Por Iñigo Aduriz
18/03/2017
El populismo ha vuelto a seducir a parte de Occidente ocho décadas después de la II Guerra Mundial. Como apuntaba recientemente el periodista Alberto Surio, “la clase obrera, perdedora de la globalización, y los hijos sin futuro de las clases medias forman parte del ejército de esa nueva rebelión” que ya se ha manifestado en el triunfo del Brexit en el Reino Unido, en el de Donald Trump en EEUU o en el surgimiento de nuevas fuerzas políticas y, sobre todo, de líderes de izquierda o de derecha que aseguran hablar en nombre del pueblo.
El fantasma populista ya recorrió América Latina la década pasada con el chavismo de Venezuela, aún vigente en la figura de Nicolás Maduro como máximo exponente, y acaricia Asia con el presidente filipino Rodrigo Duterte como figura emergente. Su propagación por Europa y Norteamérica ha sido imparable en los últimos años con decenas de ejemplos en Francia (Frente Nacional de Marine Le Pen), Italia (Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo), Grecia (Amanecer Dorado), Austria (la ultraderecha de Norbert Hofer), Holanda (Geert Wilders) o Alemania (Alternativa por Alemania), además de los ya citados en Reino Unido y EEUU. Gobierna en Hungría (con Viktor Orban) y en Polonia (con Beata Szydlo). Y en España, Podemos ha asumido el “populismo de izquierdas”, tal y como lo definió su líder Pablo Iglesias a finales del año pasado.
Al margen de la ideología, lo que ha calado en la frustrada sociedad occidental es un mensaje común que resume Joan Botella, catedrático de Comunicación Política de la Universitat Autònoma de Barcelona: “Hay un enemigo exterior al pueblo, que opera en la oscuridad y que lo explota mediante métodos a la vez clandestinos y muy agresivos”. Según la lógica populista, esto justifica el surgimiento de una corriente o de un líder que promete solucionar esa situación y que, tal y como añade Luis Arroyo, consultor de comunicación política y presidente de Asesores de Comunicación Pública, se presenta así: “Nosotros, el pueblo, somos buenos. Ellos, los poderosos y los políticos, son malos. Por eso debemos tomar el poder de la forma más directa posible, ya que las instituciones políticas están al servicio de las élites. Nadie puede interponerse en la decisión de un pueblo”.
La devolución del poder
Con sus mensajes a través de Twitter, sus constantes y meditadas apariciones en la televisión o iconificando su figura, “el líder populista se presenta ante los ciudadanos como aquel que va a lograr reivindicar y devolver al ciudadano el poder, la autoridad o el control”, sostiene María José Canel, catedrática de Comunicación Política de la Universidad Complutense de Madrid. La estructura narrativa del mensaje es siempre la misma. Como sujeto está el pueblo y la acción consiste en “reivindicar a la autoridad o al establishment que devuelva el poder”. Constantemente se acusa al poderoso de haber hecho algo contra el pueblo, aunque “a veces, como en el caso de Pablo Iglesias, se hable de los poderosos”, y en otras ocasiones, “como cuando lo hace Trump, se mencione a los políticos”.
A principios de febrero, Canel asistió en la ciudad de Washington al primer desayuno de oración (National Prayer Breakfast) que protagonizó el nuevo presidente de EEUU. “Hizo un discurso en el que explicó que el ciudadano americano había visto amenazados sus valores culturales por los inmigrantes o el terrorismo y, con una simpleza increíble, aseguró que él iba arreglarlo –“I will fix it”, dijo–. En la sala había líderes republicanos pero también demócratas y lo que me sorprendió fue que su discurso levantó a la sala que se deshizo en aplausos”.
Esa es la fuerza del populismo: su mensaje. Su capacidad de hacer creer que, con fórmulas sencillas y con la orientación de un líder, se van a solucionar problemas complejos. Se trata incluso de convencer a la ciudadanía de que existen problemas que en ocasiones no son reales para presentarse como los únicos capaces de arreglarlos, convirtiéndose en una suerte de salvadores del pueblo. En esa dinámica se basó, por ejemplo, el triunfo del Brexit. En un país en el que el porcentaje de inmigrantes no era superior al que hay en otros países como España, el entonces líder del xenófobo UKIP Nigel Farage consiguió que la ciudadanía percibiera la inmigración como uno de sus grandes problemas. Lo mismo está sucediendo en EEUU, Francia, Holanda o Alemania.
