Albert Camus es uno de esos escritores, bastante escasos por lo demás, que jamás dejan de producir un impacto profundo en quien les lee. Hay algo de muy sincero, de muy honesto en sus libros que invariablemente genera la sensación de que se está frente a un testimonio hondamente asumido. A la vez, la obra de Camus tiende a generar confusión, pues se compone de tres grupos de escritos con «tono» bastante diferente. De un lado se encuentran los ensayos sobre lo que quiero llamar “la religión de la dicha”, es decir, Anverso y reverso, Bodas y El verano, por otra parte, se hallan las grandes obras en torno al tema del absurdo, en especial, El extranjero, Calígula, y El mito de Sísifo. Finalmente, y ocupando lugar singular como culminación de una trayectoria están, La peste, El hombre rebelde, y La caída.
En este ensayo crítico me propongo mostrar que, tras la complejidad y las diferencias de estilo y contenido de esas obras existe una sólida unidad temática, y un compromiso fundamental con una visión del mundo, la de la religión de la dicha, que subyace la totalidad del universo camusiano y concede a sus logros, un significado radicalmente diferente al de, por ejemplo, los de un Jean Paúl Sartre, con cuyo «existencialismo» no pocas veces y –erradamente– diversos intérpretes identificaron la obra de Camus.
No es fácil encontrar dos espíritus y dos temperamentos intelectuales más disímiles que los de Camus y Sartre. Por un tiempo, durante los años de la guerra y la resistencia en Francia, y en el período inmediatamente posterior, una percepción superficial les ubicó a ambos como «existencialistas», profetas de un mismo mensaje y representantes de una misma línea filosófica.
Semejante identificación era, no obstante, un grave error que se debió, entre otras razones, al tono de no pocos pasajes de las obras de Camus sobre el tema del absurdo, cercano a los aportes sartreanos en sus novelas, piezas teatrales, y el tratado filosófico El ser y la nada. Hay que añadir la atmósfera intelectual predominante y el carácter de los tiempos, propensos ambos a borrar las distancias entre dos hombres que, en apariencia, hablaban el mismo lenguaje descarnado, ajeno al universo religioso y a las certidumbres de la moral «burguesa», un lenguaje crudamente directo en su exploración de la miseria humana.
Sin embargo, siempre existió un abismo entre Camus y Sartre, abismo que se puso eventualmente de manifiesto, con toda suerte de desgarraduras, en la agria polémica suscitada a raíz de la publicación de El hombre rebelde en 1951, pero que permaneció vivo en todo momento entre dos escritores y sus obras, con temperamentos, convicciones, y propósitos acentuadamente distintos.
Camus y Sartre, para emplear el lugar común, fueron testigos excepcionales de su tiempo y circunstancias; el segundo como un talento singular aferrado a una ciénaga de abyección, transmitida con gran poder en sus obras; el primero como un espíritu en el fondo profundamente religioso, persuadido de la grandeza que se esconde en lo humano, y comprometido con una vocación de dicha, de alegría, de humildad ante los seres y el mundo.
Sartre convencía con la fuerza de su intelecto y la elocuencia de sus ensayos y ficciones, pero se equivocó seriamente en sus certidumbres políticas. Camus, por su lado, llegó más hondo y tuvo razón, pero fue necesario el paso del tiempo para percatarse de ello. Cuando el abismo se abrió, Sartre pareció tener razón ante las dudas de Camus acerca del marxismo y los experimentos socialistas, y Sartre llevó la mejor parte en la discusión.
Pero el acertado era Camus, y ese acierto, hoy evidente, se desprendía del rigor y la fidelidad conceptual de una obra más «humana», porque es más humilde, en el mejor sentido del término, es decir, más apegada a la verdad de nuestra condición imperfecta y perecedera. Esa fidelidad de Camus se dirigía, por encima de todo, hacia sí mismo, y era una fidelidad hacia su religión de la dicha.
El eje de la obra de Camus se halla en la relación entre el tema de la dicha, el mal, y la rebelión frente al mal, una rebelión que tiene su sentido precisamente en la reivindicación de esa posibilidad de dicha plenamente humana, sin Dios, por la que Camus luchó sin cesar, y que al final de su carrera, en la novela La caída, percibió como insatisfactoria para sustentar una existencia éticamente auténtica.
