Demasiados apologistas del fin de la aventura y tecnólogos de medio pelo se aproximan al futuro como quien pasea por el lineal del súper abasteciéndose de todo lo que cree que necesita para llenar el frigorífico, sin conciencia de que mañana puede que no haya electricidad para alimentarlo. Abordan el porvenir como una meta, un objetivo cerrado, el veredicto ineluctable del destino. Son incapaces de embarcarse en la aventura, de negociar cada segundo que viene y descubrir lo que no estaba previsto. Negados para el asombro, no comprenden que en la sorpresa cabe el mundo.
Cuando el presente se convierte en un lugar demasiado estrecho para vivir y el futuro se vislumbra como un escenario incierto y volátil, se mira hacia atrás buscando refugio, como si cualquier tiempo pasado fuese mejor, como si lo malo conocido fuera preferible a lo bueno por conocer. Un terreno abonado para el malestar donde florece el fatalismo. El espíritu de la aventura, por contra, ensancha el horizonte y anuncia logros colectivos. Es el mismo espíritu que guio a los navegantes en busca de un nuevo mundo y que enarbolaron los conquistadores del oeste americano.
Para Antonio García Maldonado hace falta más cohesión social y una ambición mucho mayor para facilitar y promover el acceso a las aventuras de nuestro tiempo, a las nuevas fronteras del conocimiento, a todo ese mundo fascinante que se intuye tras la ciencia y la innovación tecnológica más punteras, a mucha más gente. El autor de El final de la aventura cree que no nos planteamos retos y desafíos a la altura de los medios a nuestro alcance, un fenómeno que identifica como la sociedad sin fin.
Hace falta una ambición mucho mayor para facilitar y promover el acceso a las aventuras de nuestro tiempo, a las nuevas fronteras del conocimiento
En ese sentido, reflexiona en un reciente tuit, “me cuesta entender la dispersión de intereses de Musk: el espacio, un nuevo planeta, el transhumanismo, la longevidad… y los coches y Twitter. Lo más especulativo y lo más inmediato, los cielos y el barro. En sus cambios, recuerda a Pessoa: todo me interesa, nada me cautiva”. Antonio García Maldonado (Málaga, 1983), es analista y consultor político. Actualmente es Senior Advisor en la compañía global de comunicación y asuntos públicos LLYC, donde trabaja en la Unidad Next Generation EU y en la Unidad de Inteligencia Política para América Latina.
Es ensayista, autor de El final de la aventura (La Caja Books, 2020), editor y ocasional traductor. Junto al jurista Antonio Garrigues Walker ha publicado Manual para vivir en la era de la incertidumbre (Deusto, 2019, 5 ediciones) y Sobrevivir para contarla. Una mirada personal a la pandemia y al mundo que nos deja (Deusto, 2020). Ha sido asesor político y escritor de discursos del presidente del Gobierno durante su primer año (2018-2019). También ha sido asesor en el Gabinete del presidente del Senado (2019-2020) y de la ministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación (2020-2021). Forma parte de la Asociación Española de Política Exterior y ha sido analista jefe del servicio de riesgo-país de la consultora internacional LLYC, además de consultor en América Latina, región en la que ha vivido intermitentemente durante más de seis años.
Fue Business Intelligence Manager de la consultora The Search Group, en su sede central en Belgrado (Serbia). Es crítico de libros de no ficción de El Cultural. También ha escrito en el diario El Mundo como analista de política internacional. Ha colaborado o colabora con regularidad en El Confidencial, The Objective, El Cultural y El Asombrario.
Es también editor externo en el Grupo Planeta y redactor de informes literarios en la editorial Acantilado. Ha traducido, entre otros, a Francis Fukuyama, Jonathan Haidt, Bob Woodward, al marqués de Sade, William Kotzwinkle, H.D. Thoreau o Norman Mailer, cuyo libro Miami y el sitio de Chicago, prologó. Ha prologado la más reciente edición de Viaje a la aldea del crimen, de Ramón J. Sender. Fue traductor becado del Colegio Internacional de Traductores Literarios de Francia, en Arles. Antes de eso, fue librero y se licenció en Economía.
En una coyuntura de emergencia climática, crisis económica y fractura social, con una revolución tecnológica en progreso que amenaza las libertades y derechos fundamentales y anuncia una automatización tanto del sistema como de los modelos de producción, los diseñadores de futuros alternativos se atreven a plantear las preguntas claves que es preciso responder. ¿Cuáles son esas preguntas?
En una época de tantas innovaciones y de tantos medios nuevos, hay que volver la mirada hacia los fines que les deben dar sentido. Creo que hay que pararse y preguntarse cosas básicas, como hacen los niños cuando descubren el mundo: primero, ¿esto qué es?, después, ¿esto para qué sirve?, y, finalmente, ¿para qué voy a utilizarlo?
