Abrazarse entre hombres es cosa de todos los días. En cada país la coreografía es única.
En el mío, siempre un apretón de mano derecha, luego poner tu cabeza en el hombro izquierdo del otro, darle dos palmadas suaves pero firmes en la espalda y luego regresas a darle la mano derecha por segunda vez.
Es muy raro cuando abrazas a un gringo, el huey solo te da la mano y cuanto te acercas a abrazarlo, él no sabe qué hacer y termina tratando de copiar la palmadita en la espalda cuando ya es demasiado tarde. Un europeo le entiende muy bien a la palmadita de la espalda, pero el segundo apretón de mano derecha no es parte de su ritual y entonces, al tú extenderla para cerrar el abrazo, él te la termina agarrando con su mano izquierda y hay una breve incomodad por algo que no termina de consumarse.
El tema es que, aun cuando la coreografía sale perfecta con gente de tu país, el abrazo es un acto automático que se hace sin pensar, como cuando nos cruzamos con un peatón hombre en la calle y automáticamente asentimos con la cabeza, denotando que no hay peligro y que ambos estamos seguros en nuestro breve cruce de camino.
El abrazo es automático también como cuando bajo la mirada a ver las nalgas de una mujer que cruza mi camino, o cuando saludo de beso a la gente al llegar a la oficina, o cuando me despido en WhatsApp siempre con el mismo emoji.
Pero recientemente me puse a abrazar hombres de forma no automática, con todo el cuerpo y toda la presencia. Lo hice dentro del ambiente adecuado, en un retiro exclusivo de hombres, porque sería demasiado raro y potencialmente peligroso, abalanzarme sobre un hombre en la oficina y quedarme más de tres segundos en ese encierro temporal. Imagínate que vas a cenar a Sanborns con tus amigos, y cuando llega el último de ellos, te paras de la mesa, y te le quedas colgado dos minutos. Raro para él, para mí, raro para los que se quedaron sentados y raro para la mesera que nada más no encuentra el momento para preguntarle que traerle de tomar al recién llegado.
En el Retiro, hasta nos dieron instrucciones sobre cómo abrazar.
Te plantas frente al otro, lo ves a los ojos, y no solo pegas tu corazón con el suyo, sino todo tu cuerpo. La panza, los muslos, y lo que se encuentra entre estos dos.
Y luego, te quedas ahí.
Uno, dos, tres segundos. Esos son los fáciles. Luego llega el cuarto y en el quinto empiezan las dudas:
¿Muevo mi mano? ¿Le acaricio la espalda? ¿Le doy una palmadita?
¿Por qué él no se está moviendo? ¿Qué significa?
¿Estará igual de incómodo que yo?
¿Estará cómodo? ¡Oh No! Este cuate ya está demasiado cómodo encima de mí.¿Se verá muy mal si me separo? Tampoco quiero hacerlo sentir mal. No entiendo como todos a mi alrededor están aguantando esto.
Pasan 20 segundos y empiezo a percibir su corazón. Apoyo con suavidad mi cabeza sobre su hombro. Ahora mi pelo acaricia su mejilla y su mejilla acaricia mi pelo.
30 segundos y por fin me atrevo a hacer una respiración profunda, y con la exhalación, me entrego un poco más a este suave apretón de cuerpos.
Con la exhalación, le señalo a mi sistema que estoy seguro y tal vez se lo estoy señalando al de él también.
Después de unos segundos, su corazón se ralentiza y los latidos vienen más espaciados, y por primera vez siento lo que se siente exhalar al mismo tiempo que él.
Largo, lento, tendido. Como si el aire que exhalamos nos cargara a los dos. Mi cuerpo no recuerda haber sentido esto en mucho, mucho tiempo.
Sorpresivamente, dejo de sentir el cansancio por estar forzando el abrazo por 40 segundos. Es más, ahora siento que de alguna manera empiezo a descansar.
Con la tercera o la cuarta exhalación conjunta -voy perdiendo la cuenta- me doy cuenta de que mi miedo no es a que me salga una erección, o peor, que le salga a él, sino que mi miedo es a que este extraño sienta toda mi inseguridad. No quiero que perciba mi torpeza, que sienta mis vacilaciones por no sentirme a gusto en mi propio cuerpo.
Tengo miedo de que esta persona me sienta más de lo que yo jamás podré sentirme. Que otro ser sepa más sobre las cosas a las que yo no tengo acceso de mí mismo.
Y éste es el milagro del abrazo.
Aproximadamente a los 50 segundos, el cuerpo sabe antes que la mente que ambos nos estamos recargando en el otro.
Que el “yo mismo”, solo cobra sentido cuando otro “yo” me abraza.
Ahora mis brazos se relajan en su espalda, pero no caen, mis piernas se relajan, pero me siguen cargando, mi pene y energía sexual están presentes, pero de otra manera.
En su debilidad, en sus ideas de sí mismo, en su propia incomodidad acerca de quién es él, me está sosteniendo. Tal vez esta es la única forma real de sostenimiento. Porque el que sostiene a otro nunca está completo. La completud solo se puede lograr por momentos cuando dos o más seres incompletos, se abrazan.
60 segundos y ya no le importa mi sudor, mi olor, mi mini-temblorina de nerviosismo. Al contrario, ambos micro-temblamos al mismo ritmo y nos damos la bienvenida.
70 segundos y ahora sí, lo abrazas con más fuerza. Lo aprietas más a tu cuerpo y ahora sí es inequívoco: yo decido estar en este abrazo, yo decido prolongarlo, yo decido decirle a este extraño que lo quiero. Le acaricio la espalda porque quiero que sepa, sin lugar a dudas, que, en este juego de dos minutos, me acepto y lo acepto. Y con suavidad, al sentir mi pelo acariciar su mejilla, soy ese niño chiquitito, soy ese bebé que está naciendo y no tiene miedo al Mundo.
80 segundos y le susurro: “Gracias hermano. Te quiero mucho”.
Me lo dice él también. Inequívocamente.
La energía sexual, la fuerza del cuerpo y la creatividad son una misma. A veces insistimos en separarlas.
Y no todo se trata de sexo.
Observo que todos a mi alrededor siguen en su abrazo. Ya no sienten que los están obligando. Que los están persiguiendo. Que los están juzgando. Ni siquiera que los están observando.
De hecho, este abrazo es solo para mí. Yo soy el que me abrazo, yo soy el que abrazo al mundo, y sobre todo, el que ahora se deja abrazar por el mundo.
Es un abrazo de estar solo y acompañado al mismo tiempo.
Pito con Pito. Alma con Alma.
90 segundos y ahora la despedida que se avecina no se siente como una despedida. No es prematura ni postmadura. Es lo que tenía que pasar.
Siento la muerte de esta separación, siento mi muerte que vendrá algún día, pero no siento pena. Solo agradecimiento.
Nos soltamos y nos separamos unos micro-centímetros.
Nos vemos a los ojos y no hay nada que decir. Pero lo decimos:
“Gracias.
Gracias, cabrón.
Muchas gracias”.
Tu mirada tatúa en mí la certeza de este momento.
¿Y sabes qué es lo mejor? Que no te quiero solo para mí. Ahora quiero que vayas y abraces a otros, como yo lo haré. Porque el abrazo es un abrazo común y verte abrazar a otro hombre me hace sentir abrazado.