En el prefacio de Anverso y reverso, libro que contiene algunos de sus más hermosos ensayos de juventud (1937), Camus señala que «cada artista guarda, en el fondo de sí mismo, un manantial señero que alimenta durante su vida lo que es y lo que dice… al menos yo sé eso y a ciencia cierta: que una obra de hombre no es más que este largo caminar para encontrar con los rodeos del arte las dos o tres imágenes sencillas y grandes sobre las que, por primera vez, se abrió el corazón».1
De esos ensayos, a los que siguen los de Bodas (1938), pueden extraerse con facilidad esas «imágenes» que definen la trayectoria de Camus, y que se sintetizan en uno de los párrafos finales de su libro más importante: «Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».2
Hay pocos contrastes más agudos que el de los ensayos camusianos de la religión de la dicha, y una novela como La náusea, publicada por Sartre en esa misma etapa (1938). Véase estos ejemplos:
Camus: «Es suficiente: un solo resplandor naciente y heme aquí lleno de una alegría confusa y aturdidora… ¿Quién soy y qué puedo hacer sino entrar en el juego de los follajes y de la luz?… Yo no me quejo, puesto que me contemplo nacer. En esta hora todo mi reino es de este mundo».3
Sartre: «Yo vivo solo, completamente solo. Nunca hablo con nadie; no recibo nada, no doy nada».4
Camus: «Marchamos al encuentro del amor y del deseo. No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía que se exige a la grandeza. Fuera del sol, de los besos y de los perfumes salvajes, todos nos parece fútil. En cuanto a mí, no busco el estar solo allí. He ido frecuentemente con los que amaba y leía en sus rasgos la clara sonrisa que tomaba allí el rostro del amor».5
Sartre: «Día perfecto para volver sobre uno mismo: las frías claridades que el sol proyecta, como un juicio sin indulgencia, sobre las criaturas, entran en mí por los ojos; me ilumina por dentro una luz empobrecedora. Me bastarían quince minutos, estoy seguro, para llegar al supremo hastío de mí mismo».6
Camus: «Hay un tiempo para vivir y un tiempo para dar testimonio de que se vive. Hay también un tiempo para crear, lo que es natural. Me basta con vivir con todo mi cuerpo y con atestiguar con todo mi corazón».7
Sartre: «Me dan ganas de marcharme, de irme a cualquier parte donde estuviera realmente en mi lugar, donde me encerraría… Pero mi lugar no se halla en ninguna parte; estoy de más».8
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero hasta con los pasajes citados para captar esa radical diferencia de tono y de actitud hacia la vida. Como veremos, el tema del absurdo ocupa un lugar secundario en la obra de Camus, en el sentido de que forma parte de una columna vertebral de percepciones y certezas que le supera y envuelve.
En Sartre, en cambio, la náusea «me posee».9 Para Camus, en un comienzo, existió el propósito expuesto en su diario de 1936: «No diré más que mi amor a la vida».10 Después, la crisis del absurdo introdujo una dimensión más honda y real, así como más completa, en su visión del destino humano. No obstante, la religión de la dicha camusiana jamás se limitó a una mera aceptación de la sensualidad del mundo, y de una existencia consagrada a un puro goce de la individualidad en contacto con la naturaleza, pues incluso en Bodas y Anverso y reverso se despliega la toma de conciencia sobre la muerte, que convierte esa existencia orgullosa, plena de un humanismo sobrio y gozoso, en destino.
De allí la frase, casi al final de su primer libro de ensayos, que preludia la siguiente etapa del absurdo:
«La gran valentía sigue siendo la de tener abiertos los ojos a la luz como se los tiene a la muerte»11
La muerte transforma la existencia al exigirle un sentido. ¿Cuál es? Esa es la pregunta que fundamenta el tema del absurdo, tránsito necesario a la religión de la dicha.
Posiblemente el elemento clave para comprender y apreciar cabalidad a Camus sea el clasicismo, entendido como mesura en el estilo, sobriedad en las concepciones, disciplina en la forma, equilibrio en los planteamientos. Los tres grupos de obras mencionados encuentran su unidad en esa combinación de ingredientes, propia de un espíritu entregado al goce de vivir, pero consciente al mismo tiempo de los límites y miserias de la existencia.
Camus definió así su posición, en una entrevista de 1951, reflexionando sobre su iniciación literaria: «Mi culto se dirigía sobre todo al artista… Conociendo bien la anarquía de mi naturaleza, tengo necesidad de ponerme, en arte, barreras. (André) Gide me ha enseñado a hacerlo. Su concepción del clasicismo como un romanticismo domado, es la mía».12
Sólo desde esta perspectiva, la del romanticismo domado, es posible ubicar el tema del absurdo como un «momento» en la visión filosófico-literaria de Camus, un «momento» conceptual que surge a medio camino entre la religión de la dicha y la rebelión.
