El paraíso se encuentra a 20 minutos de Avándaro en Valle de Bravo. Es un espacio de 33 hectáreas que alguna vez fue explotado para cultivo de papa y hoy es un santuario de biodiversidad, simbiosis y regeneración.
No es el tipo de lugar donde esperas tener un ataque de ansiedad.
Pero me pasó, como no me había pasado en años, y esta vez no tuvo que ver con mis finanzas, mi trabajo y mi supuesta supervivencia en el juego del dinero.
Esta vez fue lo que algunos denominan eco-ansiedad exacerbada, pero yo denomino, al menos para lo que dure este ensayo, el “Síndrome de Ansiedad por Complejidad Socio-Cognito-Planetaria”. Lo llamo así para no llamarlo: “Se-me-cruzaron-los-cables-y-no-veo-forma-de-que-alguna-vez-se-desenreden”. Ni en mi vida, ni en cien vidas en el futuro.
Escuchaba a la doctora Vandana Shiva platicar sobre el trágico suicidio de más de 400.000 agricultores en India por haber perdido su forma de sustento al tener que obedecer nuevas regulaciones en el sector agricultor: ahora es ilegal almacenar semillas para la siguiente temporada de cultivo y tienen que usar las semillas patentadas de Monsanto®, que dependen de agroquímicos. A fuerza de tener que usarlas, el suelo se ha erosionado al grado de que ya no tienen para sostener a su familia.
Sentí sus muertes en mi cuerpo -400.000 de ellas- y luego, o en ese mismo instante, me imaginé a los políticos y a los ejecutivos de Monsanto® siendo buenas personas. Los visualicé cenando con sus hijos en el antecomedor de su casa, con buenos sentimientos y sonrisas en sus caras. Esas sonrisas no son falsas, porque ellos saben, con todo lo que son, que sus formas son el único camino hacia el progreso.
Respiración acelerada, visión de túnel, taquicardia.
Dos verdades opuestas, contradictorias, sin ningún dios que haga de árbitro. O más bien, son dos juegos completamente diferentes. Un árbitro de ajedrez no sirve si estás jugando rugby.
Es raro, porque esta contradicción no me va a matar. Al menos no matará a este cuerpo de 178 centímetros y 58 kilos que vino al seminario, pero sí está matando a las abejas, las lombrices, las personas y los sistemas de los que soy parte.
La amígdala que evolucionó para autoproteger este cuerpo de 178 cm, ahora empieza a percibir que este cuerpo es todos los cuerpos. Que su ser es parte de todos los demás seres, y que dañar, explotar y desechar cualquiera de ellos, es matarse a sí mismo.
Pero la ansiedad no vino por el peligro de muerte inminente, vino porque ya no puedo culpar a los malos. Ya no hay una explicación total de este embrollo. Ahora mi amígdala sabe que, si yo estuviera en las circunstancias del agricultor o del ejecutivo sonriente, haría exactamente lo mismo que ellos.
¿Lo sientes?
Es fácil decir que llevamos 500 años de adoctrinamiento cartesiano, lockeano, baconiano, hobbsiano y smithsiano. Es decir, con verdades de que estamos separados de la naturaleza, necesitamos de la propiedad privada, debemos someter a la naturaleza aunque sufra, necesitamos al gobierno, y perseguir el bien individual equivale a generar el bien común. Como si el adoctrinamiento fuera un cúmulo de enciclopedias que metimos en la cabeza. Pero el verdadero adoctrinamiento, uno: no es llevado por un líder maléfico y dos y más importante: no te llena la cabeza de información. Lo que hace es estructurar tu forma de pensar, de nombrar, de sentir, de relacionarte. Eso no se borra con nuevas enciclopedias.
Me da miedo escribir que la única forma que a mi cerebro cartesiano se le ocurre para borrarse a sí mismo es con su propia muerte.
La muerte de personas y enciclopedias y de instituciones y lenguajes. Porque el cerebro humano no solo habita dentro de las paredes del cráneo sino en las redes invisibles de la cultura. La cultura de familia, de economía, de la reticencia a ver que creamos al dios que nos abandonó.
