Por Gonzalo Toca
15/01/2017
Nuestra civilización está colonizando el mundo físico para convertirlo en uno digital. Por eso, la realidad que percibimos y tocamos parece cada vez menos sólida y estable… y nuestras relaciones, y nosotros mismos, nos disolvemos, lentamente, en nuestros perfiles digitales, que renuncian a su privacidad para consumir y disfrutar sin descanso, en flujos de datos, en criaturas del ciberespacio de relaciones inestables, volubles y líquidas.
Son los tiempos de la efervescencia continua de las redes sociales, de la amistad según Facebook y de la transición hacia lo que los expertos denominan ‘internet de las cosas’ o, en momentos de euforia, ‘internet de todo’. Cisco prevé que en 2020 lleguemos al punto de inflexión de 50.000 millones de dispositivos conectados a la red que emitan información 24 horas al día. Las máquinas no saben lo que es la noche.
La sangre que corre por las venas cibernéticas de este nuevo sistema son los datos, el corazón que la bombea una y otra vez son los sensores adosados a cualquier cosa (una chaqueta, un automóvil…) y el hígado que depura, sintetiza y almacena los nutrientes de esa sangre de bits es una pesadísima infraestructura de servidores ultrarrápidos, inmensas bases de datos e inteligencia artificial llamada –sin ironía aparente– ‘la nube’.
La información que generan esa nube y esos sensores altera el sentido del tiempo para las personas y las empresas. Marco Laucelli, CEO de la firma de consultoría de big data e internet de las cosas Novelti, recuerda que hasta la fecha “hemos recopilado muchísimos datos del pasado para intentar predecir el futuro pero, en pocos años, vamos a disponer de información en tiempo real para tomar decisiones aquí y ahora”.
Qué hacemos en cada momento
En estos momentos, todas las grandes multinacionales y administraciones públicas de países desarrollados tratan de adivinar qué harán los consumidores, clientes y ciudadanos a partir de lo que han hecho hasta ahora. A medio plazo, sabrán exactamente lo que hacen en cada momento. Viviremos sumergidos en un presente continuo en el que el futuro y el pasado solo serán sombras.
Esto tiene implicaciones muy diversas. La sociedad acepta navegar en un mundo saturado de estímulos, impactos y propuestas de consumo cada vez más abundantes a cambio de disfrutar de servicios a medida o más baratos. Las mayores cadenas de tiendas y grandes almacenes del mundo ya están experimentando con la geolocalización para estudiar los recorridos de sus clientes por las estanterías y sorprenderles con ofertas personalizadas.
A pesar del intenso ruido de fondo, las empresas esperan que la multiplicidad de estímulos no se vuelva imposible de asimilar porque, en muchas ocasiones, los objetos se comunicarán y hasta cerrarán transacciones comerciales sin que intervengan sus propietarios.
Por ejemplo, los coches pagarán y tramitarán automáticamente el tique de la autopista o el repostaje –sin que haya que pulsar un botón ni hablar con nadie–mediante un sistema que ya existe y que se llama ‘contratación inteligente’. Así es cómo delegaremos parte de las decisiones de nuestras vidas –sobre todo las más tediosas– en la inteligencia artificial.
Otra implicación de este nuevo contexto es que la sensorización del mundo provoca lo que Carme Artigas, CEO de la consultora de big data e internet de las cosas Synergic Partners, bautiza como “la datificación de las relaciones”. Eso quiere decir que las relaciones entre las personas, las empresas y los objetos se transforman exclusivamente en datos interpretados, idealmente, por sistemas automáticos.
Un avatar digital
El ser humano empieza a convertirse así en un avatar digital que ha renunciado a su privacidad a cambio de mejores servicios y que está compuesto no por cuerpo, conciencia o dignidad, sino por otros criterios perfectamente medibles con algoritmos. Mientras tanto, las relaciones personales, comerciales o laborales se digitalizan y se vuelven más eficientes, flexibles y rápidas, pero también más líquidas, frenéticas e impersonales.
Por eso, no es extraño que se estén implantando en las empresas españolas mecanismos automatizados de selección, promoción y despido de personal. Tampoco lo es que las aseguradoras y los bancos sólo concedan un crédito o una cobertura médica si se lo permite el sistema informático que calcula los riesgos a partir de la información de sus clientes, convertidos ya en millones de bits que revelan patrones de consumo, solvencia, enfermedades padecidas o probabilidades de padecerlas.
Cara y cruz
Tanto Marco Laucelli como Carme Artigas coinciden en que las principales ventajas de la internet de las cosas son que hasta los viejos productores industriales van a poder comprender y satisfacer como nunca a sus clientes, que controlarán minuto a minuto el rendimiento y los fallos de sus máquinas y procesos y que añadirán nuevos servicios a medida que serán digitales. Así es cómo las empresas ganarán y ahorrarán muchos recursos y los particulares recibirán una atención mejor.
Pero también es así cómo hasta las corporaciones menos afectadas por la revolución digital empiezan a regirse por las reglas del ciberespacio, es decir, hípercompetitividad, agilidad, innovación, disrupción, despido y contratación fulminantes, eliminación de los intermediarios y, por fin, la esperanza de una vida empresarial mucho más excitante pero mucho más corta.
La enorme multiplicación de servicios a medida y la creación de otros que satisfagan diferentes necesidades y apetitos son ventajas importantes que esconden, por supuesto, desventajas igual de importantes. Marta Beltrán, profesora e investigadora de ciberseguridad de la Universidad Rey Juan Carlos, destaca que “los fabricantes de los nuevos dispositivos que se están conectando a internet –desde lavadoras hasta coches o frigoríficos– sacrifican la seguridad para hacerlos más atractivos y fáciles de usar”. Muchos de ellos, advierte, no tienen ni un modesto antivirus.
Eso significa, según ella, que “pueden secuestrarse y utilizarse fácilmente por parte de los hackers para lanzar un ataque informático”. Otra consecuencia es que, al ampliarse el perímetro del mundo digital, también aumentan, en su seno, los tipos de delitos que se pueden cometer y las armas que se pueden utilizar para cometerlos. Beltrán cree que “ni la justicia –desde los tribunales hasta los fiscales–, ni la regulación, ni los reguladores están preparados”.
Silvia Chavida, asociada del despacho de abogados Cremades & Calvo Sotelo, reconoce que “la normativa actual de protección de datos” y el nuevo reglamento europeo, de 2016, sencillamente no contemplan “realidades como el big data o la internet de las cosas”. Por favor, afirma, ¡si los particulares ni siquiera entienden las cláusulas por las que regalan sus datos a Facebook!
Las leyes, los reguladores, los expertos y los ciudadanos apenas pueden controlar la mayoría de los datos que recopilan las empresas ni qué criterios utilizan para analizarlos. Como esos datos y criterios son los cimientos de nuestra identidad digital, perder el control sobre ellos es lo mismo que perder el control sobre quiénes somos, a qué aspiramos y qué trato esperamos recibir en el nuevo mundo que hemos empezado a habitar.
El ser humano, como los viejos emperadores, creía que podía imponer la colonización digital del mundo para recrearlo a su imagen y semejanza sin perder el control de todo el proceso y sin que ese proceso lo transformase para siempre. Se equivocaba.