Para empezar, conviene insistir en que los ensayos de Bodas y Anverso y reverso no nos ofrecen una simple apología del goce sensual de vivir. En ellos se percibe el choque de un límite que, si bien no acaba con la entrega a esa vida que se exalta, es capaz —por instantes— de menoscabarla y ensombrecerla:
«No me agrada —escribe en Bodas— creer que la muerte abra un nuevo camino. Para mí es una puerta cerrada. No digo que es un paso que es preciso dar, sino que es una aventura horrible y sucia. Todo lo que se propone se esfuerza por descargar al hombre del peso de su propia vida… Es en la medida en que yo me separo del mundo como tengo miedo de la muerte».13
En estos pasajes, y en muchos otros, se perciben dos cosas: en primer lugar, la inquietud camusiana ante la muerte, que convierte la vida en destino; por otro lado, su negativa, a admitir una respuesta religiosa, a aceptar algún consuelo trascendente:
«Hay palabras —dice también en Bodas— que nunca he comprendido bien, como la de pecado …si hay un pecado contra la vida no es quizá tanto el desesperar de ella como esperar otra vida y apartarse de la implacable grandeza de ésta …El mundo es hermoso y fuera de él no hay salvación».14
Afirmé antes que Camus fue un espíritu profundamente religioso. Puede sonar paradójico pero de hecho no lo es. A pesar de su reiterado rechazo a la idea de salvación trascendente, Camus prosigue a lo largo de su obra un diálogo perenne con el problema religioso: lo rodea, lo elude, lo ataca, lo alude, lo persigue, pero jamás lo abandona.
Tiene en parte razón Moeller cuando sostiene: «La desconfianza de Camus ante las respuestas de la filosofía y la fe no nace de una recusación, sino de una incapacidad sicológica profunda; incapacidad vinculada a una experiencia que se identifica con ‘el sentimiento primero de la vida’. Camus no logró nunca superar la conturbación inmediata de su sensibilidad siempre en carne viva ante la injusticia y el dolor».15
Ciertamente, desde el punto de vista psicológico, Camus epitomiza esa sensibilidad contemporánea, predominante sobre todo a mediados de siglo —y popularizada por el movimiento «existencialista»— que rehúsa la opción religiosa y hasta en oportunidades hace mofa de ella, considerándola a lo más como un engaño, como mínimo un consuelo cobarde.
No obstante, desde un punto de vista filosófico, Camus logró superar las limitaciones impuestas por su sensibilidad, y mantuvo un constante anhelo de respuestas, una búsqueda que atraviesa por la rebelión y alcanza otro recodo del camino en el tema de la culpabilidad, magistralmente tratado en La caída. La prematura y trágica muerte de Camus truncó una indagación espiritual a la que, uno lo siente, todavía le quedaba un largo trecho hacia adelante.
Sartre mismo lo reveló. Entre 1937 y 1942, tiempo durante el cual madura el tema del absurdo, Camus sufrió una severa enfermedad, y tuvo que pasar varios períodos en sanatorios para cuidar su salud. El choque brutal de la enfermedad en ese espíritu entregado hasta entonces a la religión de la dicha, acentuó rasgos que ya se perfilaban, en medio del goce sensible y la ofrenda de sí mismo al sol y al cielo esplendente.
A partir de allí, explica Moeller, «va a intensificarse, hasta la obsesión, el sentimiento de la muerte …Ebrio de su cuerpo …apasionado del mar y del sol, Camus se descubre enfermo. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar».16
La pieza teatral Calígula, la novela El extranjero, y el ensayo filosófico El mito de Sísifo, —todos concebidos y escritos entre 1938 y 1941—17 son testimonio de esa crisis espiritual, agudizada por la enfermedad. Estas tres obras, desde distintos ángulos y haciendo uso de diversos recursos literarios, desarrollan el tema del absurdo.
Camus explicó con toda precisión, para disipar dudas, lo que se propuso lograr: «Cuando yo analizaba el sentimiento de lo absurdo en Le mythe de Sisyphe, estaba buscando un método y no una doctrina. Practicaba la duda metódica. Trataba de hacer esa ‘tabla rasa’ a partir de la cual se puede comenzar a construir».18 Es decir, el absurdo de la vida no era una culminación, un final de ruta, sino un paso indispensable hacia otro «lugar».
El absurdo, en síntesis, es la convicción de que la vida carece de sentido; para Camus, no obstante, semejante descubrimiento no es un fin sino un punto de partida: «La falta de sentido de la vida —señala Moeller— es más una hipótesis de trabajo que una tesis evidente.
