Isaías Berlin consideraba que el romanticismo supuso el cambio de mayor envergadura ocurrido en la conciencia de Occidente a lo largo de los siglos XIX y XX. De ahí su enorme importancia.
“Todos los otros movimientos que tuvieron lugar durante el periodo parecen en comparación, menos importantes y están, de todas maneras, profundamente influenciados por éste”.
Al convulsivo mundo de hoy le hace falta un poco de romanticismo moderado. Pero no tanto, diría el propio Isaías, porque de su herencia al fascismo, el autoritarismo, la globalización agazapada y charlatana hay un paso.
Un nuevo paradigma
Para Isaías Berlin, los románticos pusieron en marcha una revolución sin precedentes.
“Destruyeron las nociones tradicionales de verdad objetiva y de validez ética y causaron efectos incalculables en todos los aspectos de la vida […] El mundo no ha sido lo mismo desde entonces, nuestra política y nuestra moral se han visto profundamente transformadas por ellos. Sin duda, éste ha sido el cambio más radical y dramático, por no decir el más pavoroso, en la perspectiva del hombre de los tiempos modernos”.
Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, pasamos del hombre primitivo, maledicente, envidioso, codicioso e irracional –que debe ser domesticado y guiado por un ser supremo, divino, autárquico, príncipe o leviatán–, al hombre bueno, sano, voluntarioso, armonioso, inteligente [Rousseau], capaz de convivir, respetar y delegar su existencia y convivencia.
Fuimos del utilitarismo al positivismo, de la razón al corazón; del hombre pensando al hombre siendo, estando… del deber ser al derecho de nacer libre y ser feliz. Pero, atención, esa felicidad inmensamente existencialista, también condujo a los profetas del desastre y la seducción. Porque grandes charlatanes y tiranos fueron inspirados por románticos bajo el abrigo del nacionalismo, la cultura, la pasión y la raza. Un cambio de paradigma, que debemos examinar cuidadosamente.
Los sempiternos globalizadores
Platón o la ética nicomaquea de Aristóteles, han sido considerados los predecesores del romanticismo. Pero realmente no lo son, porque sólo admiten la razón, la moral, como fundamento de la verdad y la existencia. “Pienso luego existo”.
La moral que antecede las circunstancias y desde la cual, se valida el poder. Pero un día –casi un par de milenios más tarde– comenzaron a derrumbarse las rigideces del pensamiento racional, la previsibilidad de las élites eruditas; la felicidad que dependía de un decreto. Era el asalto del romanticismo.
Monarquías y tiranías estallaron en revoluciones hacedoras de repúblicas. Desde la francesa hasta la luterana. Desde las guerras de independencia hasta las separatistas de hoy. Y desde el internet de las cosas hasta la globalización. Es la historia, no del pensamiento, no de la razón, sino de la conciencia, de la neo culturización, del fervor igualitario, de la opinión en acción.
La historia de la moral, la política y la belleza-que es en gran medida la historia de modelos dominantes-antes la hicieron los romanos, los espartanos, los guerreros, luego los príncipes y señores feudales. Después los ilustrados, los revolucionarios y más reciente, los liberales y demócratas, hasta llegar a los posts verdad, los globales, los hegemónicos. Son los “nuevos románticos” los “nuevo ricos liberales”. Muy peligrosos por ser habilidosos con la palabra; con la universalización de la paz, la igualdad y el amor a través de cuyos memes, desean monopolizar/atrapar, la generosidad y la felicidad.
¿Sabe tanto el amor?
El periodo posplatónico es comprender que la vida, la política, el poder, no llegan a ser perfectos, permanentes, válidos o duraderos por ceñirse a una narrativa, un imperativo moral a la dialéctica. La vida también es pasión, es dolor. Es un himno de alegría, un poema o una flor.
La vida es felicidad o es tempestad, es ambición o es perdón. Es Shakespeare, Víctor Hugo o Espinosa; Dumas o Poe, “aliviando” el rigor de Sócrates, Horacio o Platón […]
Es el relevo de Helvétius y su ser supremo, de Montesquieu y su trato desigual a las cosas desiguales, de Kant y su imperativo moral, de Marx y su lucha de clases o Taine y su determinismo estético. Son los posglosadores de salmos y pasajes bíblicos judeocristianos, se redimen el utilitarismo de Constant y permutan la libertad de los antiguos por la libertad de los modernos, que es el derecho fundamental de la vida y la libertad.
Esa es la génesis del romanticismo. El que antepone las relaciones fundamentales por las que se explican la vida y la naturaleza. El amor de los hijos por el padre, la hermandad entre los hombres, el perdón, los mandatos de un superior dirigidos a un inferior, el sentido del deber, la transgresión, el pecado y su consecuente necesidad de expiación.
Todo un complejo de cualidades, por el que se explicaría la totalidad del universo. Al movimiento romántico lo alimentan las emociones empeñadas en el amor. ¿Pero tanto amor, es bueno, es real? ¿No empalaga o acaso, arrebata? ¿Sabe tanto el amor?
Un romanticismo peligroso
No resulta del todo claro por qué la transgresión al pecado, el amor o la igualdad generen revoluciones sangrientas teñidas de abusos y absolutez. Dirá Talleyrand, “no conocieron el verdadero plaisir de vivre”. Resentimiento […] Otros dicen que se trató [la ilustración] de una edad artificial e hipócrita. Que la revolución introdujo un ámbito de mayor de justicia, humanidad, libertad; de mayor comprensión del hombre por el hombre a un costo muy elevado: el imperio del hombre-masa sobre el hombre-ciudadano, donde ni existe el hombre-masa ni el hombre masificable.
La Revolución Francesa, los que danzaron sobre las ruinas de la Bastilla y decapitaron a Luis XVI, los que se vieron afectados por ese impetuoso culto al talento, por esa precipitada invasión de emocionalismo o por un repentino desorden y turbulencia, sigue escribiendo las notas de la historia de Occidente. Pero no podemos utilizar el romanticismo de Goethe en Weimar o la poesía fabulista de Tieck, para escribir hoy una dramaturgia hipócrita de igualdad de género, justicia social, poder popular, democracia participativa o estado secular, barriendo la naturaleza humana, sus valores, sus más prístinos derechos y sus constituciones.
Y concluye Berlin:
“El fascismo también fue heredero del romanticismo […] La razón por la que el fascismo le debe algo al romanticismo se funda en la noción de la voluntad imprevisible tanto del hombre como de un grupo que avanza a grandes pasos, de un modo que no puede sistematizarse, predecirse ni racionalizarse”.
Es la irracionalidad del impostor, del tartufo de Moliere, que hipnotiza y embruja por su carisma.
Lo central del fascismo “es lo que dirá el líder mañana, hacia dónde nos llevará el espíritu, adónde iremos, qué haremos”. Un discurso apasionado, de [mi] lucha, convertido en histérica autoafirmación, fascinación y destrucción nihilista de las instituciones existentes. El hombre superior –subraya Berlin– “que aniquila al inferior debido a que su voluntad es más poderosa”. Y éstos son los bienes directamente heredados—si bien de una forma extremadamente distorsionada y mutilada—alerta Isaías, del movimiento romántico.
Huelga decir, cuidémonos de esos apasionamientos revolucionarios, globalizantes, igualitarios, «generosos», porque ocultan pretensiones totalizantes, gendarmes, dominantes, egoístas. Hay amores que matan”.