Texto Juan Tallón / Ilustración Nicolás Aznárez
29/02/2016
Cambio16 publica cada mes un relato para cerrar la edición de papel. Esta historia la firma Juan Tallón, columnista de El País y colaborador de la cadena Ser, que acaba de publicar Fin de poema, su quinto libro.
orenzo había sufrido un principio de infarto la semana anterior a Nochevieja y convalecía en el hospital de Ourense. Entretanto, en casa veíamos la tele, comíamos las uvas, las escupíamos en la mano y nos marchábamos a la cama, para no ser cómplices de nuestra decadencia. Por estos días mi familia se desmoronaba a la vez que descubría que la vida es cruel, aterradora y bella. En el último momento, sin atisbo de reflexión, varié mis planes, metí una botella de whisky en la mochila y me dirigí al hospital.
Entré por Urgencias. Allí la noche hacía equilibrios sobre una calma movediza. Casi era la una de la madrugada y, cumpliendo con una tradición oscura, no tardarían en llegar las ambulancias con las primeras intoxicaciones del nuevo año. Me acerqué a la ventanilla de admisión. A la administrativa le costó apartar los ojos de su teléfono móvil. Recé para que fuese una de esas personas que se ablandan ante las historias de seres humanos solitarios y tristes. Desconozco por qué, pero esa noche pensé que obtendría más provecho de la sinceridad que de una hermosa y grotesca mentira, así que le expliqué que venía a “enjuagar en un trago la Nochevieja más triste de un enfermo del corazón”. No sé de dónde saqué una frase así. Ella me miró como a un pelele y me respondió: “Esto no es un bar, sino un centro hospitalario. ¿Te das cuenta, no?”. No era la reacción que esperaba, pero aún así adiviné una grieta para la esperanza en el modo en que había pronunciado “bar”, sin atisbo de burla o desprecio.
Me persuadí de que casi la tenía en el bote y le expliqué que yo era lo más parecido a un familiar que tenía mi amigo. “Sólo querría desearle feliz Año Nuevo y que no piense que está solo como un perro en este mundo”, exageré. Me estudió fijamente durante dos segundos. “¿Cómo has dicho que se llama?” Repetí el nombre. “Pues lo siento, pero ya está acompañado por un familiar”. Me quedé helado. Lorenzo no tenía padre, ni madre, ni hijos, ni hermanos, ni sobrinos. Nada. Ni siquiera una tortura. A qué pariente se refería, pregunté. “A su esposa”, me aclaró. Sonreí sin sonreír, para no ofender. Lorenzo estaba soltero, de toda la vida, como acostumbra a decirse. Algunos días alternaba con putas, pero sin llegar a casarse con ellas.
Me aparté un instante del mostrador. Me vendría bien pensar. Era obvio que no le había caído en gracia. Pero me resistía a no celebrar con Lorenzo que no había nada que celebrar. Sospechaba que necesitaba compañía. Y a mí tampoco me vendría mal. Pero, ¿cómo conseguirlo? La buena fortuna acudió en mi rescate. En un pasillo al fondo reparé en la presencia de Sandra Salvatierra, una radióloga con la que había tenido un rollo un par de veces, sin que a los dos nos quedasen marcas. Le hice un gesto, sonrió, nos acercamos. Casi se me pasa por la cabeza intentar una tercera aventura, y olvidarme de Lorenzo. Le resumí la situación, mi cariño por mi amigo, lo solo que debía encontrarse en este momento en su habitación. En última instancia, me puse melodramático: “¿No te ha pasado alguna vez que has temido que a un amigo le quede una sola noche de vida y que tal vez tú podrías ser la última persona querida que viese?” No sé si dio resultado, pero lo dio.
Sandra me condujo por un laberinto de pasillos y cuando estuvimos ante la habitación 215 me dijo: “Es aquí”. Empujé la puerta y me dio en la cara una amplia y gruesa oscuridad. Me quedé paralizado. Unos alientos se tropezaban como si fuesen electrones, con suavidad, pero también con furia. La oscuridad se llenó con jadeos. Me retiré y me senté en el suelo a esperar no sabía bien el qué. Al rato, el pestillo de la puerta se movió y apareció una mujer altísima, negra, con pantalones ajustados y tacones imponentes. Creí ver cómo se guardaba unos billetes en un bolsillo. La seguí con la mirada mientras se alejaba, fascinado. Después entré en la habitación y descubrí a Lorenzo muy recuperado del amago de infarto.
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