Camus abandonará más tarde la idea de que nada tiene sentido; profundizará su visión del mal presente en el mundo, pero, rehusando siempre una solución religiosa, seguirá convencido de que hay algo que hacer contra la peste. Le mythe de Sisyphe representa, pues, una especie de paso al límite: «supongamos que la vida no tenga absolutamente ningún sentido, ¿qué le queda al hombre que quiere y debe ser dichoso?».19
La respuesta de Camus es inequívoca: «Llevando hasta su término esta lógica absurda, tengo que reconocer que esta lucha supone la ausencia total de esperanza (que no tiene nada que ver con la desesperación), la negativa continua (que no hay que confundir con el renunciamiento), y la insatisfacción consciente (que no se podría asimilar a la inquietud juvenil). ..El absurdo no tiene sentido más que en la medida en que no se consiente en él«.20 El absurdo, repito, no es un final, sino un comienzo; el principio de una conciencia verdaderamente «humana»—por lo tanto, según Camus, sin consuelo religioso—, conciencia que conduce a la rebelión:
«El hombre absurdo no puede más que agotarlo todo y agotarse. El absurdo es su máxima tensión, la que él mantiene constantemente con un esfuerzo solitario, pues sabe que en esta conciencia y en esta rebelión, día tras día, atestigua su única verdad, que es el desafío».21
El suicidio, lejos de ser un acto de valentía, equivale a un escape engañoso, a una falsa renuncia. Ante esa alternativa, Camus reivindica «la única dignidad del hombre: la rebelión tenaz contra su condición, la perseverancia de un esfuerzo tenido por estéril».22
Sísifo es el «héroe absurdo» por excelencia: toma la pesada piedra sobre sus hombros y la lleva hasta la cúspide de la montaña, para verla caer otra vez al abismo, y luego levantarla de nuevo, subir con ella, luchar sin descanso. En esa tarea, Camus argumenta al final de su ensayo, «Hay que imaginarse a Sísifo dichoso»,23 frase que contrasta radicalmente con aquella de Sartre, según la cual «el hombre es una pasión inútil». Para Camus, Sísifo es un héroe, «tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio de la muerte y su pasión por la vida, le han valido este suplicio indecible donde todo el ser se emplea en no acabar nada».24
En realidad, el tema del absurdo en Camus tiene, muy al contrario de lo que ocurre con el de la religión de la dicha, un aire un tanto artificioso, ficticio; es, como ya dije, un «momento» necesario pero transitorio. En medio del absurdo, Camus sostiene su vocación de dicha, su convicción íntima de que, más allá del aparente sin sentido del mundo, existe un camino válido y significativo, por el cual merece la pena vivir.
La rebelión se vislumbra como la salida, el desafío y la negativa a sucumbir ante el absurdo. No obstante, antes de llegar a la rebelión la conciencia tiene que agudizarse, pues existe el mal, un mal que a la vez que intensifica la percepción del absurdo, acrecienta el imperativo de la rebelión. Ese mal es el tema de La peste.
He intentado poner de manifiesto, con el necesario énfasis, que en el eje de la obra de Camus —para emplear sus propias palabras— «hay un sol invencible».25 La religión de la dicha no le abandona, sino que se enmarca en un contexto crecientemente complejo: desde la entrega plena hasta el descubrimiento del absurdo, que a su vez da paso a la rebelión.
Mas esa rebelión no solamente tiene que ver con el absurdo, sino también, y de modo todavía más intenso, con el mal. Ante el mal, en especial el mal que experimentan los inocentes, Camus concluye en La peste que «es vergonzoso ser dichoso uno solo».26 La religión de la dicha se transforma, a partir de un credo individualista, en un compromiso de solidaridad en la rebelión.
La peste (1947) es la obra cumbre de Camus, y uno de los libros fundamentales de nuestro tiempo. El simbolismo de la novela es múltiple y complejo. Por una parte, La peste es la guerra y la ocupación alemana en Francia, que Camus experimentó directamente. Es también el mal moral, y es la epidemia que golpea y hiere al azar. Ese mal moral es encarnado por Cottard, un personaje que se nutre de los estragos y miseria que genera la epidemia, que crece en ellos, y desea que permanezcan.
La peste hace sufrir a los inocentes, y un episodio central describe la muerte del pequeño hijo del juez Othon. En esos pasajes, el poder de Camus como escritor alcanza su magistral cima. Para Rieux y Tarrou, los «santos laicos» de la trama, «el dolor infligido a esos inocentes nunca había dejado de parecerles lo que en verdad era, es decir, un escándalo».27 El pequeño sufre trágicamente, y alguien pide: «Dios mío, salva a este niño». No obstante, el niño muere. Paneloux, el sacerdote, dice a Rieux: «Pero acaso debamos amar lo que no podemos comprender», y Rieux responde: «No, padre. Yo tengo otra idea del amor. Y rehusaré hasta la muerte amar esta creación donde los niños son torturados».28
Ante ese «silencio de Dios», Camus reclama una «santidad sin Dios», encarnada por dos inolvidables personajes, Rieux y Tarrou, que luchan contra la peste con base en una moral desprovista de esperanza, comprometida con un sobrio y valiente humanismo. Estamos ante un asunto clave para Camus, en torno al cual reflexiona de esta manera, y la extensa cita merece la pena:
Había, desde luego, el bien y el mal, y, generalmente, se explicaba con facilidad lo que les separaba. Pero, en el interior del mal, la dificultad comenzaba. Estaban, por ejemplo, el mal aparentemente necesario y el mal aparentemente inútil. Estaban don Juan arrojado a los infiernos y la muerte de un niño. Pues si es justo que el libertino sea fulminado no se comprende el sufrimiento del niño.
