Por Ricardo Ginés
Cuando no había todavía teléfonos móviles y ordenadores para espiarnos las 24 horas del día, en un país extinto de la superficie de Bulgaria o Cuba (unos 110 km2) y poblado por unos 17 millones de habitantes, llegó a haber la friolera de 170.000 “informantes” –¡y además voluntarios!– que ejercían de espías de sus vecinos. Aparte, eso sí, de 92.000 funcionarios que lo hacían de forma profesional y que en su afán de protocolar todo tipo de supuestas amenazas amasaron ingentes 60 kilómetros de estanterías repletas de documentos
La presión desde las altas instancias llegó a ser tal que escapar desnudo a un idilio natural se antojaba como el último refugio y en el habla popular se acuñó la expresión convertida en irónico chiste del «no tener nada que ocultar» para explicar el éxito del fenómeno FKK (Freikörperkultur, cultura del cuerpo libre o nudismo) en las playas de aquellos tiempos.
Así como se dio forma a una expresión para resumir todo un país y el estado de sus estantes que bostezaban en las tiendas; «ham wa nich» o el «no (lo) tenemos» tan acostumbrado como respuesta coloquial del comerciante al inquirimiento del cliente. El país se autodenominaba socialista en pos del soñado comunismo y es cierto que, al menos, el desprecio por los beneficios llegaba a tal extremo que el insertar dinero para comprar un ticket de metro estaba desunido del hacerse con uno por lo que los controles, de darse, lo tenían difícil para demostrar las infraccciones.
Y el mismo territorio acordonado como «Estado de los Trabajadores y los Campesinos» se mantenía aislado de Occidente por un muro de 160 kilómetros de longitud –al que la propaganda estatal había convenido en llamar sin ánimo de burla u ofensa «muralla de defensa antifascista»– y, sin embargo, fue determinante en su derribo la televisión del régimen enemigo al otro lado del muro y en especial los falsos sueños de su publicidad.
Se trata del mismo país en el que una canción de las comunistas Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española era la más popular en los cuarteles del ejército propio (la NVA, la Nationale Volksarmee, el Ejército Nacional del Pueblo) y donde un veterano del mismo bando y en la misma contienda, Erich Mielke, llevó las riendas durante más de tres decenios (1957-1989) de una apabullante maquinaria de espionaje llamada Stasi, especializada en infundir miedo en aras –supuestamente– de estabilizar el país. Hablamos de la extinta República Democrática Alemana, conocida como «DDR» (Deutsche Demokratische Republik) 30 años después de la apertura del Muro el 9 de noviembre de 1989.
Al contrario: aún a la gente le gusta disfrutar de lo que floreció en el pasado protocomunista y ese sentimiento ha llegado para quedarse. Y lo hace gracias a una nostalgia similar a la «saudade» de Lisboa o «hüzün» turca, pero más estrictamente política, ya que se refiere a que hubo un tiempo en Europa Central en el que todo el sistema (escuelas, bancos y el sistema de salud incluido) estaba en manos del Estado. Se llama «Ostalgie», una mezcla de las palabras alemanas Ost (este) y Nostalgie.
Así que para los «ostálgicos» y sus (y no solo) necesidades especiales, podemos encontrar las tiendas de diseño DDR en Berlín Oriental, DDR-tours y rastros, fiestas DDR, bares y cafés con temática de Alemania Oriental. Hasta un restaurante llamado Volkskammer (Cámara del Pueblo, el nombre oficial del Parlamento de la DDR) sirve el entonces célebre dulce como postre Kalter Hund (perro frío). Y para los «ostálgicos» incluso un hostal DDR con una Stalin-suite (!) entre sus posibilidades de hospedaje…
Cuando vieron que empezaba a temblar, su república, muchos ciudadanos de la DDR ansiaban la reunificación. Y no solamente por mero patriotismo. El cálculo era sencillo pero no funcionó. Los DDR-Bürger (ciudadanos), espoleados por lo que veían en las pantallas clandestinas, en especial por sus paraísos publicitarios, querían todas las ventajas tanto del Este como del Oeste juntas.