Es paradójico que, teniendo más medios que nunca, muchas veces nos sintamos paralizados o con nulo poder para romper las inercias. Pienso en la digitalización, que nos ofrece oportunidades inmensas pero que también se ha utilizado como designio divino para precarizar muchos empleos o degradar el trato humano en muchos servicios. Cuanto más refinados sean los medios a nuestra disposición, más importante es identificar bien los fines. Ese es uno de los retos colectivos de nuestro tiempo.
Jim Dator, un referente en la prospección, asegura que el futuro no existe porque no se puede predecir ni conocer, fundamentalmente porque no existe un único futuro, sino tantos como seamos capaces de imaginar. ¿Qué estrategia hay que seguir para pensar y diseñar el futuro?
Es muy curioso lo complicada y determinante que es nuestra relación con algo que, en puridad, no existe. El problema, creo, es que ha dejado de verse el futuro como un proceso dinámico para trastocarse en una meta preestablecida. Es normal que así sea porque esa profusión de medios nos ha dado una enorme capacidad de medición y predicción para proyectarnos en el tiempo. Pero eso, en muchas ocasiones, se ha entendido como que el futuro estaba ya cerrado y decidido, que no necesitaba de nuestro concurso. Tampoco ayuda el hecho innegable de que el cambio climático rompe una idea de linealidad del progreso, hacia arriba y hacia delante. Hay que saber gestionar ese determinismo sobre el futuro que transmite la capacidad y la ambición en las predicciones y vaticinios. Porque el futuro es hoy, y todos debemos sentir que tenemos algo que decir en él.
No hay que desentenderse del futuro, sino todo lo contrario: entender que no se trata de un escenario al que nos llevan y en el que no intervenimos, sino un horizonte que se construye desde el presente, donde conviene tener la mente y los anhelos. ¿Por qué nos empeñamos en imaginar el futuro como una reedición del pasado?
Si utilizamos la metáfora del mar y los marinos, es como salir al mar, ver que hay tormenta y que el horizonte no se ve por culpa de la niebla. En esa situación, es normal que el impulso sea decir: “Capitán, volvamos a puerto”. A lo conocido y seguro, que solemos ubicar en el pasado, en lo que queda atrás. Aunque solo sea porque lo conocemos, más que porque sea bueno. Lo mismo ocurre con la imaginación general: si no hay horizontes claros de relativa estabilidad y prosperidad, la imaginación se vuelve hacia un pasado que tiende a idealizarse.
El presente es un lugar demasiado estrecho para vivir, y los anhelos y las esperanzas necesitan una vía de escape. No se trata de decirle a la gente que está equivocada y engañándose sobre su pasado, sino de hacerse cargo de que necesitamos aclarar los horizontes.
«No tenemos fines a la altura de los medios, o nos cuesta identificarlos, y se genera un ambiente de hiperactividad y presente continuo, de ocio y experiencias sin horizonte”.
Podemos aventurarnos a predecir qué pasará el siglo que viene, pero somos incapaces de indagar y aventurar qué ocurrirá mañana. ¿Hasta qué punto resulta problemático e indescifrable el futuro cercano, que marca la transición y el cambio de paradigma?
Claro, es más complicado cuando estás en el ojo del huracán. Además, a largo plazo uno predice o vaticina sobre la abstracción de las generaciones venideras, y cuando lo hace sobre mañana o el mes que viene, lo hace sobre su propia vida, y falta distancia. Es como cuando algún multimillonario escribe algún artículo o libro muy ambicioso y osado sobre el futuro y habla de las necesidades de sociedades mucho más cohesionadas, pero que se revolvería como gato panza arriba contra una subida simbólica sobre una parte de sus beneficios para luchar contra la desigualdad. Eso es humano, demasiado humano.
Afirma que los futuros cerrados casan mal con las sociedades libres. ¿Por qué?
Una imagen fija de un futuro predicho y explicado a través de unas herramientas poderosas y refinadas tiene un efecto paralizador: si esto va a ser así, independientemente de lo que yo haga, ¿cuál es mi lugar en el mundo?, ¿qué aporto?, ¿para qué me voy a comprometer con esto si no casa bien con el escenario al que dicen que vamos? Y todo ese aparataje con el que se presenta esa imagen fija tiene una capacidad enorme de persuasión, porque, ¿quién es uno para cuestionar todo eso? Cuando voy en el coche y voy bien, fresco, pero el ordenador interno salta con “Cansancio detectado”, lo cierto es que me siento un poco cansado. Ese es el problema de la imagen fija del futuro predicho: que además de paralizar y desanimar, tiene poder performativo.