Y, en verdad, nada había más importante en la tierra que el sufrimiento de un niño y el horror que ese sufrimiento arrastra consigo y las razones que es necesario encontrarle. En las restantes cosas Dios nos facilitaba todo y, por tanto, la religión no tenía mérito. Aquí, por el contrario, nos ponía entre la espada y la pared. Estábamos, así, bajo las murallas de la peste y era a su sombra mortal donde teníamos que encontrar nuestro beneficio.
El padre Paneloux resistía concederse ventajas fáciles que le permitieran escalar el muro. Le hubiera sido sencillo decir que la eternidad de las delicias que esperaban al niño podía compensar su sufrimiento; pero, en verdad, no sabía nada sobre ello. Efectivamente, ¿quién podría afirmar que la eternidad de un goce podía compensar un instante de dolor humano?29
En esta encrucijada se levanta un muro infranqueable entre Camus y la admisión de la verdad cristiana, sobre la cual afirmó: «Yo no parto del principio de que esa verdad sea ilusoria. Nunca he entrado en ella, eso es todo».30 Me interesa destacar que la posición de Camus no solamente es digna de respeto, sino también inexpugnable, desde sus propias premisas. Ante su argumentación, el cristianismo tiene dos respuestas.
Una, mencionada por Camus en el largo párrafo citado, la del Misterio de las Bienaventuranzas. Como lo expresa Moeller: «O bien se admite la fe cristiana, o bien se la rechaza. Si se admite, es preciso asumirla en su totalidad y considerar que, en la revelación cristiana, son los justos, los santos, los inocentes, los que pagan por los otros». 31
La segunda opción la explica Maritain de este modo:
«El mal de la naturaleza o el sufrimiento no es objeto propiamente ni de la permisión ni de la voluntad de Dios. Más bien diríamos que Dios lo admite, en este sentido de que por el mismo hecho de que Dios, como causa primera trascendente quiere y causa el bien del universo material y de las cosas de este universo, quiere también, aunque indirectamente y per accidens, o de una manera extraintencional, las pérdidas y daños ligados inevitablemente por ley de naturaleza a los beneficios y ganancias en cuestión: Imposible la generación sin corrupción, imposible la vida sin alguna destrucción, imposible el paso a una vida superior sin algún género de muerte…».32
El mal moral o mal de culpa es otra cosa, y —dice Maritain— Dios «ni lo quiere ni lo causa por sí… Decir que, por ciertas razones, yo permito algo, o sencillamente no quiero impedir una cosa que aborrezco, de ninguna manera significa que yo la quiero, por poco que sea».33
Estas opciones frente al problema del sufrimiento de los inocentes son rechazadas por Camus, quien no sólo no distingue entre el «mal de naturaleza» y el «mal moral», sino que no admite que ese sufrimiento pueda suscitar el «silencio de Dios». Habiendo superado el absurdo, encontrado el mal, y optado por la rebelión y la solidaridad, Camus concluye que «el único problema concreto» que importa es «si se puede ser santo sin Dios»:
«Sé sólo que hay que hacer lo necesario para no ser un apestado, y que eso es lo único que nos puede hacer esperar la paz o, en su defecto, una buena muerte. Es lo que puede aliviar a los hombres y, si no salvarles, al menos hacerles el menor mal posible e incluso, a veces, algo de bien».34
En este punto, en no ser un apestado, rebelarse ante la peste, rechazar el mal y el dolor que se inflige a los hombres, se establece la fundamentación del «rebelde».
La religión de la dicha y el tema del absurdo desembocan en la rebelión. Para Camus, el «hombre rebelde» es el que acepta la vida sin sucumbir ante sus miserias, sin admitir que su aparente sin sentido deba conducir a la resignación, asumiendo una vocación solidaria con base en un humanismo templado en ese espíritu de alegría mortal que animaba sus ensayos primigenios, repletos de luz y de amor hacia el mundo.
En lo político, el hombre rebelde parte de una convicción acerca de nuestra imperfección intelectual y moral, y a la vez de un convencimiento sobre nuestra perfectibilidad. De allí se derivan un rechazo a la violencia y la utopía, un sentido de los límites, y una voluntad de luchar sin descanso por rescatar la dignidad del hombre frente a los acosos a su libertad.
