Por Natalia Ramos Miranda. Fotografías: ©Alex Majoli/Magnum Photos/Contacto
Sao Paulo, domingo 15 de marzo. Es la primera gran manifestación de este año contra el gobierno y cientos de miles de personas colapsan la avenida Paulista. Hay un hormigueo de manifestantes vestidos de verde y amarillo que van y vienen, que agitan banderas y carteles; que gritan, saltan y piden el derrocamiento de la presidenta brasileña Dilma Rousseff. Hay adultos y viejos, también jóvenes y niños; son sobre todo blancos y de la clase media alta, aunque la convocatoria es amplia y el descontento con el ejecutivo tiene, a estas alturas, muchos rostros distintos.
Para que no quede ninguna duda lo gritan: “¡Mi bandera jamás será roja!”; y lo escriben en carteles y panfletos: “Dilma, vete a Cuba y llévate al PT contigo”, “Impeachment ahora”, “Lula da Silva, corrupto y ladrón”, “Basta de comunismo”. Es descontento, rabia y decepción en un Brasil sacudido por los escándalos de corrupción, una clase política deslegitimada y una economía estancada. Pero también hay trazos de clasismo y miedo travestidos de indignación en un país de sociedad muy desigual donde el trabajo esclavo y la monarquía dejaron de existir hace poco más de un siglo.
A primera vista es difícil asociar a Brasil con la palabra conservador. La imagen que hay de este país tropical es que tiene una sociedad donde el sexo, el cuerpo y la libertad de costumbres parecen ser la regla. Pero así como un topless no está permitido en las playas donde abundan los cuerpos dorados y los bikinis mínimos, Brasil no es lo que imaginamos. Los países tienen pliegues y grietas porque, de cerca, nada es lo que parece.
Las manifestaciones de este año son estampas de una ola conservadora que hoy recorre Brasil tras los 12 años de poder de los gobiernos izquierdistas del Partido de los Trabajadores (PT), la fuerza política fundada hace 35 años en la zona industrial de Sao Paulo por un sindicalista que sólo después de tres intentos fallidos –y de convencer al mercado de que guardaba la revolución en el cajón– logró convertirse en presidente y traspasar el poder a su sucesora.
En medio de la multitud que se mueve sobre el asfalto de la avenida Paulista se escuchan discursos incendiarios contra el gobierno de la exguerrillera Rousseff, que fue reelegida para un segundo mandato en octubre del año pasado. Tres movimientos han convocado la manifestación agitando las banderas del rechazo al gobierno y a los escándalos de corrupción que envuelven a la clase política, sobre todo al oficialismo.
Son Revoltados Online, Vem pra Rua y el Movimento Brasil Livre. Tienen concepciones distintas sobre el modelo económico, están formados por grupos de origen social diferente y tampoco disponen de una agenda clara, pero tienen un común denominador: están a la derecha no sólo del PT sino de la oposición tradicional, a la que consideran débil, y quieren que Dilma Rousseff salga del poder.
Dos protestas convocadas por las redes sociales en marzo y un mes después, a mediados de abril, llevaron a casi tres millones de personas a la calle en decenas de ciudades brasileñas. The Economist los llamó “el Tea Party Tropical”, aunque salvó las diferencias con aquellos grupos conservadores de Estados Unidos o Europa, que ya tienen una influencia en la legislatura.
El Movimiento Brasil Libre (MBL) está liderado por un grupo de veinteañeros que proclaman una economía de mercado, critican las políticas de distribución de renta aplicadas los últimos años en el coloso sudamericano y no tienen ningún tapujo en declararse impulsores de una nueva derecha, una palabra casi tabú en el consenso político de Brasil de los últimos años.
“Somos un movimiento liberal. Si ser de derechas es querer menos impuestos, menos burocracia, más calidad de vida, menos poder para los políticos y más poder para la población; menos interferencia del Estado en la economía y la vida personal… entonces sí, podemos ser considerados de derechas. Pero eso depende de la definición. No estamos ligados a ningún partido porque no existe ningún partido liberal en Brasil”, resume Kim Kataguiri, uno de los líderes más visibles del MBL. “Esta derecha de hoy nació en la calle. Somos nosotros”, cuenta Caique Mafra, otro de los miembros de este grupo, por encima del estruendo de los discursos en la avenida Paulista, la postal más emblemática de esta ciudad mezcla de selva tropical y cemento.
Fin del crecimiento
“Brasil es un país de tendencia conservadora muy grande. Lo que calmó eso fue el reciente periodo de crecimiento económico, de estabilización de la moneda y de políticas sociales impulsadas por los gobiernos del PT”, plantea la antropóloga brasileña Rosana Pinheiro-Machado, profesora del departamento de Desarrollo Internacional de la Universidad de Oxford. “Pero ahora hay un agotamiento de los programas sociales, Brasil dejó de crecer y el castillo se cayó. Con todo eso, la derecha salió del armario”, añade.
