Por Andrés Ortiz Moyano
09/12/2017
El Ártico se derrite. Es una evidencia científica desde hace décadas en sintonía con el cambio climático que azota nuestro planeta. Según innumerables y contrastados estudios, la situación es ciertamente catastrófica y resultas muy difícil su reversión. Hace solo tres décadas, su superficie alcanzaba los ocho millones de kilómetros cuadrados y ahora, en los meses de verano, llega a contraerse más de un 60%.
En todo caso, es difícil calcular el tamaño del Ártico, ya que es una masa de agua rodeada de tierra, a diferencia de la Antártida, que es tierra rodeada de agua. Pero se considera como Círculo Polar Ártico todo lo comprendido a partir del paralelo 66 norte.
Aunque la alarma social y el conocimiento sobre el Ártico por parte de la opinión pública se ha disparado en los últimos años, la idea de desarrollar políticas ecológicas sostenibles para salvaguardar el norte aún no ha cuajado de verdad en las agendas internacionales. Más bien todo lo contrario. Las grandes potencias llevan años trabajando en planes y estrategias de explotación muy alejados del respeto medioambiental.
La última frontera de la Tierra esconde un tesoro natural de valor casi incalculable. Ni más ni menos que el 30% de las reservas mundiales de gas y el 13% de las de petróleo yacen bajo el frío océano Ártico. Una riqueza descomunal que se complementa con importantes recursos (diamante, bauxita, manganeso, oro, níquel, platino, estaño, carbón, molibdeno, cobre, zinc o plomo) y naturales (pesca). Estos tesoros que todavía no han podido ser explotados por tres factores: el todavía clima extremo de la región, la falta de una tecnología de explotación más precisa y, sobre todo, la compleja y multitudinaria partida de ajedrez que grandes potencias mundiales están jugando desde hace años para incrementar su influencia en la zona.
Una de las grandes preguntas es: ¿de quién es el Ártico? Según la Convención Internacional de Derecho del Mar, de nadie; o más bien, de todo el mundo. Realmente no existe ningún marco legal que garantice una protección total de la zona a diferencia de su gemelo Antártico. De ahí que sobre el frío manto del norte se esté librando una guerra literalmente fría entre algunos de los países más competitivos y pujantes del concierto internacional.
La partida de los Arctic Five
Pese a sonar a nombre de grupo de britpop, los Arctic Five son aquellos cinco países limítrofes con el Ártico cuyos intereses entroncan directamente con la explotación del norte. Estos son Canadá, Rusia, Estados Unidos, Noruega y Dinamarca y, a diferencia del Consejo del Ártico, no conforman una organización oficial, sino oficiosa que, en ocasiones, choca con las directrices del propio Consejo. Tampoco entre ellos existe una cordialidad absoluta, aunque a veces hacen causa común. De los cinco, quizás el más activo, decidido o ambicioso, según se mire, sea Rusia.
En agosto de 2007, dos minisubmarinos rusos de clase Mir 1 y Mir 2 se sumergían a 4.261 metros de profundidad en la vertical del Polo Norte. El líder de la expedición, el famoso explorador Artur Chilingarov, mandaba a sus hombres a clavar una bandera rusa de titanio inoxidable en las profundidades marinas. De vuelta a la superficie, Chilingarov exclamó: “El Ártico es ruso”. El gesto del capitán ruso no tuvo ninguna base legal y su reclamación se quedó en apenas una soflama simbólica.
Sin embargo, las palabras del oficial fueron en realidad la extensión de la propia estrategia de Moscú en la zona, cuyo pistoletazo de salida lo dio el mismo presidente Vladimir Putin en 2001 cuando presentó en la ONU una reclamación formal de territorialidad sobre más de la mitad del Ártico, una de las piezas más firmes de la ambiciosa Doctrina Putin en materia de política exterior, obsesionado por devolver al Kremlin el papel de superpotencia que se le presupone. En líneas generales, las demandas rusas consistían (y aún se mantienen) en conseguir el reconocimiento internacional de las crestas de Lomonosov y Mendeleev pues, según Moscú, ambas están conectadas a la plataforma continental siberiana. En marzo de este año, el presidente ruso insistía en el Foro Internacional Ártico en el desarrollo de la Ruta Marítima Septentrional (NSR por sus siglas en inglés) y la explotación de los recursos naturales de su entorno.
Rusia ha desarrollado su estrategia con el claro objetivo de poder extender su Zona Económica Exclusiva (ZEE) para 2020 hasta en 350 millas náuticas, lo que se traduce, en total, en unos 1,2 millones de kilómetros cuadrados.
Las amplias exigencias rusas se complementan con reclamaciones en el mar de Bering, de Beaufort, de Barents (donde se asoció con Noruega en 2012), de Kara y de Laptev. Todas estas demandas forman parte de un plan superior que tiene como objetivo la explotación de la NSR, que abriría de par en par las puertas del mercado asiático (de las actuales 10.000 millas náuticas de distancia se pasaría a tan sólo 3.000). El propio Putin afirmó en 2012 que este paso resultaría mucho más rentable económicamente que el canal de Suez o el de Panamá. Más aún, según los expertos esta ruta facilitaría la repoblación de las zonas más orientales de Siberia.
Con este objetivo, Moscú no ha escatimado en gastos para relanzar el gran puerto de Kola, por donde ya transitan cargueros, rompehielos (Rusia cuenta con la flota más grande del mundo) y navíos militares de la imponente Flota del Norte, en cuyas filas se cuentan portaaviones, cruceros nucleares, fragatas y submarinos de nueva generación (Moscú pretende tener 20 en 2020 sólo para el Ártico y el Pacífico). Se están restaurando también viejas estaciones y aeródromos soviéticos, y desplegando fuerzas de defensa aeroespacial con radares por todo el norte y el este siberiano. A pesar de esta innegable escalada militar, en la última reunión de trabajo del Consejo del Ártico, el ministro de Exteriores ruso, Sergei Lavrov, aseguró que “no hay potencial para un conflicto en el Ártico”.
