Desde la psicología se define el bienestar como el desarrollo de las capacidades y el crecimiento personal, donde el individuo muestra indicadores de funcionamiento positivo (Díaz et al., 2006). En la misma línea, Huppert (2009) define el bienestar como la combinación de funcionar bien y sentirse bien al respecto. Podríamos mostrar más definiciones, pero en general todas van en la misma dirección, compartiendo un parámetro clave que es la necesidad de tener un buen funcionamiento para poder alcanzar el bienestar.
Hasta la década de los noventa, la psicología había centrado su interés de investigación de manera casi exclusiva en aquellos factores que funcionaban de un modo disfuncional, en las personas que sufrían algún tipo de síndrome o psicopatología. Sin embargo, en esa década comenzaron a desarrollarse estudios en un sentido inverso y la psicología empezó a querer saber qué era lo que funcionaba bien en aquellas personas que experimentaban mayor grado de desempeño o bienestar personal, sembrando las primeras semillas de la psicología positiva.
Dentro de la amplitud de esta rama de estudio, uno de los ámbitos investigados es el del bienestar humano, lo cual nos permite determinar a través de la evidencia científica cuáles son los ámbitos a cultivar para desarrollarlo. Esto –lo que nos dice la ciencia– es lo que marca la eficacia del camino que elegimos con el objetivo final de alcanzar el bienestar, referido siempre a un bienestar genuino, profundo y no dependiente de apegos o adicciones conductuales.
El ingeniero y empresario Charles Kettering decía que estaba interesado en el futuro porque pensaba pasar allí el resto de su vida. El futuro es inexistente, una opción que permanece velada hasta que se hace presente y, sin embargo, ocupa un tiempo importante en el día a día del ser humano.
Una bifurcación básica ante la que nos encontramos al elegir camino es diferenciar nuestras conductas en dos grupos: aquellas orientadas a evitar el malestar y conductas que buscan construir unos cimientos sólidos de bienestar real. En cualquier ámbito de la vida evitar siempre es más fácil que construir: si podemos, evitamos hablar de aquello que es desagradable, evitamos a personas que no nos gustan o situaciones comprometidas.
Siendo las conductas de evitación ocasionalmente necesarias, el abuso de ellas alarga los conflictos y cronifica los problemas, generando a la larga situaciones peores que las iniciales. Cuando hablamos del bienestar, las conductas de evitación son aquellas que tratan de eludir el malestar. Como si distraernos, olvidar o sentir placer fácil con el objetivo rehuir sentirnos mal fueran un cimiento sólido de bienestar. ¡No! Más redes sociales, más consumo de placer hedónico, más acumulación material o más horas de televisión no van a llevarnos al bienestar. Los bienes de consumo, de los que tanto abusamos en este tiempo, no se traducen en un aumento del bienestar y, por lo tanto, suponen tomar una vía errónea e ineficaz en la búsqueda del bienestar real. Todo esto alivia, pero no construye.
La otra dirección nos lleva a la construcción, a cultivar los diferentes ámbitos personales que sí se traducen en una mejora del bienestar (Deci y Ryan, 2000; Ryff, 1989; Baumesteir, 1990). Necesitamos desarrollar relaciones personales que sean positivas, eligiendo compartir trocitos de vida con aquellas personas que nos importan y para quienes percibimos que somos importantes.
«Los bienes de consumo, de los que tanto abusamos en este tiempo, no se traducen en un aumento del bienestar y, por lo tanto, suponen tomar una vía errónea e ineficaz en la búsqueda del bienestar real»
Necesitamos cultivar autonomía y sentirnos electores de nuestro propio destino. Necesitamos desarrollar nuestra propia competencia en diferentes esferas de la vida. Necesitamos tener un propósito de vida que marque una dirección personal y ser congruentes con nuestras acciones al respecto. Necesitamos sentir que crecemos, que desarrollamos nuestro potencial, que aprendemos cosas nuevas y que actualizamos nuestros retos en cada fase de la vida.
Todo esto construye bienestar de manera sólida y, evidentemente, requiere esfuerzo. Y, por encima de todo, necesitamos equilibrio. Más que sacar un diez en uno o dos de los ámbitos nombrados y suspender en el resto, nuestro bienestar depende más de al menos un aprobado en cada una de las áreas esenciales.
Es paradójico que una sociedad que se cataloga como científica use la ciencia a medias, incluso la evite cuando no le interesa, practicando la más grande de las ignorancias activas: no darme cuenta de aquello que no me interesa. Parece ser que nuestro cerebro está diseñado para no atender u olvidar selectivamente aquellas cosas que son fuente de malestar (Avia y Vázquez, 1998). Sin embargo, el autoengaño aquí no nos sirve, ya que elegir el camino erróneo, queramos o no queramos, nunca nos llevará al lugar deseado, haciéndonos más y más dependientes de los fugaces bienes de consumo que nunca nos traerán el bienestar genuino.
¿PARA QUÉ CULTIVAR BIENESTAR?
Según la Organización Mundial de la Salud, en un mundo donde la depresión es la principal causa de discapacidad, en una sociedad con claros signos de agotamiento de modelo y en una especie humana que da pasos de gigante hacia la autodestrucción, quizá el bienestar encierra una clave importante.
¿Por qué? Porque, aunque sea un deseo personal, lo interesante del bienestar es que va más allá de la experiencia individual, procurando un beneficio al grupo. Los estados de ánimo positivos, como los derivados del bienestar, cumplen una importante función adaptativa positiva para la sociedad. La ciencia demuestra que son más de veinte los efectos conductuales efectivos derivados de los estados afectivos positivos (Vázquez y Hervás, 2014).
«Necesitamos sentir que crecemos, que desarrollamos nuestro potencial, que aprendemos cosas nuevas y que actualizamos nuestros retos en cada fase de la vida»
Entre todos ellos, encontramos varios de un alto valor para la sociedad: el bienestar personal favorece la simpatía, genera pensamientos más flexibles y creativos, fomenta la búsqueda de información, genera más repertorios de conducta, permite el cambio constructivo (no defensivo), genera un juicio más empático hacia uno mismo y los demás, impulsa las relaciones interpersonales y origina más conductas altruistas.
¿Y si uno de los problemas de nuestro tiempo fuera la ausencia de un bienestar genuino, profundo y duradero? ¿Y si invertir en ese bienestar inteligente fuera el primer paso para lograr una sociedad más empática, altruista, flexible y saludable?
Después de todo, cultivar el bienestar genuino, el bienestar profundo es muy probable que repercuta en un mejor aporte personal a la sociedad justo cuando más lo necesita. Pareciera que después de todo el cambio social comienza en uno mismo, en una misma, cultivando un genuino bienestar: el bienestar inteligente.