Entre el público en esos domingos de marzo y abril aparecen trazos de algo que se mueve en las profundidades y que asoma a través de las grietas de este Brasil actual: no es el discurso oficial de quienes convocaron las manifestaciones, pero están ahí y quieren más que la destitución de Rousseff a través de un juicio político en el Congreso. Quieren, en un país donde hubo una dictadura en la segunda mitad del siglo XX, tal como en otros países del Cono Sur, una intervención militar.
“SOS. Fuerzas Armadas”, “Intervención militar ahora”: carteles desplegados bajo el sol del otoño paulista. “Es un pensamiento conservador que está manifestándose de manera más explícita. Si antes había algún tipo de cuidado por parte de los conservadores, eso ya no existe”, explica el sociólogo Mauro Paulino, director de la empresa de demoscopia Datafolha. La propuesta militar no tiene sustento real ni más respaldo que la de ese grupo marginal en una manifestación callejera, pero ahí mismo radica su controversia: que fue planteada en la calle, a la vista de todos. Algunos dijeron que demostraba la calidad de la democracia en Brasil; otros, olieron el peligro.
Los tres grupos que llamaron a las manifestaciones antiDilma están construyendo su discurso político. De momento, ya organizaron junto a otras asociaciones una marcha hacia Brasilia donde entregaron propuestas y demandas. Saben que no basta con sacar multitudes a la calle.
Esta agitación es réplica del terremoto que causaron las históricas protestas contra el alza del transporte de junio de 2013, que irrumpieron en el escenario político brasileño por sorpresa y desencadenaron un proceso que aún está en evolución. Las movilizaciones, impulsadas por grupos anarquistas, se extendieron con menos fuerza hasta la Copa del Mundo de 2014 con una pauta de demandas mucho más amplia y renacieron tras la estrecha elección de Rousseff en octubre, después de haberse extinguido cuando la fiebre futbolera pudo más que la política.
La edad y el origen social de los indignados no es la misma que tenían los de junio, tampoco la pauta. Pero hay un sentimiento antipartidario que se concentró con fuerza en el partido de gobierno y arreció ese miedo visceral a que Brasil se transforme en una especie de Venezuela. O eso, al menos, dicen los carteles en la calle.
Qué peso ganarán y qué rol tendrán estos movimientos sólo se verá con el tiempo. De momento, la próxima batalla más concreta de las fuerzas políticas brasileñas son las municipales de 2016. Por ahora, los grupos de activistas no tienen la estructura ni la capacidad de ocupar el espacio que está dejando el Partido de los Trabajadores en medio de esta crisis de representatividad que tomó Brasil.
El PT y varios de sus aliados están en el ojo del huracán por el escándalo de Petrobras, la trama que costó unos 2.000 millones de dólares a la mayor empresa pública brasileña y que lleva más de un año dando titulares. Según el testimonio de delatores y antecedentes de la investigación, políticos, empresarios y exejecutivos de la compañía estatal desviaron dinero a sus bolsillos durante una década.
El escándalo demostró, así como otro caso anterior conocido como Mensalao que hizo temblar pero no consiguió derribar a Lula, que la corrupción es una práctica sistemática de la cultura política y empresarial brasileña y que, ciertamente, no fue inventada por el PT.
Pero sus opositores y la multitud que sale a protestar aseguran que nunca antes hubo tanta corrupción como ahora. Y la izquierda más radical, sectores sindicales y miles de desencantados que alguna vez votaron por el PT le critican haberse corrompido en el poder. Con decenas de partidos políticos, tradición de caudillos locales y de alianzas para gobernar, en Brasil hay una línea muy fina entre financiación empresarial a las campañas y la corrupción.
El Congreso brasileño está alojado en uno de los bellos edificios que diseñó Oscar Niemeyer en Brasilia, fundada en los años sesenta. Es una plataforma sobre la que se levantan dos torres y dos cúpulas, una cóncava y otra convexa, que según el maestro debían representar los nexos con la sociedad y la capacidad de reflexión de los hombres y mujeres que hacen las leyes.
En estos meses, el poder legislativo parece haber cobrado vida propia, porque nunca en estos 12 años había actuado con la autonomía desafiante de estos primeros meses del segundo mandato de Dilma. El evangélico Eduardo Cunha fue elegido presidente de la Cámara y Renan Calheiros, un conservador con varias acusaciones de corrupción en su contra, siguió al mando del Senado.
No están de acuerdo en todos los proyectos ni actúan en bloque, pero juntos han dado los mayores dolores de cabeza al gobierno. Son del PMDB, un partido de centro que se había mantenido a la sombra del poder como aliado de todos los gobiernos desde 1989 tras las primeras elecciones directas posdictadura y que ahora, consciente de la debilidad de Rousseff, siente que ha llegado su hora.