Todo el razonamiento de Camus en El hombre rebelde tiende a mostrar que —en palabras de Moeller— «la verdadera rebelión supone una ‘naturaleza humana’ que es preciso respetar, una fraternidad terrestre que es preciso defender, un límite que no debe ser nunca traspasado».35
Camus explica su posición así:
«La conclusión última del razonamiento absurdo es… el rechazar el suicidio y el mantenimiento de esta confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo… Yo grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y, por lo menos, necesito creer en mi protesta… La rebelión nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible. Pero su impulso ciego reivindica el orden en medio del caos…».36
Según Camus, la tragedia de nuestro tiempo se deriva de la conversión de la rebelión —que defiende ese «límite infranqueable» de la dignidad y la libertad— en revolución, un mito político capaz de sacrificar al hombre en aras de la historia, y de aplastar la libertad en función de la utopía.
El hombre, solo en el mundo, se ve invadido por el absurdo, y con facilidad cae en la tentación del nihilismo bajo la forma del terrorismo individual —tema de Los justos, pieza teatral de Camus—, o del terrorismo estatal a través del «temor irracional» del fascismo, o del «terror racional» del comunismo.
El hombre rebelde adelanta un «esfuerzo desesperado para fundar el imperio de los hombres. Esto no ocurriría sin terribles consecuencias, de las que todavía solo conocemos algunas. Pero estas consecuencias no son debidas a la rebelión misma o, por lo menos, no salen a la luz más que en la medida en que el rebelde olvida sus orígenes, se cansa de la dura tensión entre el sí y el no y finalmente se abandona a la negación de toda cosa o a la sumisión total«.37
La rebelión es un «paso» del espíritu que intenta hallar una regla de conducta, lejos de lo sagrado y más allá del absurdo; ese «paso» es un valor sin el cual «el desorden y el crimen reinarían en el mundo». El movimiento de rebelión aparece como una reivindicación de claridad y de unidad:
«La rebelión …expresa …la aspiración a un orden».38 La rebelión humaniza al hombre, liberándole de sus ataduras a los mitos; la revolución, en cambio, sustituye un mito por otro e intenta divinizar al hombre por y a través de la historia:
«El socialismo —dice Camus— es una empresa de divinización del hombre y ha tomado algunos caracteres de las religiones tradicionales».39
Camus rechaza de plano lo que llama «el pensamiento de medianoche», que busca el establecimiento de una sociedad perfecta en la que el hombre sería Dios, y propone en su lugar los principios del «pensamiento de mediodía», que tiene sus raíces en la religión de la dicha, en la sobria pero nunca resignada conciencia del absurdo, y en la rebelión.
Camus critica agudamente a los revolucionarios como Lenin, que son en realidad dogmáticos portaestandartes de una ideología por la cual son capaces de justificar las peores crueldades:
«Del reinado de la masa, de la noción de revolución proletaria, se pasa en primer lugar a la idea de una revolución hecha y dirigida por agentes profesionales. La crítica implacable del Estado se concilia después con la necesaria, pero provisional dictadura del proletariado, en la persona de sus jefes. Para acabar, se anuncia que no se puede prever el término del Estado provisional y que por añadidura nadie se ha ocupado de prometer que hubiese un término».40
Camus concluye diciendo:
«Los nihilistas hoy están en los tronos. Los pensamientos que pretenden llevar a nuestro mundo en nombre de la revolución se han convertido en realidad en ideologías de consentimiento, no de rebelión… El revolucionario es al mismo tiempo rebelde o entonces ya no es revolucionario, sino policía y funcionario que se vuelve contra la rebelión. Pero, si es rebelde, acaba por levantarse contra la revolución».41
Eso fue precisamente lo que hizo Camus, a un gran costo personal, pues de inmediato experimentó el feroz rechazo de un medio ambiente intelectual impregnado de marxismo que le execró. Con Sartre a la cabeza. El hombre rebelde fue vilipendiado como una obra «pequeño-burguesa» y «reaccionaria», cuando en realidad se trataba de uno de los más valiosos y valientes documentos de nuestra época, una época entregada a las mentiras del utopismo político, germen de los totalitarismos.