¿Por qué nos gustan tanto los futuros distópicos?
Más que gustarnos, mantenemos una relación mórbida con ellos. Creo que tiene que ver con que preferimos un escenario malo a una falta total de escenario. Lo estamos viendo en el auge del autoritarismo, que viene, en muchos casos, de impulsos de la propia sociedad.
Soñar el futuro puede ser un acto de esperanza que nos abre a una realidad que aún no existe. Una aventura. El futuro es una fuente de inspiración para el presente, pero resulta muy difícil soñar con el estómago vacío mientras se guarda turno en la cola del hambre. ¿Cómo combatir el desencanto y el fatalismo?
Hay que atender las causas materiales y culturales, ambas, pero creo que las primeras tienen una urgencia mayor. Creo que hace falta más cohesión social, y una ambición mucho mayor para facilitar y promover el acceso a las aventuras de nuestro tiempo, a las nuevas fronteras del conocimiento, a todo ese mundo fascinante que se intuye tras la ciencia y la innovación tecnológica más punteras, a mucha más gente. No puede ser que cuanto más complejo es el conocimiento esencial para un buen empleo, más años se necesiten para aprenderlo, menos tiempo duran las habilidades y que la formación que ofrece todo ese acceso sea más cara, por ejemplo.
En su libro El final de la aventura relata su propia aventura buscando por qué se siente incapaz de encontrar una aventura. ¿Por qué nos empeñamos en vivir con predicciones tan fascinantes y refinadas que nos empeñamos en creer, aunque nunca se cumplan?
Primero, porque las necesitamos: mejor un escenario, cualquiera, que ninguno en absoluto. Mejor la tiranía que la anarquía total. Goethe decía preferir la injusticia al desorden. Y, segundo, porque hoy las predicciones se nos presentan de una forma tan refinada y persuasiva que es difícil no pensar que son la Verdad. Si lo dice el Big Data, ¿cómo oponerle la voz individual? Lo que comentaba del ordenador del coche, que ante un cambio en la fuerza con la que agarro el volante o en algún movimiento en el sillón detecta lo que cree que es un cansancio.
En palabras del sociólogo Richard Sennet, ¿cómo pueden perseguirse objetivos a largo plazo en una sociedad a corto plazo?
Es muy complicado. Por eso soy tan escéptico con enfoques muy aceptados como el de la flexiseguridad o la protección del trabajador más que del trabajo. Creo que funcionan bien en el papel, pero que se basan en premisas falsas de nuestras necesidades y anhelos más básicos de estabilidad, certidumbre y sentido. Se habla mucho de dar flexibilidad a las organizaciones para adaptarse a la tecnología y la innovación, y en esa ecuación lo de menos parecen ser las personas.
Los términos se han invertido: el ser humano como el medio para el fin, que es la tecnología, y debería ser completamente al revés. Se nos dice que “hay que competir” con países que funcionan así, pero eso lo que hace es que cada vez más gente opte por los demagogos que le dicen que, si el problema es competir, entonces cerremos las fronteras y no compitamos. Eso es parte fundamental de la reacción contra la globalización. Y hay que tomársela muy en serio y no profundizar en caminos que ya sabemos que no llevan a nada bueno.
La computación cuántica creará inteligencia artificial en la que delegar todas las decisiones. ¿De qué forma va a condicionar nuestro futuro?
Ojalá que para bien. Es un mundo fascinante y complejo que tiene ya muchas aplicaciones interesantes, como en la medicina. Veo con optimismo que se nos libere de trabajos duros y decisiones complejas si eso nos deja espacio para cuestiones más de fondo y de sentido. Por eso, hablo de la necesidad de encontrar fines a la altura de esos medios: ahí está el reto, y no tanto en culpar o criticar a esos medios. A eso lo he llamado “La sociedad sin fin”: no tenemos fines a la altura de los medios, o nos cuesta identificarlos, y se genera un ambiente de hiperactividad y presente continuo, de ocio y experiencias sin horizonte.
Buckminster Fuller, conocido como el hombre que inventaba el futuro, afirmaba: “Tú nunca cambias las cosas luchando contra la realidad existente. Para cambiar algo, construye un nuevo modelo que convierta en obsoleto el modelo existente”. ¿Una cosa es la evolución y otra muy distinta la revolución?
Fuller es un personaje fascinante, pero creo que su visión es la misma que la de muchos tecnólogos de hoy, que ven el futuro como una meta u objetivo cerrado, más que un proceso dinámico del presente. Fuller se rebelaba contra los modelos de futuro y les oponía otro, y yo defiendo más una negociación constante, vivirlo más como una aventura, que por definición te lleva a descubrir lo que no previste. En esa sorpresa cabe el mundo.