El narrador, ensayista, crítico literario, editor y gestor cultural venezolano, residenciado en Canarias, habla de su nueva novela Preámbulo, publicada por Monroy Editor
MARITZA JIMÉNEZ
En su más reciente entrega literaria, Preámbulo, Antonio López Ortega, a contracorriente de la actual narrativa venezolana, más que a esta prolongada transición en que ha devenido nuestro presente, ha vuelto la mirada a su pasado. “Tenemos que saldar cuentas con una vida anterior que no fue tan mala”, afirma el escritor radicado actualmente en Tenerife, islas Canarias, sobre este tercer título de la colección de Narrativa Contemporánea del sello Monroy Editor, que ya se encuentra a disposición del lector, en versión física y digital.
“La escritura de esta novela tiene que ver con la necesidad de saldar cuentas con el linaje que corresponde a mis antepasados paternos. Es una manera de fabular la tensión que ellos tuvieron entre tradición y modernidad”, contó López Ortega sobre este trabajo novelístico en el que “un hombre recuerda su vida y la de su familia”.
“Las historias del abuelo rudo, la madre aguerrida, el padre buscando su lugar, las tías excéntricas, los primos violentos y la hermana querida, así como el paisaje cambiante entre la rural Zaraza, la pujante Caracas y el nuevo mundo de los campos petroleros, van mostrando la transformación de las costumbres, la sociedad y el devenir del siglo XX venezolano”, cuenta.
Antonio López Ortega (Falcón, 1957) es narrador, ensayista, crítico literario, editor y gestor cultural. Fue director de recordadas revistas culturales en Venezuela como Criticarte, Revista Bigott y Veintuno, y cofundador de la editorial de poesía Pequeña Venecia.
Participó en el International Writing Program de la Universidad de Iowa en 1990 y del Centro Bellagio de la Fundación Rockefeller en 1994. Obtuvo la beca de la Fundación Guggenheim en 2007. En su numerosa producción literaria destacan títulos como Fractura y otros relatos (2006), Indio desnudo (2008), La sombra inmóvil (2013), Diario de sombra y La gran regresión (crónicas de la desmemoria venezolana), de 2017, y Kingwood (2019).
Además, es coautor de las antologías La vasta brevedad (2010), recopilación del cuento venezolano del siglo XX, y Rasgos comunes (2019), selección de poesía venezolana del siglo XX para la editorial Pre-Textos.
¿Cuál es el origen del título de esta novela?
El título se lo debo a Juan Sánchez Peláez, en cuyo poemario Rasgos comunes incluyó un texto llamado precisamente Preámbulo. Es una joya de apenas ocho versos, pero siempre lo he sentido como una descripción profunda del alma venezolana. Según el gran poeta, se diría que la cultura venezolana se define más por lo que le falta que por lo que le sobra. Dicho de otra manera, eso que podríamos llamar la incompletud nos describe mejor que nada.
Más allá de ese homenaje tardío que quise hacerle a Juan, también me ha atraído la significación que el DRAE le da al término: “aquello que se dice antes de dar principio a lo que se trata de narrar”. En dos platos, creo que, más que narrar, aquí me he propuesto explorar una posible narración: más que a los acabados, me siento más cerca de las tentativas. Esta es una novela que ensaya, justamente, la escritura de una novela: los referentes no son tan sólidos como parecen.
¿La novela es solo sobre su familia paterna?
Por lo mismo que vengo exponiendo, no me atrevería a decir que la novela es sobre algo. Diría más bien que apela a la memoria para reconstruir un pasado particular, que también está muy intervenido por la voluntad, por el capricho o por el olvido.
Alejandro Rossi afirmaba que la memoria no es lo que ocurrió, sino lo que hemos elegido recordar: importan más los deseos que los hechos. O al menos así lo dispone la literatura. Tiendo a pensar que el propio trazo de la escritura, ese regodeo con la intimidad, va creando una memoria selectiva, que al final convertimos en propia.
¿Qué relación tiene el surgimiento de Preámbulo con el momento que vivimos en el mundo y en Venezuela?