A diferencia de Sartre, Camus se negó a hacerle el juego a las dictaduras justificadas en nombre de la revolución, y a la violencia justificada en nombre de un mundo mejor. La filosofía de Sartre, al contrario, desemboca en la violencia, se desplaza, como afirma Raymond Aron, «de la libertad a la violencia»:
«Todo en nombre de un humanismo fundado únicamente sobre la presencia en cada uno de una nada creadora, de una libertad total e inatrapable».42
En su cuidadosa y aguda crítica a la obra de Sartre, Crítica de la razón dialéctica, cuyos detalles es imposible reproducir aquí, Aron demuestra con brillantez que esa etapa final de la filosofía sartreana — vinculada al marxismo— hunde sus raíces en las ideas de su primer período, que la concepción de la libertad, tal como Sartre la desarrolla en El ser y la nada, conduce a una filosofía de la revolución violenta, a una «homología entre el absolutismo de la libertad y el absolutismo de la revolución».43
En Camus, por otra parte, el «pensamiento de mediodía» se sustenta sobre el rechazo a las absolutizaciones históricas, pues, «lejos de reivindicar una independencia general, el rebelde quiere que se reconozca que la libertad tiene sus límites en todas partes donde se encuentre un ser humano y que el límite es, precisamente, el poder de rebelión de este ser… El rebelde exige sin duda cierta libertad para sí mismo; pero en ningún caso, si es consecuente, el derecho de destruir el ser y la libertad de otro».44
Allí reside la diferencia central entre un Sartre y un Camus, y lo que hace al segundo un verdadero humanista: el sentido de la mesura, del equilibrio, de los límites que nunca deben violentarse. Esa mesura es lo que hace al rebelde el vencedor del revolucionario, el indoblegable defensor de la dignidad de ser hombre.
La novela La caída (1956), la última que publicó Camus, pone de manifiesto un intenso proceso de maduración de su visión moral. Así como El extranjero, y otras obras sobre el tema del absurdo, hicieron una especie de cirugía de cierta actitud contemporánea hacia el problema del sentido de la existencia, de igual modo La caída retrata con gran fuerza intelectual y coraje moral los dilemas insuperables del individuo que centra su vida en un hedonismo cerrado a toda trascendencia.
El personaje central, Jean-Baptiste Clamence, se presenta como un hombre que «Gozaba con mi propia naturaleza, y todos sabemos muy bien que en eso consiste la felicidad, aunque, para tranquilizarnos mutuamente, aparentemos, a veces, condenar esos placeres bajo el apelativo de egoísmo». En esa misma línea, Clamence se describe como un hombre que se «quitaba toda amargura respecto a mi prójimo, a quien obligaba para conmigo, sin que yo, a mi vez, le debiera nada. Me situaba por encima del juez a quien yo juzgaba, por encima del acusado, a quien forzaba a la gratitud».
En síntesis, Clamence «vivía impunemente», colocado, en sus percepciones, por encima de los demás, manipulándoles para su propia satisfacción: «A fuerza de ser hombre, con tanta plenitud y simplicidad, me encontraba un poco superhombre», descubriendo en su interior «dulces sueños de opresión»:
«Yo no podía vivir… más que con la condición de que, en toda la superficie terrestre, todos los seres, o el mayor número posible, girasen en torno a mí, eternamente vacuos, privados de vida independiente, prestos a responder a mi llamada …consagrados… a la esterilidad, hasta el día en que yo me dignase favorecerlos con mi luz».45
Esta situación se transforma para Clamence el día en que descubre no ya la desdicha pura y simple, como ocurre en las obras sobre el absurdo, sino el mal dentro de sí mismo. Los detalles del proceso no nos interesan, sino su interpretación.
El tormento se le revela a Clamence cuando entiende que es incapaz de amar, que no sabe amar; ese sentimiento de culpa surge de la constatación de su debilidad moral, y le lleva a perder la falsa «inocencia» en que vivía, que no era otra cosa que el caparazón de su egoísmo: «Sí, —dice Clamence al final de la obra— nosotros hemos perdido la luz, las mañanas, la santa inocencia de quien se perdona a sí mismo «.46
En la trayectoria de Camus, que es la de un escritor y a la vez, en el más genuino sentido del término, la de un filósofo moral, La caída representa una profundización de la reflexión ética, que avanza a partir de la religión de la dicha hasta alcanzar un agudo sentido del mal. Desde el instante en que uno se sabe culpable, egoísta, se plantea el deseo de recobrar la inocencia perdida:
«¡Oh sol, playas, islas bajo los alisios! –exclama angustiado Clamence— juventud cuyo recuerdo desespera!». Para hacer realidad ese deseo tendría que llegar a «ser otro»: «¿Qué hacer para ser otro? Imposible. Sería preciso no ser ya nadie, olvidarse por alguien, al menos una vez».
No obstante, Clamence se siente impotente:
«Quisiéramos dejar de ser culpables, pero sin hacer el esfuerzo de purificarnos… No tenemos ni la energía del mal, ni la del bien… Estamos en el vestíbulo del infierno».47
De modo que una obra que comienza rebosante de sol, de alegría inocente y de ligereza hacia la vida toda, culmina con un radical sentido de culpa y de escepticismo sobre la posibilidad de recobrar esa inocencia perdida, una vez que se ha descubierto el mal moral.