A poco de iniciarse el año legislativo, los líderes de las cámaras –que también han sido mencionados como supuestos favorecidos por el dinero del caso Petrobras– tramitaron algunas iniciativas que son otras muestras de este fantasma conservador que vuela sobre Brasil. Una de ellas es la reducción de la edad de responsabilidad penal de 18 a 16 años, en un país donde las mayores víctimas de la violencia son, sobre todo, jóvenes negros y pobres.
“De los 21 millones de jóvenes en Brasil, sólo 0,013% de ellos cometieron actos contra la vida”, asegura la ONU, que ya criticó esta iniciativa. “Los adolescentes son mucho más víctimas que autores de la violencia”.
Otro golpe muy duro para el gobierno es un proyecto para regular la tercerización laboral que en la práctica libera esta modalidad de contratación para cualquier actividad pública o privada. En rechazo a esta medida los sindicatos salieron a la calle y anunciaron movilizaciones mientras que la presidenta Rousseff pidió “asegurar a los trabajadores la garantía de los derechos conquistados” y Lula planteó que “tranquilamente, la compañera Dilma puede vetar” este proyecto, que enfrenta al PT con sus propios orígenes. Pero con esa decisión, Dilma podría ganar más batallas en un Congreso entusiasmado con su nuevo poder.
El edificio alberga también otras particularidades de la política brasileña, como la llamada bancada BBB, que alude a las palabras biblia, buey y bala para referirse a grupos de parlamentarios evangélicos, a los defensores del poderoso agronegocio y del militarismo.
Se oponen a legislar sobre el aborto, que es ilegal en Brasil a no ser que ponga en riesgo la vida de la madre o que el embarazo sea producto de una violación: “El aborto sólo irá a votación sobre mi cadáver”, adelantó Cunha hace poco y dio un portazo en la cara a una cuestión de salud pública. Quieren impedir que parejas homosexuales puedan adoptar, lo que ya es posible, y están en contra del matrimonio gay, una unión reconocida en Brasil sólo por la justicia y no por la Constitución. Cunha ha sido criticado por sectores del activismo homosexual y la misma Cámara de Diputados tiene entre sus miembros a un pastor evangélico, Marco Feliciano, famoso por su discurso homófobo.
“Lamentablemente Brasil es un país contradictorio: su lado rosa abriga la mayor fiesta del orgullo gay del mundo, tiene la mayor asociación LGBT de América Latina y aprobó la unión homoafectiva. Sin embargo, tiene su lado rojo sangre representado por los crueles asesinatos de gais y travestis. La mitad de los asesinatos homófobos del mundo son cometidos en Brasil, con 326 homicidios en 2014”, sostiene Luiz Mott, un sociólogo que hace 35 años fundó la organización de activismo homosexual Grupo Gay de Bahía. En Brasil, la homofobia no es un crimen.
Con 200 millones de habitantes, Brasil tiene una enorme población católica que en las últimas décadas ha cedido terreno mientras avanzan los evangélicos pentecostales, que no sólo oran en sus templos, sino que tienen poder político, medios de comunicación y representan un 22% de la población. El año pasado, un mes antes de las elecciones, Rousseff visitó un templo y declaró ante los fieles que “es feliz la nación cuyo Dios es el Señor”. En plena campaña, la ecologista evangélica Marina Silva retiró de su programa, un día después de presentarlo, algunas propuestas favorables a la comunidad gay tras presiones conservadoras.
Brasil, país de contradicciones y de alianzas políticas llevadas al absurdo. A fines del año pasado, entre las paredes del edificio que proyectó Niemeyer, el gran poeta de las formas, el diputado Jair Bolsonaro le dijo a una colega parlamentaria que no la violaría “porque no se lo merece”. El legislador es miembro del Partido Progresista, otro aliado del PT en el poder. “Percibimos que el país no sólo está más conservador electoralmente –Dilma superó por escasa diferencia a Aécio Neves, que ganó votos de sectores geográficos y sociales que eran tradicionalmente del PT– sino también en otros asuntos como un mayor apoyo a la pena de muerte o a la reducción de la edad penal”, plantea Mauro Paulino.
Dilma, en el punto de mira
Cacerolas. Sartenes. La banda sonora de la oposición suena cada vez que la presidenta pronuncia un discurso por la televisión este año, con ciudadanos furiosos golpeando frenéticamente sus baterías de cocina. Al principio el estruendo salía sólo de los barrios ricos de ciudades como Río de Janeiro o la más conservadora Sao Paulo, pero el movimiento se ha ampliado y ahora el sonido de las ollas rabiosas se escucha desde otros rincones a lo largo y ancho de Brasil.