¿Habrán sabido algo esos 400.000 agricultores al suicidarse?
En la biología hay un concepto que usamos pero que no terminamos de comprender: apoptosis.
La muerte celular programada, o el suicidio de la célula, no por desesperanza o rebeldía, sino para servir al ecosistema. Servir la vida que se regenera es servir a través de la muerte. Si hay exceso de muerte celular entonces hay Parkinson, Sida, Alzheimer. Si las células se rebelan ante el sistema y se resisten a morir, hay osteoporosis, esclerosis y cáncer.
¿Qué dios creador de vida supondría que la vida podría ser eterna?
¿Es posible definir a dios como inmortal?
¿Será que las leyes pagadas por Monsanto® son el proceso lento de apoptosis de las ideas que se resisten a morir aunque su entorno ya no puede sostenerlas? El cáncer, en su inmortalidad, mata al ecosistema que lo sostiene.
Pero primero, como siempre, pagan justos por pecadores. Siempre los pobres, marginados y explotados que están ahí por azar divino, son las primeras células desechables del sistema.
Las muertes de esos amantes de la tierra – que los humanos que nacimos del otro lado del azar divino vemos como primitivos y estúpidos- son muertes que no duelen igual porque no reciben el mismo tipo de aire que cuando un multibillonario de 100 años muere en Santa Bárbara, California.
Pero la apoptosis no termina ahí. Se mueren 400.000 lombrices humanas y entonces erosionamos el ecosistema del cual dependemos los que nunca hemos metido las manos a la tierra.
Vamos al 7-Eleven y compramos una Maruchan, la apoptosis está en proceso.
¿Sabremos algo almacenado en un lugar más enterrado aún que la amígdala sobre la necesidad de este suicidio para que los sistemas cognitivos del planeta no solo se actualicen, sino que se borren y la vida vuelva a encontrar un principio ordenador?
A la mente cartesiana, la que quiere conquistar la muerte y vivir 1.000 años, le suena que este escenario es macabro, fatalista, negro e indeseable. Pero ya es momento de dudar de nuestra mente. Ya es momento de dudar de ese objetivo subyacente en todos nosotros los hijos del Darwinismo Natural y Capital: evitar la muerte a toda costa.
Pienso entonces existo. Pienso entonces sufro. Pienso y creo que pensar es la única forma de mantener la vida.
Pienso que la vida no es tan inteligente como yo, entonces yo le diré a la vida como tiene que ser.
La segunda peor tragedia del cartesianismo es habernos dado un Complejo de Dios, dios definido como omnipotente e inmortal.
La mayor tragedia del cartesianismo es no darle valor a la desesperanza o al suicidio.
¿No seríamos mejores dioses si de tanto en tanto suicidamos nuestras ideas, principios, jerarquías, leyes, instituciones, cuentas bancarias, apellidos, enemigos y sentido de merecimiento?
¿Qué pasaría si me permito sentir que ya no hay esperanza?
Mi cabeza cartesiana, la heredera de la omnipotente idea del progreso, no puede concebir esta posibilidad. Pero tal vez lo que más necesita la vida es algo después de mi. Una composta de mi American Express Black que se resiste a reintegrarse a la tierra porque está hecha de titanio indestructible.
En medio del seminario me imaginé a los árboles del exterior viendo a este grupo de humanos tratando de resolver la vida. Me observaban con compasión, como un papá que ve a su niño caerse cuando intenta aprender a caminar. Son los mismos árboles afuera del piso 50 de las oficinas de los abogados y publirrelacionistas del BigFood, el BigAgro, el BigSeed, el BigPharma.
El árbol sabe que en cualquier momento puedo agarrar una sierra y cortarlo a la mitad, tal vez sabe, no con palabras cartesianas, que esa es su forma de apoptosis. Su forma de mostrar al sistema que pisando lombrices te terminas pisando a ti.
Estos agricultores, dios los tenga en su gloria, tal vez son más dignos porque se pusieron en la primera línea como lo hacen estos árboles tan robustos y tan frágiles.
Estos humanos no deberíamos ver con tanto miedo el suicidio.
Tal vez esto nos vienen a enseñar los ataques de ansiedad en el paraíso.