Por Cambio16
06/09/2017
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Akira Kurosawa fue uno de los más célebres directores de cine de Japón. Comenzó su carrera con Sugata Sanshiro (La leyenda del gran Judo), dirigió más de 30 películas, entre ellas algunas tan conocidas como Los siete samuráis, Rashōmon1 o Dersu Uzala. En 1990 recibió un Óscar honorífico por su trayectoria.
Aunque como ocurre con cualquiera, la vida de Akira Kurosawa (1910-1998) iba más allá de las películas, o bien, digamos que las películas se nutrían de su experiencia vital. Sin ir más lejos, su afición al alcohol le ayudó en El ángel ebrio. Akira nació en Omori, en la provincia de Tokio. Y se vio estimulado a escribir su ‘casi autobiografía’ por el ejemplo de Jean Renoir y el ‘no-ejemplo’ de John Ford. Advertía que para los que se acercaban a su cine, saber de él ayudaba a entenderle.
Kurosawa dedicó buena parte de sus memorias a recordar su infancia: su retraso en el colegio y su etapa de ‘niño llorón’ -como él mismo lo definió-. Tal circunstancia le unió a un compañero, Keinosuke Uesuka, llorón que como él acabaría dedicándose al cine. Muy unido a su hermano mayor, el suicidio de éste con 27 años le marcó. Precisamente él le inculcó el amor al cine, por su trabajo como narrador de filmes mudos.
Entre las películas que Akira vio entre 1919 y 1929, cerca de un centenar, hay trabajos de Chaplin, Ford, Sternberg, Von Stroheim, Lubitsch, DeMille, Sjostrom, Lang, Wiene, Walsh, Dreyer, Pabst, Buñuel, Borzage, Renoir… El cine extranjero le interesa más que el nacional.
En 1935 responde a un anuncio de los estudios de cine PCL, que buscan ayudantes de dirección. Lo ve como una casualidad, y algo más: «Me había dedicado a la pintura, a la literatura, al teatro, a la música y a otras artes, y me había quebrado la cabeza con todas esas materias que, al fin y al cabo, reúne el arte del cine».
Akira, el hombre
Akira era hijo de militar, y tomó clases de kendo (lucha con cañas de bambú) y esgrima. Terco y de mal genio, le gustaba el mundo militar, de guerreros, cabalgadas y batallas, que reflejó en sus filmes. Disciplinado como cineasta, daba un consejo, que él mismo se aplicaba, para ‘los que no tienen tiempo’: “Puede que sólo escribas una página por día, pero si lo haces todos los días te encuentras al final de un año con que tienes 365 páginas de guión.”
Su filmografía es apasionante. Bebió de fuentes occidentales, y él mismo influiría más allá de las fronteras de Japón. Shakespeare (Trono de sangre, Ran), Dostoievski (El idiota) por un lado, y los filmes revisitados en Occidente (Los siete samuráis y Los siete magníficos, Yojimbo y Por un puñado de dólares, La fortaleza escondida y La guerra de las galaxias) por el otro. El boom fuera de Japón se lo dio Rashomon, León de Oro en Venecia.
Cuando llegaron horas bajas (su mala experiencia con Tora! Tora! Tora!), algunos admiradores occidentales le echan una mano: Lucas y Coppola con Kagemusha, la sombra del guerrero, Spielberg con Los sueños de Akira Kurosawa, los rusos con Derzu Uzala. Aunque tocó muchas teclas (el cine negro en El infierno del odio y Los canallas duermen en paz, o su continua revisitación del mundo de los samuráis), quizá uno de sus títulos más rebosantes en humanidad fue Sueños.
El periplo del funcionario anodino cuya vida da un vuelco cuando le diagnostican un cáncer (al fin hará algo útil, escuchar la petición de impulsar un parque infantil) confirma el humanismo de un gran cineasta.