 440.000 millones de euros en ropa en todo el mundo en 2019. Esto ha significado el nacimiento en los últimos años de una pujante industria a su alrededor rociada a veces, como en el caso de la startup indonesia HijUp, con el dineral de Silicon Valley.
No es extraño que los nombres occidentales más venerables de las pasarelas hayan decidido sumarse al banquete. Dolce&Gabbana ha empezado a diseñar y vender abayas este año por 1.800 euros. DKNY, Tommy Hilfiger, Óscar de la Renta e incluso Mango habían presentado antes sus modelos asociándolos, por lo general, a la celebración del Ramadán y, por lo tanto, con ocasiones especiales.
Por supuesto, los grandes protagonistas, y los que están volcando toda su oferta en el fenómeno, venden productos más accesibles y han nacido en países de mayoría musulmana o en comunidades islámicas de países desarrollados. East Essence, en California, ha alcanzado una valoración superior a 30 millones de euros y sirve a 250.000 clientes en 68 países. La tienda digital turca Modanisa comercializa 300 marcas de ropa, los servicios de 30 diseñadores y el trabajo de más de 100 empleados sólo cinco años después de su fundación.
Modanisa, que cuenta con inversores como Saudi Telecom, dominados por uno de los regímenes más rigoristas del mundo, también ha sido la responsable de la Semana de la Moda Modesta de Estambul, la segunda del año y celebrada a mediados de septiembre entre las protestas y gritos de algunos colectivos islamistas en el exterior.
Estos eventos internacionales han empezado a ganar público y relevancia. Existe desde hace años una semana de la moda islámica en Nueva York y a finales de mayo se celebró en Londres la Saverah Women Expo, una feria de cultura y moda modesta (incluía, además de ropa, cosméticos halal, joyería y chocolates) que atrajo la asistencia de 5.000 personas. El burkini es sólo la punta del iceberg.