Mecanismos de control
“El líder populista se aprovecha de situaciones en las que la sociedad está reclamando algo y una vez que el pueblo le otorga esa confianza se hace dueño de ese poder”, subraya Canel. En esto consiste uno de los grandes riesgos del populismo: que el apoyo que obtiene el líder le dé vía libre para hacer lo que quiera y, una vez en el Gobierno, se convierta en una suerte de dictador. “El populismo pide caudillos”, reconoce Arroyo, también autor de El poder político en escena (RBA, 2012), que también considera que sus dirigentes pueden ser líderes democráticos. “Hay grados, pero cuando alguien cree que actúa en nombre del pueblo tiende a identificarse tanto con él que cree que tiene poderes adicionales. Y eso lleva al autoritarismo”. Canel mantiene esta misma teoría: “Una vez que el líder se ha creído receptor de la soberanía popular proyecta y genera modos de decisión autoritarios. Eso lleva consigo que arrasa con los mecanismos de control de la propia democracia”.
Los líderes populistas son expertos en conectar con la ciudadanía a través del sensacionalismo y sus mensajes calan en momentos como el actual, en el que existe una profunda crisis de liderazgo causada, en parte, por la falta de soluciones de los poderes tradicionales a la pérdida de poder adquisitivo y el empeoramiento de las condiciones de vida que trajo la crisis económica mundial. Como apunta Rafael Bisquerra en su libro Política y emoción (Pirámide, 2017), “la política activa emociones y las emociones influyen en la política, hasta el punto de afectar a la toma de decisiones, a los votos, a las elecciones y, por tanto, a la propia política del país”. Este fenómeno emocional adquiere aún más fuerza en momentos complicados.
El mensaje del populismo tiene en la diana de sus críticas y ataques a los medios de comunicación tradicionales y a los periodistas. Son líderes que reniegan de los mediadores para hacer llegar sus mensajes y aún rechazan más a quienes osan a interpretarlos. Por eso, en el auge de este tipo de movimientos ha resultado clave la aparición de las redes sociales. “Internet favorece la relación directa del pueblo con sus líderes, evitando a los que ellos consideran como nefastos intermediarios. Además, la red es el lugar óptimo para las mentiras, las simplificaciones y los rumores”, terrenos en los que, como señala Arroyo, el populismo se mueve como pez en el agua.
La capacidad de las redes
Otro factor favorable es que internet y las redes sociales son baratos. “Puede haber muchísimos canales gratuitos, por lo que no hay que preocuparse en emitir contenidos medianos que puedan interesar a mucha gente, sino que se pueden difundir mensajes descarados y muy radicales que sean atractivos para la gente que comparte el punto de vista del líder”, argumenta Joan Botella.
La televisión, la radio o internet “fueron inventos del establishment”, si bien cuando esa autoridad “se ha revelado como opresora o corrupta, sus rivales pueden utilizar esos mecanismos para lanzar mensajes alternativos”. Por el contrario, los partidos convencionales “lo tienen mal y no resultan creíbles cuando intentan competir estilísticamente con los alternativos. Hemos visto a [la vicepresidenta] Soraya Sáenz de Santamaría o a Miquel Iceta bailando ante sus audiencias y caritativamente hemos preferido olvidar. Y Artur Mas en los últimos tiempos se ha quitado la corbata, pero no consigue ni convencer a la CUP ni arrastrar a los viejos pujolistas”, ironiza el catedrático barcelonés.
A la hora de analizar el papel que las nuevas tecnologías y los nuevos medios han jugado en la penetración del populismo, María José Canel advierte de que la esfera mediática actual “va totalmente en contra de la manera de comunicarse de los partidos tradicionales. Hasta ahora han podido funcionar con la comunicación unidireccional –‘yo cuento, yo vendo y ellos me escuchan’– pero eso ya no se produce. Las sociedades ya no lo soportan y los ciudadanos no pueden ser únicamente compradores del mensaje porque piden interactuar con los emisores”. A su juicio, “esto le viene muy bien al populismo porque las redes sociales le permiten llevar a cabo una estrategia paradójica: generar interacción y, a la vez, controlar Twitter o Facebook de forma que, al final, los mensajes acaben consagrando al líder al darle mucha visibilidad”.
