Por Manuel Domínguez Moreno
Se habla mucho de los principios éticos que deben regir la acción política y de la obligación moral que debe presidir el ejercicio del poder en su vertiente instrumental para que la transparencia sea connatural a la gestión pública, pero a la hora de definir tales normas deontológicas resulta imposible poner de acuerdo a ideólogos y sociólogos, juristas y filósofos. Es como si el pensamiento y la praxis nunca pudieran coincidir en la misma dirección política. Cualquier ley puede ser así legítima pero manifiestamente injusta. Cualquier mayoría puede ser tendencialmente ética pero, al mismo tiempo, imparcial e inmoral, que repugne a nuestras convicciones y nuestra conciencia.
Recomendaba Marco Anneo Lucano un distanciamiento prudente del poder porque debe alejarse de los palacios el que quiera ser justo ya que la virtud y el poder no se hermanan bien. Según la catedrática de Ética Victoria Camps, la democracia necesita una sola virtud, la confianza, precisamente porque la ética actual parte de una realidad plural que asume valores diversos y múltiples que merecen respeto desde el más puro formalismo. Nadie puede situarse por encima de la ley, pero la norma está sujeta a crítica y, por lo tanto, evoluciona adaptándose a la realidad, es legítima hasta que deja de serlo y cambia sin quebrantar los valores de igualdad y libertad que nos conducen a la justicia y a la felicidad, entendida esta siempre desde un universo colectivo en el que no caben distingos entre la moral pública y la privada.
No obstante, el compromiso con los principios éticos sí que es individual y obliga a cada actor político a rendir cuentas. De aquí la importancia de los valores que consideramos relevantes frente a los abusos de poder y que podrían venir definidos por el reconocimiento de los derechos universales; el respeto a la vida, la apuesta por el diálogo y el pacto social, la autonomía y la independencia e identidad de los pueblos, la libertad de conciencia y de expresión, de igualdad de oportunidades y, en definitiva, la satisfacción de las necesidades sociales, económicas y culturales de todos los individuos.
Aquí tenemos algunos de esos principios éticos que son fundamentales en el sistema democrático, que deben impregnar el modelo económico y productivo y que, de una u otra forma, han fallado clamorosamente hasta conducirnos a la crisis global. Si tenemos que repensar el sistema y volver a definir algunas de las normas que rijan la acción política y limiten el poder debemos acudir a estos principios. Bromeaba Groucho Marx con la provisionalidad y ductilidad de sus firmes principios, manifestando que si no gustaban, tenía otros para sustituirlos. Es esta doble moral la que ha entronizado la corrupción y la codicia como categorías políticas que sustituyen a la virtud para sostener el poder. Creemos que tenemos una democracia fuerte e institucionalizada y no somos capaces de apostar por lo público; presumimos de un sistema garantista y nos causa pavor el bien común y el interés general. Sólo nos preocupa lo que nos afecta a nosotros mismos y, en consecuencia, emporcamos la política hasta límites insoportables, arrastrando a nuestra conveniencia los principios éticos hasta desvirtuarlos y degenerarlos.
Es preciso regenerar la política desde la responsabilidad porque, en palabras de Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la actual Constitución española, la democracia o es moral o no es democracia. Frente a la ética de la responsabilidad está la nueva moral del éxito basada en la economía como antítesis de la ética, en la política como instrumento de poder, las dictaduras públicas y privadas para anular las conciencias y la deslealtad para maltratar al pueblo.
Resulta paradójico constatar que los líderes mundiales, empeñados en atajar las consecuencias del colapso global, el crac financiero y sus efectos perniciosos, en lugar de analizar y combatir sus causas se han puesto de acuerdo al reconocer la dimensión humana de la crisis, como si la economía en sí pudiera sustraerse de su humanización o no le fueran propios los principios éticos para el progreso social y el bienestar de los ciudadanos. Es como si intentásemos despojar a la religión de la divinidad.
En este sorpresivo descubrimiento radica gran parte del fallo clamoroso de todos los controles que ha posibilitado el hundimiento del sistema, poniendo en solfa un modelo, sustentado por la ideología neoliberal y el capitalismo, en el que al final, mire usted por dónde, estaba el hombre y, detrás del hombre, su conciencia y su dignidad.
Se equivocan los que pretenden sustituir las finanzas de salón por la economía de rostro humano mientras el escenario siga siendo un casino y la única regla moral el no-va-más-la-bancagana.
Ya lo apuntó el poeta Arturo Graf al señalar que la vida es un negocio en el que no se obtiene una ganancia que no vaya acompañada de una pérdida. La conciencia es al hombre y a su libertad lo que la ética a la economía, por más que nos empeñemos en maquillar un proceso de destrucción cuyo talón de Aquiles es precisamente la idea del triunfo, el mito del éxito social construido no sobre los principios de igualdad, solidaridad y justicia, sino sobre la irresponsabilidad, la codicia y la corrupción.
Con todo, en palabras del economista y filósofo John Stuart Mill, el hombre no puede ejercitar su libertad para destruirla. Es verdad que cada mito tiene su antagonista y los ídolos que adoramos esconden los pies de barro.
Por eso, frente al destino ineluctable del hombre hay que oponer la conciencia que nos hace libres. Nunca queremos ver la ausencia de virtud en nosotros mismos en la falsa creencia de que el mal está en los otros. Hemos encumbrado y enriquecido a todos los farsantes, que han dado alas a la mediocridad y alzado el vuelo impulsados por las dictaduras públicas y privadas.