La alianza entre Rusia y Noruega
El principal aliado ruso es otro Arctic Five, Noruega. Moscú y Oslo colaboran activamente en cuestión de suministros y los noruegos cuentan, además, con una notable independencia internacional por sus enormes recursos energéticos, lo que no la sujeta apenas a ningún tratado o institución supranacional (es miembro de la OTAN pero no de la OPEP ni de la UE). Su papel adquiere especial importancia al poseer la tecnología de extracción de recursos bajo condiciones extremas más vanguardista del mundo.
Sin embargo, las amplias demandas rusas son incompatibles con las de otros países. Por ejemplo, Canadá no está dispuesta a renunciar a la cresta de Lomonosov. El gran gigante blanco es el segundo país más grande y con mayor litoral del mundo, y su agenda ártica de los últimos años demuestra que, además, es uno de los estados más pujantes y ambiciosos en esta carrera, muy alejado de la percepción de país amable y conciliador que se le atribuye generalmente.
Es habitual que Canadá vaya de la mano de Estados Unidos. Comparten bases aeronavales como las de Frobister o la isla de Cornwallis; firmaron el acuerdo de defensa NORAD; y desarrollaron juntos la agenda del Consejo Ártico durante el mandato consecutivo de ambos (Canadá en 2013-2015 y EEUU en 2015-2017; ahora es el turno de Finlandia).
Sin embargo, no todo es cordialidad entre norteamericanos. Uno de los reclamos más decididos de Ottawa es la soberanía del paso del noroeste y el tráfico interinsular, algo en lo que Washington no da su brazo a torcer. Existen también diferencias entre ambos sobre la pertenencia del mar de Beaufort, rico en yacimientos petrolíferos.
En esta partida, EEUU debe mantener un delicado equilibrio con sus vecinos del norte pues su superficie ártica es menor (Alaska). Además, Washington sufre una carrera contrarreloj debido a sus urgencias energéticas. De ahí que en su agenda sea básico que prosperen sus demandas en la región, pues expertos aseguran que la producción nacional de crudo se dispararía sobrepasando incluso la capacidad de países de Oriente Medio. Actualmente trabaja en una ambiciosa reclamación que le de la licencia sobre un área a lo largo de 600 millas en el litoral alasqueño. Pero Washington se encuentra frente a un notable obstáculo, y es que no ha ratificado la Convención del Mar de la ONU (UNCLOS, según sus siglas en inglés), lo que le impide realizar cualquier tipo de reclamación oficial. Tampoco existe unanimidad entre demócratas y republicanos y, desde un punto de vista más pragmático, su flota de rompehielos es muy inferior a la canadiense y, sobre todo, a la rusa.
Los intereses canadienses
De vuelta a Canadá, sus reclamaciones se extienden a la isla de Baffin y el estrecho de Davis. El plan tradicional canadiense comprende alargar su influencia en la zona por la actividad de su flota de rompehielos, drones y bases militares. Más aún, Canadá ha reclamado formalmente la parte del Ártico que comprenden los meridianos 60 y 141 oeste, fundamentando su petición en la protección del medio ambiente y de las comunidades nativas de la zona, concretamente los inuits. Este pueblo esquimal mora de facto grandes superficies de Canadá y Groenlandia, territorios que, además, albergan importantes reservas petrolíferas, como Nunavut. Pero los inuits no están nada contentos, pues se consideran ignorados por Ottawa, y entienden que sus recursos se encuentran oficialmente en territorio canadiense, por lo que no se beneficiarían directamente de su explotación.
Por otra parte, en el mar de Lincoln y en la deshabitada isla de Hans, Ottawa se enfrenta a Dinamarca y Groenlandia. Los daneses tienen claro que su futuro en la región pasa por sus territorios de las Islas Feroe y la segunda isla más grande del mundo, aunque las relaciones con ésta no son las mejores. Fuera de la UE desde 1985, Groenlandia quiere andar su propio camino a través de una independencia total respecto a Copenhague. Existen proyecto desde hace años para incrementar su peso militar (cuya base principal es la de Thule), y conseguir que su ZEE se extienda hasta el mismo Polo Norte, basando su petición en la soberanía, otra vez, de la cresta de Lomonosov. Groenlandia recurre a la carta del respeto medioambiental al argumentar que la mayoría de sus ciudadanos inuits viven de la pesca y que, además, la propia isla es la segunda reserva de agua dulce más grande del mundo después de la Antártida, lo que le confiere un potencial indiscutible para la prevista crisis futura de suministro hídrico. Por otra parte, recientemente se han descubierto importantes yacimientos de petróleo y gas en la isla, lo que implica una mayor autonomía energética.
A pesar de todo, los Arctic Five no tienen el monopolio del interés en la región. Sería bastante ingenuo pensar que potencias mundiales como China, Japón y el conjunto de países del lejano oriente en general, se mantuvieran al margen de semejantes oportunidades de negocio. Si bien cada uno tiene sus propios objetivos, el denominador común para ellos es la NSR, que les liberaría del la dependencia del estrecho de Malaca. Pekín, por ejemplo, se declaró “estado ártico” y sus actividades recientes han pasado por enviar expediciones, empezar a construir rompehielos y firmar importantes tratados comerciales con Islandia.