Por Cambio16 | Ilustración: Sr. García
ran las cuatro y veinte de la madrugada del 20 de noviembre de 1975 cuando el corazón de Franco, que había resistido una dolorosa agonía de cinco semanas, se paraba de nuevo. Ese mismo día, casi a la misma hora y en una idéntica noche de otoño-invierno, el corazón de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española, dejaba de latir, 39 años antes, en la Casa-Prisión de Alicante.
Como todos los años, aquella madrugada, ante la cruz de madera que señala el lugar de la muerte del fundador de la Falange se oyó el toque del clarín. Eran las seis y cuarenta y cinco de la mañana cuando, después de depositar las cinco rosas simbólicas, el gobernador civil invocó cuatro veces a José Antonio y terminó con el grito de “Francisco Franco, presente”. Así arrancaba la crónica de la portada de Cambio16 del número especial que se dedicó al fallecimiento del dictador.
Ese funesto día desató la alegría en muchos hogares, sobre todo en los que sufrieron y padecieron no sólo la Guerra Civil sino también la larga noche de la dictadura. Causó, asimismo, dolor y tristeza en los que seguían apoyando al régimen y gran preocupación y esperanza sobre el devenir de todo un país.
No podemos obviar ni olvidar que el fin del franquismo, que llevaba varios años tambaleándose, se produjo prácticamente como comenzó: fusilando y reprimiendo a los disidentes.
De Francisco Franco se ha escrito y se han dicho muchas cosas, a veces contradictorias, como las expresadas por Winston Churchill, que al final de la II Guerra Mundial dijo en referencia al jefe del Estado: “Dentro de cien años se escribirá que unifico el país, al que ha devuelto su grandeza. Se comparará su destino al de Carlos V”. También se le atribuye al ex primer ministro británico la boutade de afirmar: “Entre Stalin y Franco, me quedo con el sol”. Resulta evidente; Churchill era Churchill… Sin embargo, más crítico y comprometido, el escritor Albert Camus no perdonó al dictador cuando señaló: “Por vez primera y ante un mundo dormido en su confort y en su miseria moral, Hitler, Mussolini y Franco demostraban a niños en qué consistía la técnica totalitaria. Las primeras armas de la guerra totalitaria han sido bañadas en la sangre española y somos muchos los que no nos lavamos las manos con esa sangre”.
En el editorial del número extra de Cambio16, el entonces director general de la revista, Juan Tomás de Salas, ante todas las incertidumbres que se cernían tras la muerte del dictador, concluía: “Hay que olvidar ahora rencores y recuerdos, hay que mirar hacia delante, hay que reinventar la moderación y la civilidad, hay que proclamar a los cuatro vientos que este país es viable, es capaz de autogobernarse y hasta de ser feliz. El luto de un mundo que termina encierra en sí mismo el fruto de un mundo que empieza”.
Estas sabias palabras de Juan Tomás de Salas mostraron el rumbo a seguir. Un camino lleno de obstáculos que, a pesar de las vicisitudes, se emprendió y permitió avanzar hacia una transición democrática que muchos pusieron después en duda.
Aparcar el rencor y los recuerdos no significa que tengamos que olvidar nuestra historia y nuestro pasado. La memoria es imprescindible porque no podemos obviar ni esconder que la cruenta Guerra Civil que asoló el país de 1936 a 1939 dio paso a una de las peores páginas de la historia de España en el siglo XX. La posguerra se caracterizó por un largo periodo de represión y sufrimiento. El poder absoluto conseguido por Franco le permitió establecer un régimen autoritario, represivo y autárquico. Todo país tiene vergüenzas que esconder, también nosotros las tenemos. No es cuestión de reabrir heridas, pero sí de que cicatricen definitivamente. No es admisible que todavía tengamos a miles de cadáveres en las cunetas y que no se haga el esfuerzo necesario para honrarles con una digna sepultura. Como tampoco es de recibo que un país que se dice democrático, y tras una guerra civil y un larga dictadura, se permita y se tolere que el caudillo repose en el Valle de los Caídos.
Hace poco, en un encuentro con el historiador Santos Juliá, le pregunté su opinión sobre el mausoleo, en el que además de miles de víctimas de la Guerra Civil, se encuentran enterrados José Antonio Primo de Rivera y Francisco Franco. Me contestó que era un tema delicado, que el monumento estaba muy deteriorado y que lo mejor era que se “cayera por su propio peso”.
Por su propio peso cayó también el régimen. Hubo una feroz resistencia por parte de los aparatos del Estado. No obstante, el camino hacia la democracia, aunque lento, avanzó con firmeza y consistencia. Nadie puede negar el papel relevante de Adolfo Suárez y del rey Juan Carlos, así como el de la oposición y los nuevos líderes emergentes, que recién salidos de las catacumbas, supieron anteponer el sentido de la responsabilidad al de sus propios intereses partidistas. El hambre de libertad y de democracia permitió conseguir la amnistía, que los exiliados volvieran y que la sociedad se pudiera organizar. La legalización de los partidos, inclusive la del Partido Comunista, abrió definitivamente la senda hacia las primeras elecciones democráticas, a pesar del peligro que suponían algunos golpistas, el recrudecimiento de los atentados de ETA y los grupos de la extrema derecha.