Sobre esta evolución de Camus, merece la pena citar un extenso párrafo de Moeller, que a mi manera de ver contribuye a aclarar su tránsito y la sensación de algo inacabado en su obra:
«El reino de Dios comienza en este mundo; pero el creyente sabe también que el reino de Dios no es de este mundo; no olvida jamás que hay un misterio de la muerte y del pecado que sólo Dios puede aclarar. El hombre de fe esperará, por consiguiente, también en sentido teologal, más allá de la muerte y en la muerte, contra toda esperanza; se desposará con la paciencia de Dios; aguardará, sin duda, no pasivamente, pero aceptando que la luz plena está escondida actualmente. Esta virtud de la esperanza escatológica… es un elemento central de la vida cristiana».48
Camus no pudo acoger esa esperanza. Su muerte prematura truncó un rumbo que, luego de La caída, parecía estar a punto o bien del silencio definitivo o de una nueva apertura. ¿A qué?, es imposible adivinarlo, y no estoy tratando de sugerir que necesariamente esa apertura hubiese conducido a Camus hacia una actitud distinta en relación con la fe religiosa.
Lo que sí me parece claro, retornando a mis consideraciones sobre Camus como un espíritu religioso, es que la trayectoria de su obra pone de manifiesto una constante preocupación por hallar una salida «salvadora» a los dilemas de la condición humana. El hecho de que, como queda evidenciado en La caída, Camus llegara a sentirse finalmente insatisfecho con las opciones de la rebelión y la «santidad laica», constituye en cierta medida un indicio de que su humanismo sin Dios no fue suficiente para amainar su angustia.
En todo caso, y en conclusión, la obra de Camus permanece como un símbolo de vigor intelectual y coraje moral y político muy poco usuales en nuestro tiempo. Sus libros en muchos sentidos encierran lo más alto y noble de la condición humana, en su incesante búsqueda de superación.
Referencias
1. Albert Camus. «Anverso y reverso». Obras completas (México, Aguilar, 1962). tomo II (Ensayos), segunda edición, pp. 45,55.
2. Camus, «La peste». Obras completas (Narraciones, Teatro), tercera edición (México, Aguilar, 1965), p. 471.
3.Camus, «Anverso y reverso», pp. 94-95.
4. Jean Paul Sartre La náusea (Buenos Aires, Editorial Losada, 1965), pp. 19-20
5. Camus, «Bodas», Obras completas, tomo II, p. 102
6. Sartre, obra citada, p. 27
7. Camus, «Bodas», p. 106
8. Sartre, obra citada, p. 132
9. ibid., p.31.
10. citado por Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo I, “El silenció de Dios» (Madrid, Editorial Gredos, 1964). p. 42.
11. Camus, Anverso y reverso, p. 96.
12. citado por Moeller, p, 44.
13. Camus, «Bodas», pp. 112, 114.
14. ibid., pp.127,140
15. Moeller, p. 63.
16. ibid., p. 68.
17. Véase, para la cronología, Morvan Lebesque, Camus par lui-meme (Paris, Éditions du Seuil, 1963), pp. 184-185.
18. citado por Moeller, p. 73.
19. ibid.
20. Camus, «El mito de Sísifo». Obras completas, tomo II, p. 174.
21. Ibid., p. 195.
22. Ibid., p.247.
23. Ibid., p.254.
24. ibid., p.25
25. citado por Moeller, p. 48.
26. Camus. «La peste», p.378
27. Ibid., p. 383.
28.ibid., pp. 386-38
29. ibid., pp. 392-393
30. entrevista en Vie Intelectuelle, abril 1949, p.336
31. Moeller, p. 117
32. Jacques Maritain, Y Dios permite el mal (Madrid, Ediciones Guadarrama, 1967), p.19
33. ibid., p. 20.
34. Camus, «La peste», p. 418.
35. Moeller, p. 96.
36. Camus, «El hombre rebelde». Obras completas, tomo I, pp. 698, 703.
37. Ibid. p. 720
38. Ibid., pp. 717-718
39. Ibid., p. 903
40. ibid., p. 95
41. ibid., pp. 966, 969.
42. Raymond Aron, «Historia y dialéctica de la violencia» (Caracas, Monte Ávila Editores, 1975), p. 162.
43. ibid., p. 1084.
44. Camus. «El hombre rebelde», p. 1008.
45. Camus, La caída, Obras completas, tomo I, pp. 485, 488, 506 y 513
46. ibid., p. 560
47. ibid., pp. 560, 505.
48. Moeller. p. 65