Y se las prometieron muy felices hasta que su barca de los sueños se incrustó en los arrecifes de la realidad, parafraseando a uno de los poetas soviéticos más leídos en la DDR, Mayakovski, quien por cierto daba nombre a un barrio de los gerifaltes.
Como resumía un pasquín de la iniciativa opositora Neues Forum: «Aquel que ahora sueña: hoy reunificación, mañana Mercedes y pasado Mallorca, despertará pronto. La vida es distinta».
Durante la Guerra Fría, el 10% de la población de Berlín Oriental se convirtió en ‘informante’
Y bien que lo era: muy pronto, los despertados tuvieron que asumir, primero de todo, que aquello de que las necesidades básicas – empezando por el alquiler, la electricidad, el gas, algunos productos alimenticios de base etc.– fueran abrumadoramente baratas tocaba a su fin.
Y, empero, a pesar de todos los despropósitos que la DDR supuso, la Ostalgie sigue en boga y seguramente no lo ha estado más en 30 años. Por tanto, quizás sea pertinente preguntarse ahora respecto a ella: ¿qué es lo que permanece como legado de su historia?
Y más aún, ¿qué podemos aprender, es que hubo incluso cosas que se hicieron mejor que en la parte occidental?
Aquí, dos propuestas: ecología y fraternidad.
Ecológicos por necesidad
«Se trata de la compensación de una pérdida, del reencuentro con la Heimat (hogar y patria al mismo tiempo). Cuanto mayor es la gente, más recuerda el pasado». Melanie Thamm, la dueña de la tienda, explica así el porqué del éxito de su local de nombre Dederon, en el oeste de la capital alemana.
En las estanterías productos de un país extinto: hueveras, cazuelas, lámparas, vasos vintage, marcos de cuadros etc. Y las bolsas Dederon, que dan nombre al local.
Curiosamente, ahora que la lucha contra la crisis climática copa los titulares a nivel mundial, hay varias características que hacen a estos productos no solamente especiales, sino ejemplares.
Y no es que la conciencia ecológica fuera muy del más allá en la DDR –más bien al contrario, como se demostró con el documental-denuncia Bitteres aus Bitterfeld (1988)–, pero por ejemplo bolsas de plástico no había. Y a causa de la carestía los productos no solamente debían ser sostenibles, sino prácticamente irrompibles.
De ahí que una de las ofertas estrella de la historiadora del arte Thamm sea una bolsa Dederon: realizada con un nailon especial, de forma sintética y eterna en su uso reutilizable.
Y es que la durabilidad no es algo esporádico: numerosas pilas de las calculadoras colegialas de la DDR, por ejemplo, siguen funcionando 30 años después de la implosión del régimen. Se buscaba la manufacturación de larga duración.
Y además, «se fomentaba un espíritu de la inventiva frente a una economía del raciocinio», añade Thamm.
De hecho, las bolsas Dederon son productos reciclados de batas sin manga típicas (DDR-Kittelschürze). Así con muchas invenciones incluso en la moda. Y si el juego del Monopoly estaba prohibido por su malvada «esencia capitalista», uno se las ingeniaba para fabricarlo en casa con sus propios materiales. La capacidad de inventiva, agudizada por la necesidad.
En tiempos en los cuales la ecología abruma conciencias y el partido de los Verdes en Alemania ha llegado, casi 40 años después de su fundación, a ser el partido con mejor proyección de voto, quizás muchos productos ecológicos del futuro ya estén diseñados allá donde esta organización política precisamente apenas tiene enraizamiento: en el Este.