La victoria de los socialistas en 1982, con la llegada a la Moncloa de Felipe González, puso el punto final a la Transición. Una transición que, para quienes la vivieron, fue un cúmulo de acontecimientos vertiginosos y trepidantes. Un cambio radical que iba abrir la etapa democrática más larga jamás vivida en nuestro país. Con la llegada de la democracia se aprobó la nueva Constitución, los estatutos de autonomía y, de la misma manera, se firmaron una serie de pactos que permitieron apuntalar los cimientos de la joven democracia. La España del 82 ya no tenía nada que ver con la del 75.
CAMBIO16, UN SÍMBOLO DE LIBERTAD:
Todo esto fue posible porque reinaba un espíritu de consenso y de acuerdos. Porque líderes como Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Felipe González, y también los nacionalistas, se inclinaron por las razones de Estado más que por sus propios intereses. Todos dejaron pelos en la gatera para abordar y enfrentarse a la dura tarea de convertir España en una democracia homologable a cualquier país europeo. La sociedad demostró una gran madurez y un enorme civismo que logró aliviar las heridas del pasado y apostó por la convivencia y la reconciliación. Hoy España es el resultado de una evolución y una transformación inimaginable hace tres décadas. Este cambio no sólo se ha producido en las ciudades, sino también en la mayoría de los pueblos. El desarrollo de las autonomías ha cambiado las regiones, dotándolas de infraestructuras y servicios públicos que están en la vanguardia europea.
Ahora, es obvio, no es oro todo lo que reluce y tenemos muchos problemas por resolver. Hoy casi la mitad de los españoles ha nacido después de la muerte de Franco y sus expectativas poco tienen que ver con las de los años 60 u 80. Sin embargo, no es de recibo, aunque sea respetable, que algunos denosten o denigren la Transición acusando a sus promotores de “traidores” y de haber aceptado una humillante rendición. Son una minoría, pero esta argumentación va calando, sobre todo en los partidos emergentes y más radicales.
Todo es cuestionable y se puede reformar, pero debemos respetar las reglas de juego, inclusive para poder cambiarlas. Este cambio que se tiene que abordar necesita nuevos consensos y acuerdos amplios. Tenemos que amoldarnos a los nuevos tiempos y a los retos que nos esperan. El debate es más necesario que nunca, pero un debate de ideas y de propuestas que permitan sanear nuestras instituciones para convertirlas en más eficaces y más representativas. Urge abordar el tema autonómico, no sólo por el problema catalán, sino para que se posibilite el encaje más adecuado para todos.
Cuando se aprobó la Constitución de 1978 España no pertenecía a la Unión Europea. Ya nadie pone en duda que la Constitución española ha envejecido y que necesita un lifting. En esta reforma coinciden todos los partidos y los expertos en Derecho Constitucional, no obstante hay como un temor a enfrentarnos a nuestros fantasmas del pasado. Se habla de reforma y de revisar la Carta Magna, pero no se concreta y no se especifica claramente por qué y para qué. Países de nuestro entorno como Francia, Italia o Alemania han hecho proporcionalmente más reformas que España. Nuestra Constitución está a punto de cumplir 37 años y sólo se ha modificado en dos ocasiones, la primera referida al sufragio de los extranjeros con relación al Tratado de Maastricht y, la segunda, la reforma exprés del artículo 135 pactada entre Zapatero y Rajoy, sobre el déficit y el concepto de la estabilidad presupuestaria.
Cuatro décadas después de su aprobación no existe riesgo de involución ni la posibilidad de volver a las tinieblas del pasado. En un país en plena mutación política, donde el bipartidismo tiende a desaparecer, toca abordar sin complejos las reformas que necesita. Es la hora del debate, de las propuestas y del consenso. No va a ser tarea fácil porque no hay concreción: unos hablan de reforma del sistema electoral, de federalismo, de reforma del Senado para que se convierta, por fin, en una autentica cámara de representación autonómica, mientras que otros van más lejos y piden más autonomía o que se elimine la institución monárquica.
Alcanzar un acuerdo como el del 78 no va a ser un trabajo fácil. La fragmentación política actual es claramente un plus democrático, pero puede dificultar cualquier acuerdo. Es preciso volver al espíritu del consenso, del interés general frente al particular. Que las reformas que han de llegar se plasmen con visión política de futuro y que los líderes, como entonces, estén a la altura de las circunstancias.
En todo caso tendremos que esperar a que se constituya la nueva representación parlamentaria para poder calibrar y apreciar si existe una voluntad política de modificar o reformar la Constitución. El complicado equilibrio de las nuevas mayorías puede obstaculizar el proceso. De todas maneras, el futuro marcará las pautas del cambio que se visualiza en esta segunda transición. Porque somos como somos. Así lo refleja el periodista Carlos Santos, que trabajó muchos años en el Grupo 16 y que acaba de publicar un excelente libro titulado 333 historias de la Transición. “Ya hemos dicho –relata Santos–, ya hemos visto que no tenemos lo que merecemos: tenemos lo que somos. Somos nosotros quienes protagonizamos la historia, quienes derribamos castillos y levantamos puentes hacia el futuro… Si no hemos sido capaces de andar más deprisa no será por quienes pusieron las primeras piedras del camino edificando un Estado de derecho donde había una dictadura emanada de un golpe de Estado, una guerra civil y una victoria militar”.