Detrás de los golpes se oyen gritos e insultos. Algunos mandan a Dilma a tomar por culo, otros la tratan de puta y ladrona. Más allá, la llaman “ineficiente y corrupta”.
La presidenta ha evitado aparecer en público, cedió la articulación política a su vicepresidente y la económica a su ministro de Hacienda. El Primero de Mayo, por ejemplo, el gobierno difundió por redes sociales un vídeo y resguardó a la mandataria de un nuevo round con las ollas aun cuando la fecha era emblemática.
El segundo gobierno de Rousseff no tuvo luna de miel, sino que pasó directo a la amargura y el tedio de una relación agotada. Asumió el mando en enero pasado sin el apoyo de los mercados, con la popularidad en baja, el escándalo de Petrobras en su punto álgido y la economía estancada.
Hace unos años Brasil se paseaba por los foros internacionales con la altiva etiqueta de potencia emergente. Parecía que se había echado el futuro al bolsillo. En los dos gobiernos de Lula el PIB creció un promedio de 4,1% y se pagó la deuda externa; aumentaron los salarios, se consolidaron y fortalecieron programas de transferencia de renta, millones de personas dejaron de ser pobres y se dispararon las tasas de consumo y de crédito.
Surgió la famosa nueva clase media, Lula fue reelegido en 2006 para su segundo mandato con altísimas tasas de popularidad. Para millones de brasileños, el obrero metalúrgico era sinónimo de progreso y bienestar.
Pero hoy el escenario es radicalmente distinto. La economía dejó de crecer, la inflación está al alza, las tasas de interés han vuelto a subir y el modelo basado en el consumo de las familias se agotó. Brasil cerró 2014 con déficit en sus cuentas fiscales y la dolorosa perspectiva de que el panorama sólo podría mejorar en 2017. Es el fin de un ciclo que tiene sus causas en la crisis de 2008, pero también en la pesadez del sistema productivo brasileño, en la burocracia, la injerencia del gobierno de Rousseff en la economía, la infraestructura deficiente, la falta de competitividad para lidiar en los mercados externos y un gasto público excesivo.
Con la economía debilitada, la batalla política adquiere otros tintes. “Tal vez el principal factor de esa ola conservadora sea el rechazo a un gobierno de izquierda como consecuencia de los casos de corrupción. Con la crisis económica las personas perciben que sus ganancias se estancan, que su ascensión social está amenazada y las noticias sobre corrupción los golpean. Eso genera una reacción contra ese gobierno de izquierda”, comenta Paulino.
“Y es una ola que va a crecer. Ese discurso moralista asociado a la clase media más tradicional –no la que surgió en la era Lula– comienza a extenderse a otros segmentos de la población”, plantea. Para los militantes petistas todo este panorama actual no pasa de una arremetida de la elite que perdió sus privilegios y, de paso, cuatro elecciones seguidas alineada detrás del opositor Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) de Neves y del expresidente Fernando Henrique Cardoso, el antecesor de Lula, que sembró las bases de la estabilidad monetaria.
Apenas se vistió por segunda vez la banda presidencial, Dilma envió al Congreso un proyecto de ajuste fiscal para poner orden en las cuentas del Estado, un paquete de medidas que reducen beneficios en ámbitos como la pensión por muerte o el desempleo, cuya negociación y aprobación en el Legislativo fue encomendada al ministro de Hacienda, el Chicago boy Joaquim Levy. Y ante esa acción del gobierno otra vez los sindicatos se manifestaron en contra, el PT se enfrentó a sus contradicciones y la oposición acusó a Dilma de hacer exactamente lo que en la campaña presidencial dijo que no haría.
Es la realpolitik que muestra toda su contundencia en un país donde se impuso la obligación de corregir el rumbo de la economía. En el mundo real, los ciudadanos parecen cada vez más cansados de los partidos políticos. La inflación se come parte de los salarios, los servicios públicos son deficientes y la violencia del crimen o de la policía es un problema verdadero en muchas ciudades brasileñas. El PT se ha replegado tácticamente buscando cómo sortear esta crisis para llegar con buen pie a las presidenciales de 2018, dejando en el camino un vacío que no está muy claro quién llenará. La oposición, liderada estos años por el PSDB, tampoco ha podido erigirse como la voz del desencanto y aglutinar a todos esos descontentos que prefieren no tener partido.
Con enorme capital político aún, Lula da Silva podría volver al ruedo en 2018 y rescatar a un partido que hoy está en crisis. La izquierda más radical no tiene capacidad de llegar al poder y se siente traicionada por el gobierno. ¿Conseguirá candidato el ‘Tea Party’ tropical? “La derecha, fuera del armario, puede ser muy atractiva”, dispara Rosana Pinheiro-Machado. Las cartas, en el Brasil de hoy, están barajándose.