La crítica viene barajando términos como desarraigo, desplazamiento, diáspora o distopía para caracterizar a la narrativa venezolana de las dos últimas décadas: yo mismo, en mi más reciente libro de relatos, Kingwood, abordo alguna de esas categorías. Pero en relación a Preámbulo, me doy cuenta de que este libro mira más hacia el pasado.
Parafraseando a Vicente Gerbasi, creo que nos conviene más ir hacia la noche del pasado, que no hacia la noche del futuro, que de por sí es muy incierta. Tenemos que saldar cuentas con una vida anterior que no fue tan mala, tal como la caracteriza el discurso dominante, y menos durante el período democrático, que nos permitió crecer más de lo que nos imaginamos.
Los personajes de Preámbulo, en la medianía del siglo XX, se debaten entre la aldea y la ciudad, entre la tradición y la modernidad. Unos dan el salto; otros no. Esa tensión entre los que encontraban un destino y los que lo extraviaban está en la médula de la novela.
La llamada autoficción parece ser un género muy recurrido en estos momentos. ¿A qué atribuye esa necesidad
En el campo académico, este es un concepto de reciente data, pero viene a caracterizar un fenómeno universal. ¿Quién, de los que escriben, no habla de sí mismo, de sus propias experiencias? Flaubert lo dijo con palabras inolvidables: «Madame Bovary c’est moi!».
En cuanto a géneros necesarios, la literatura que hacemos hoy es muy íntima, y se entiende que así sea cuando vivimos un encierro social: la censura no sólo es de orden público, opinático, sino también pandémico o nutricional.
Vivimos en el centro del dolor, y para lidiar con ese referente en literatura nos queda la poesía, el diario, el testimonio, la crónica y, por supuesto, la narrativa, pero no cualquier narrativa, sino aquella que expone el profundo maltrato, la honda deshumanización, de nuestra vida cotidiana.
¿Qué significa la autoficción y cuáles son los obstáculos a superar en este tipo de escritura?
Si entendemos la autoficción como lo autorreferencial, debemos admitir que gran parte de nuestros escritores narra desde una primera persona. Ese es el recurso, la tribuna, que en el campo de la ficción hemos encontrado para referirnos a una situación colectiva, coral.
Es decir, en ese yo sufro o yo desciendo, estamos todos, comenzando por el lector. Esto es muy patente en los diarios literarios, que se han desarrollado de manera admirable, pero también en la narrativa, que nunca ha cesado de crecer en estos tiempos aciagos.
Yo creo que vivimos un buen momento narrativo, con escritores sobresalientes. López Pedraza afirmaba que la tragedia alimenta la psique, pues en el campo narrativo el dolor ha sido la palanca para nuestro desarrollo como escritores.
Cuando dentro de unas décadas miremos hacia atrás para saber qué ocurría en el país en estos tiempos, sabremos que se trataba de una desgracia, de una tragedia colectiva, pero al menos estaba cartografiada por nuestros escritores. Es decir, tendremos memoria de esta especie de genocidio silente, sobre el cual podremos reflexionar a distancia.
Cuando hablo de un buen momento narrativo, hablo de un interesante cruce intergeneracional. Yo pertenezco, por ejemplo, a un grupo de escritores nacidos en los años cincuenta, junto a Federico Vegas, Oscar Marcano, Silda Cordoliani, Rubi Guerra, Israel Centeno, José Luis Palacios, entre otros, pero me admira ver cómo las generaciones de los sesenta, setenta e, incluso, los ochenta se desarrollan con una robustez envidiable, a pesar de las condiciones adversas que imperan.
Llevan el dolor en el pecho, como el máximo referente, y escriben los buenos libros que terminan publicando fuera o dentro. El momento es interesantísimo, porque refleja mucha comprensión, mucha madurez, mucha responsabilidad. Nuestros narradores no han faltado a esta hora fúnebre: construyen día tras día la trama ficcional que toda circunstancia histórica necesita para mirarse al espejo.
Publicado en El Universal, Caracas
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