La fraternidad perdida en la revolución que no fue francesa
«La gente viene aquí con muchas emociones y aquí nos contamos sin final historias». El ya veterano Frank Arndt llegó a ser uno de los ingenieros y jefes de proyecto que levantó con todo el orgullo posible la joya de la corona en el este de Berlín: el Palast der Republik, el flamante Palacio de la República.
Se sintió tan ligado a él incluso antes de su apertura en 1976 que cuando se subastó su vajilla, ya desmantelado, pensó en adquirirla y abrir un café con el mismo nombre: «Palast der Republik Kaffee». Ahora, muchos años después, Frank, que habla un Berlinerisch tocado de la célebre Berliner Schnauze (que tan bien encarnan los añorados héroes del cómic Didi und Stulle), sigue teniendo apego a un país que acabó en la deriva existencial.
«Aquel que ahora sueña: Hoy reunificación, mañana Mercedes y pasado Mallorca, despertará pronto»
Bien se podría describir a Frank como arqueólogo puesto que su atiborrado local –»Der Vorwende-Laden», a pocos pasos de la Avenida Frankfurter Allee, ex Stalinallee; un verdadero museo al aire libre del «socialismo real-existente», como se llamaba entonces, está repleto hasta el techo de objetos relacionados con la DDR. Apenas hay sitio.
Y en los cuartos colaterales todavía hay más trastos archivados. Frank está especialmente orgulloso de su enorme biblioteca de libros de la DDR, un país que se entendía sin parangón como «Lesegesellschaft»-sociedad de lectura. Con tantas limitaciones para poder viajar, se leía mucho para, si no con pasaporte, al menos viajar en la cabeza.
«(Vienen aquí y) cuentan su desarrollo personal, que en realidad les iba bastante bien en la DDR. Exceptuando determinadas cosas que no se podían adquirir. Pero no se trataba de preocupaciones importantes. Todos tenían su trabajo, (el ciudadano) tenía sus ingresos, podía vivir de ello, tenía su vivienda, nunca nadie tuvo en la DDR preocupaciones existenciales», prosigue Frank.
Ahora, en cambio, ve cómo jubilados con una pensión mínima se las ven y se las desean para poder comprar artículos a un precio irrisorio –7 u 8 euros– para muchos pero necesariamente dividido a plazos para ellos.
Se les prometió «Blühende Landschaften» (paísajes florecientes) en el Este y al final la mayoría acabó como «Wendeverlierer» (perdedores del cambio), por rescatar dos expresiones que hicieron furor en aquella época post-1989.
«Ha cambiado. La gente tiene ahora problemas reales. Que si pierden la vivienda, que si no tienen suficiente dinero para vivir. Que si sus hijos no tienen acceso a una profesión, a un puesto de aprendiz. (…) Gente que se ha caído en agujeros (económicos). Aquí (en esta tienda) nadie se tiene que avergonzar si no tiene dinero”, enfatiza.
En la misma línea, lo que echa en falta es aquella camaradería tan fraternal y propia del Este. “Todos se conocían y se ayudaban, eso estaba sobreentendido. Ya fuera en el jardín, en la vivienda o donde tuviera que haber cosas por hacer, la gente siempre estaba dispuesta a ayudar al otro”, explica.
No solo es que todos los ciudadanos del Este tuvieran ya trabajo sino que el pleno empleo convertía al mismo trabajador en un valor preciado debido a su escasez. Y además el mismo puesto de trabajo era el centro de la sociabilidad. Según Frank, «todo el mundo explicaba al otro lo que sabía hacer. Transmitían su experiencia». Y a su juicio, el cambio, después de la «Wende» –un concepto problemático puesto que ideologizado, ahora se prefiere el de la «revolución pacífica»– ya nadie quería transmitir lo que sabía.
Y sin embargo, la Ostalgie crece. Como dice Frank: «Todas esas cosas positivas, de repente, ya no estaban. Y la gente se ha dado cuenta poco a poco. Por ello, cuanto más tiempo pasa, tanto más ve la gente con mejores ojos el pasado».
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