En la noche del 9 de noviembre de 1989, un muro, ‘Die Mauer’, como los alemanes lo llaman, caía. Era el muro que separaba Berlín occidental del oriental, que dividía a Alemania en la República Federal (RFA) y en la República Democrática (RDA), a Europa en dos partes y al mundo en dos bloques. Esa noche, los soldados de la RDA, ante la masiva llegada de gente a los pasos fronterizos y sin recibir instrucciones, para actuar en consecuencia, de un régimen sobrepasado por la fuerza de los acontecimientos, abrían las barreras que separaban a la ciudad. 28 años después de la construcción de la frontera más vergonzante de Europa, en una explosión de júbilo, miles de berlineses del Este marchaban «al otro lado».
En febrero de 1979 visité durante varios días Berlín, en el marco de un programa de estudios de la Comisión Europea. Debo confesar que dicha estancia me produjo la percepción del antes y el después que origina la visualización, en directo, de una realidad. El hecho de la partición berlinesa sólo lo conocía, hasta entonces, por los libros y, particularmente, por las conversaciones con mi padre. Recuerdo de aquellas, fundamentalmente, dos cosas: «el muro es la negación del comunismo», decía mi padre, ya que nadie se quiere ir de donde se encuentra a gusto y, por otro lado, su total desconfianza hacia los países que se autoproclamaban «democráticos». En ese sentido, la República Democrática de Alemania, si, desde luego, no era algo, era, precisamente, una democracia.
Mientras experimentaba las sensaciones que me producía ver enfrentados, por vez primera en mi vida, dos sistemas políticos, económicos y sociales tan antagónicos, haciendo fotos por doquier, incluso, en un momento de descuido, a los vopos, temidos centinelas de la Alemania comunista, no imaginaba, ni por asomo, que algo más de diez años después, esa separación brutal de una ciudad y de un país, dejaría de existir.
Pero es que tampoco lo vislumbraba 48 horas antes de que ocurriera. Recuerdo que el 7 de noviembre de 1989, despidiendo en la acera del Berlaymont, en Bruselas, a un familiar que salía hacia Berlín, le dije: «No dejes de fotografiarte delante del Muro y de visitar la parte Este, ya que, igual dentro de diez años, no existe esa frontera».
Mi capacidad de predecir el futuro, lo confieso, era entonces manifiestamente mejorable, aunque también, y sin que sirva de justificación, sobrevaloré el monolitismo del régimen comunista de la Alemania del Este frente al poder de la calle. Desde Atenas, en donde me encontraba, hablé con él el 10 de noviembre para recibir sus impresiones. No había dormido en toda la noche e, incluso, se había emocionado viendo llorar a los alemanes con los que había compartido abrazos y felicitaciones.
«El Muro es la negación del comunismo», decía mi padre, porque nadie se quiere ir de donde se encuentra a gusto
He vuelto a Berlín, una de mis ciudades europeas favoritas, en múltiples ocasiones. Participé en un debate sobre integración europea y relaciones con los países de la Europa central y oriental, al poco tiempo de desaparecer el Muro y disfruté, tanto comprando trozos recordatorios de esa aberración para llevárselos a mi padre, como recorriendo esa inmensa urbe, con un espacio ocho veces mayor que París, respirando la libertad que da la democracia.
Geopolítica
Mi última visita berlinesa ha sido este mismo año, con uno de mis hijos. Quedó impresionado por la PostdamerPlatz, el mayor proyecto urbanístico europeo de los años 90; por la visita al memorial del Holocausto que, además, recorrimos al anochecer con una luz crepuscular que hizo todavía más sobrecogedor, si cabe, el caminar entre sus estrechos pasillos con asimétricos bloques de piedra oscura; por la majestuosidad de la puerta de Brandenburgo; por la magnífica representación en la ‘Staatsoper’ del Barbero de Sevilla. Ahora, lo que más nos sobrecogió fue recorrer, en las afueras de Berlín, en Oraniemburg, el campo de exterminio de Sachsenhausen, primero usado por los nazis y, luego, por los rusos.
Berlín. ¡Qué gran ciudad! Destila una historia que nos hace comprender mejor de dónde venimos en Europa e interpretar hacia dónde debemos ir en el futuro. Un futuro construido, día a día, desde el presente, en el que nunca más haya resurgimiento de un nacionalismo destructor y extremista. Un futuro basado en los valores que promueve y defiende el proyecto de integración de Europa, con el fin de hacer realidad un espacio de libertad y estabilidad en un continente devastado por guerras entre europeos.
Han transcurrido cien años desde el inicio de la Primera Guerra Mundial, 70 desde el desembarco de Normandía, 65 de la Declaración Schuman, 57 desde la entrada en vigor del Tratado de Roma que creó la Comunidad Económica Europea y 25 años de la desaparición del Muro de Berlín. En este tiempo, relativamente corto si lo contemplamos desde la perspectiva profunda de la Historia de las civilizaciones, las transformaciones que ha experimentado Europa tienen un gran calado.
La caída del Muro, precedida por las políticas de Perestroika (reorganización) y Glasnost (apertura) de Gorbachov en la Unión Soviética, las luchas de Solidarnosc en Polonia y todas las movilizaciones sociales que se produjeron en el Este durante ese período, supuso la reunificación de Alemania. Ese contexto social y político en la Europa oriental, desencadenó el derrumbamiento de la cortina de hierro y del bloque comunista, dando término a la Guerra Fría y a la desaparición del Pacto de Varsovia. Con la caída del Muro, la competencia ideológica y económica entre Este y Oeste se decidó a favor de Occidente.
Berlín destila una Historia que nos hace comprender hacia dónde debemos ir
La situación geopolítica de Europa cambió radicalmente, favoreciendo la globalización de los mercados y las políticas que se urdían para la creación de un nuevo orden mundial. Comenzó el intercambio cultural y económico entre los nuevos estados y favoreció la integración de nuevos miembros de la Unión Europea, que actualmente cuenta con 28 miembros.
El desmoronamiento del bloque comunista produjo un cuestionamiento en toda la izquierda internacional, dando paso a un nueva visión del socialismo y de los mecanismos para alcanzar la justicia social. Nunca más las cosas se vieron de la misma forma. El canciller federal Helmut Kohl, una vez conseguido el gran sueño de unificar a los alemanes en una sola nación, dijo: «Delante de nosotros estaba y está todavía hoy la materialización de la unificación de Europa». Ese es el gran proyecto por el que debemos trabajar sin descanso.