No han transcurrido ni cuatro meses, casi cuatro siglos en la nueva era COVID-19, cuando el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, a propósito del fallecimiento de José Luis Cuerda, sostenía que «Amanece, que no es poco» hizo más por la unidad de España que la derecha.
Lamentablemente el «amanecismo» de Cuerda se vio reemplazado por el «anochecismo» del propio Iglesias cuando despidió con caras destempladas a Iván Espinosa de los Monteros en el Congreso de los Diputados. Algo tuve que ver en esa querella personal pues el vicepresidente venía a contestar mi pregunta sobre la pertinencia de la eventual presencia de Puigdemont en la Comisión de Reconstrucción. El aprendiz de destructor había sido postulado como maestro de reconstrucción con el apoyo de Unidas Podemos. Y en la réplica, entre un sopicaldo de Fraga, memoria histórica a media luz y vestigios golpistas al alba, se desencadenó la trapatiesta.
Hay un fondo de impostura en todo lo que percibo que denota una querencia patológica de algunos políticos al séptimo arte. Hay tres películas que encierran el fin último de todo ser que desee vivir atrapado en una falacia perpetua bajo una narrativa compleja de la mentira.
Por un momento, en las veinticuatro horas horribles de Iglesias, pensé que era el protagonista de tres películas muy conocidas. Invoquen En el nombre del padre y se hiperventilará toda la furia desatada a la irlandesa; engañen y escojan un momento de la historia en el que se sienta cómodo, al igual pero a la vez que a la inversa que en Good bye, Lenin! de Becker; y monten un show como a Truman en la película de Weir, en el que siempre se vean las mismas estrellas y hasta el mismo océano, y en el que el decorado no se caiga hasta el final.
Hasta hace unos días, acaso un cuarto de hora antes del fin del siglo anterior, la pandemia que asolaba el mundo era el relativismo, en el que, al menos, existía una constatación de la volatilidad de valores y de principios. Con el nihilismo, o lo que es lo mismo, con la negación de la misma verdad, ya no hay ni relativismo ni Dios que te crió. No hay nada. Es evidente que hay quien no sabe lo que es la verdad ni la espera, porque cuesta reconocer que existe y, por consiguiente, es gravoso exponerse constantemente a ella.
El miedo actual se descompone fragmentado en un espejo de mentiras y de medias verdades, sin contraste ni análisis razonado, ni opinión pública comunicada. Todo es posible porque el mediocre no aspira a conocer la verdad sino a tener razón, sea lo que sea hoy la razón.
La política nacional, y no me refiero únicamente a Iglesias, se ha convertido, por el momento, en una insufrible lluvia de meteoritos emocionales e irracionales que destrozan cualquier intento básico de raciocinio. Se dice en las redes y ya está, sea o no sea cierto. Delirante. Cierto es que con estas conductas crecen los manipuladores, los aprovechados y aquellos que desean atenuar su sentido de culpa y hasta su idiocia perfectamente perceptible. Este nuevo modo de vida es muy atractivo para ellos, pero condenan sin remedio a toda una sociedad porque si todos nos comportamos igual no quedaría nada.
Si el Siglo de las Luces fue el siglo de la ilustración y de la razón, el siglo de los móviles de última generación y de las redes sociales es el siglo de la ofuscación y de la turbación. En el mundo de lo absurdo, hasta Unidas Podemos quiere apropiase del Siglo de las Luces. Nada es lo que parece, nada es lo que es y nadie es lo que dice ser. Pero parece ser, por parecer, que todo da igual, porque gana quien da más, más mentiras. Hay mentiras arriesgadas, aunque el riesgo comienza a ser un entretenimiento de fin de semana sin pena ni contrición. Porque en un mundo de mentiras, al menos, nos debería quedar la posibilidad de construir nuestra propia mentira, nuestra mentira íntima, aquella que nos permite vivir aunque nada sea verdad.
Cuando observo, entre el pánico ambiental y la rutina de lo absurdo adónde estamos llegando, solo puedo concluir que pensar críticamente y hacer oficio de ese pensamiento es un deporte de riesgo entre tanta mediocridad. La democracia igualitarista del mediocre lleva a nivelar a todos acomodaticiamente, porque el mediocre solo sabe organizarse en torno a más mediocres. El mediocre consume palabras vacías, lenguaje insulso, convenciones semánticas que atacan el más básico instinto racional. Plutarco y su doctrina campan en el Congreso:
«El charlatán pretende hacerse amar y solo consigue ser aborrecido; quiere ser obsequioso y no logra sino hacerse importuno; busca el que se le pone en ridículo; gasta para no recoger; ofende a su amigo, sirve a sus enemigos y trabaja en su propia ruina».
En suma, somos una combinación de hechos y de percepciones tamizados por la trituradora de los sentimientos. Los hechos son incontestables, las percepciones son contestables y los sentimientos son incontables. Cuando habíamos llegado a la conclusión después de muchos años de desarrollo social de que la verdad existía por encima de la sombra del desconocimiento, ahora resulta que la verdad no existe. Y, al menos a racionalistas de culto y de tradición como quien escribe, que no exista la verdad es tanto como que se abra el suelo repentinamente y emerjan todos los orcos de la Tierra Media. Y eso que todavía no han pedido la independencia.
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