El simplismo, la pseudo-transparencia, la supresión de los intermediarios, la reivindicación del pueblo y el desprecio por los técnicos, bien sean jueces o intelectuales, son las claves para detectar los mensajes populistas. “¿Hay un tipo que se arroga constantemente la voz de la nación, desprecia las élites, se muestra agresivo con ellas, sospecha de los medios de comunicación, se distingue constantemente de los extranjeros y habla directo y retador? Pues ahí hay un populista”, resume Luis Arroyo.
El populismo en la historia
No es un fenómeno nuevo. Joan Botella recuerda que la primera aparición de la palabra populismo “se dio en la Rusia de finales del siglo XIX con el surgimiento de un grupo que se autodenominaba amigos del pueblo, y que proponía aproximarse a las características y modos del buen pueblo ruso, esencialmente campesino, para enfrentarse a los problemas de modernización que sufría la monarquía del zarismo y, a la vez, para contrarrestar los riesgos del socialismo o de las ideas revolucionarias”. Ya en la Roma clásica “hubo revueltas populares con líderes demagógicos como los Gracos si bien no llegaron a generar un movimiento populista con éxito. En cambio, en la democrática Atenas, los populistas lograron hacerse con el control de la asamblea en varios momentos del siglo V a.C. , lo que dio lugar a contrarrevoluciones oligárquicas”.
El populismo es, por tanto, un fenómeno que responde a determinados ciclos y que está intrínsecamente relacionado con la democracia. No siempre tiene que tener un final negativo. Como explica Luis Arroyo, “los populismos llevaron a la II Guerra Mundial, pero no se pueden dejar de ver las consecuencias potencialmente positivas que pueden originar”. Su teoría es que si los populistas no se hacen con el favor mayoritario de la gente, “también pueden depurar la política convencional, la despiertan, la sacuden y la hacen más honrada, cercana y abierta”.
Botella describe la “entropía democrática” que implica la aceptación pacífica de que la actividad política se transforme en el negocio privativo de unos cuantos miles de privilegiados, como origen del éxito del populismo. Y es que se trata de una “enfermedad” del sistema, que “dura hasta la aparición de un movimiento populista que liquida las viejas malas costumbres y da lugar a un nuevo paradigma”. Sin embargo, “lo que sabemos es que inevitablemente eso dará lugar a una nueva etapa de entropía que solo se podrá resolver mediante un nuevo empujón”.
Un cambio radical
Para hacer frente a la crisis democrática que está en el germen del surgimiento del populismo el belga David Van Reyboruck propone un cambio radical que facilite la participación de la ciudadanía en la cosa pública. En su libro Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia (Taurus, 2017) advierte de que “o la política abre sus puertas o en un futuro no muy lejano unos ciudadanos furibundos las abrirán con proclamas como ‘¡Sin participación, no hay impuestos!’ a la vez que hacen añicos la porcelana de la democracia y salen a la calle blandiendo en alto los símbolos del poder”.
Él cree que en un contexto en el que en todas las partes del mundo los partidos políticos se consideran las instituciones más corruptas del planeta la situación puede volverse insostenible y no solo por la proliferación de líderes y fuerzas populistas. “Es una bomba de relojería. Ahora todo parece tranquilo, pero es la calma que precede a la tempestad”. Por eso concluye: “tenemos que descolonizar la democracia. Tenemos que democratizar la democracia”.
María José Canel también urge a abrir un periodo de análisis de la situación a todos los agentes implicados, sobre todo a raíz de los triunfos del populismo de los últimos meses. “Todo eso tiene que provocar una profunda reflexión a dirigentes, medios de comunicación y poderes económicos sobre por qué ha sucedido, hacia dónde vamos y qué significa lo que ha ocurrido. Es difícil de resolver porque estamos ante un fenómeno muy complejo”. La democracia “tiene que procesar mejor qué significa un líder, porque en una sociedad en la que los medios y las tecnologías permiten cada vez más una interacción no se han logrado fórmulas para que los líderes establezcan su poder intercambiando impresiones con aquellos a los que lideran”.