Cuántas veces hemos dicho: “Hoy no saldré de casa; a ese sitio no voy ni amarrado, con esa persona no voy ni a la esquina”. No sabemos lo qué hubiese sucedido si no damos marcha libre a esas ventanas del destino
Recomiendo una serie estupenda: Lecciones de química. Un guion suave, inteligente, bien elaborado, que enseña a aceptar, precisar y celebrar los regalos del destino. Si queremos un cambio en la vida no basta quererlo, tenemos que propiciarlo, como decir sí a una invitación, una cita, un evento, un reto o, simplemente, una sonrisa.
Lecciones de química trae al plató el libro Grandes esperanzas de Charles Dickens. Una metáfora genial que nos lleva a pensar en las grandes expectativas cumplidas de nuestros momentos memorables, los grandes amores y amigos.
Ni las lágrimas ni las alegrías avergüenzan
¿Has tenido un día memorable? Me pregunté cuando leí la famosa cita de Dickens. No podemos indagar nuestro presente sin el pasado. ”Fue un día memorable porque produjo grandes cambios en mí. Imagínese un día seleccionado como tachado y piensen cuán diferente habría sido su curso. Haz una pausa y piensa en la larga cadena de hierro u oro, de espinas o de flores, que nunca te habría atado de no ser por la formación del primer eslabón en un día memorable”.
Quedé atado a la frase: “Imagínense un día seleccionado tachado y piensen cuán diferente hubiese sido su curso”. Tus hijos o nietos serían otros o no serían. Recuerdo un día tachado que al habilitarlo produjo una cadena de eventos que edificaron mi vida. Una iniciativa que se hizo inédita, maravillosa, abrasadora, memorable. Si no lo hubiese hecho, si no nace aquel primer eslabón, el cambio no hubiese llegado, la vida sería otra o no sería. ¿Has vivido esa pausa en tu vida? ¿Has llorado cuando te toca reír o lo contrario?
Una tarde en el colegio -siendo un adolescente- me di cuenta de que una gran mayoría de mis compañeros portaban un sobre azul. Todos menos mi mejor amigo Javier y yo. ¿En qué consistía ese pliego? ¿Por qué muchos lo tenían y nosotros que nos sentíamos líderes y populares por haber comenzado desde kínder en el colegio no sabíamos de esa tarjeta celeste y elegante?
Se trataba de una fiesta de quince años que celebraba una “fulana de tal” [Ni de su nombre me quise enterar por mi indignación, el desaire me ofendía]. Los no-invitados averiguamos dónde era el festejo y asumimos el reto de rentar un tuxedo y aparecernos en la puerta de la recepción para entrar con “robo de identidad”.
“Su nombre, por favor”, me dijo el vigilante corpulento, de muy mala cara y voz de tenor. Era “Mocho Brujo”, un sempiterno e imbatible portero-ultraman de la Caracas de los setenta y 80. “Soy Pedro Vargas”, le contesté con la autoridad que me otorgaba el traje y ser el cantante que más gustaba a papá.
“Pues tenemos un problema, amigo mío. Don Pedro Vargas tiene un poco más edad que usted y ninguno de sus nietos aparece en mi lista.
Me di vuelta como cordero degollado. Javier me reclama: “¿A quién se le ocurre dar ese nombre si ya habíamos dicho que intentaríamos con nombres de invitados? Déjame hacerlo yo”.
Va hasta la puerta y luego de dar las buenas noches, le dice a “Mocho Brujo”: Soy César. Busque, por favor”, asentó con mirada fija y desafiante a los ojos rojizos de Ultraman.
“Querido César, tenemos otro problema”, le replicó Mocho Brujo dirigiéndome su mirada acusadora. Le soltó: “Solo tengo dos de nombre César en mi lista y ambos están dentro. A usted y a don Pedro Vargas les doy tres segundos y llevo cuatro, para que se vayan por donde vinieron.
Con rostro triste, pero pícaro, Javier se acercó y me dijo: “Creo que no vamos a poder por esta puerta. Pero tengo una idea”.
Nos fuimos al terreno colindante de la casa y despejando el matorral llegamos al muro medianero. Javier me ayudó a trepar, pero al llegar al tope, en medio del Danubio azul, le grité: ¡Esto no lo salta ni Dios!
Con mi pantalón roto, sin faja, ni corbatín, corrimos por donde vinimos. Salimos de aquella maleza poblada de cuanto insecto, bicho y espinas había. Llegamos a la parada del bus. Javier embarrado y yo rasguñado, Al subir el conductor nos dijo: “Qué elegancia, pero parece que la fiesta no terminó en paz.
Aquella fiesta frustrada para Javier y para mí fue un momento memorable. La a oscuridad, se convertiría en alegría.
Las conexiones de la vida
Paul Tabori, el autor de la Historia de la estupidez humana, decía que toda actividad humana es autoexpresión. Y explicaba: “Nadie puede dar lo que no lleva en sí mismo. Cuando hablamos o escribimos o caminamos o comemos o amamos estamos expresándonos. Y este yo que expresamos no es otra cosa que la vida instintiva, con sus dos fecundas válvulas de escape: el instinto de poder y el instinto sexual”.
¿Has estado alguna vez enamorado[a] sin conocer el amor? ¿Has tenido el instinto de creer que un hecho inadvertido se convertirá en un eslabón inaugural de tu vida? Creo que ahora lo hago. He vivido con esa válvula, pero no la había dejado funcionar.
Hay eventos que conectan, que marcan nuestro destino. Nunca quise intentar entrar en aquella fiesta. Tenía miedo. Primero a “Mocho Brujo”, y segundo a la vergüenza del qué dirán. Nunca he sido amigo del proverbio “de mejores fiestas me han botado”.
No quería saber les había ido ni quien era la quinceañera. Pero fue inevitable escuchar era la quinceañera más hermosa y radiante. Mi negación iba a tope. Ni grabé su nombre. Lo que si trascendió fue el triunfo de Mocho Brujo. ¡Todo el colegio se había enterado que fuimos despachados por el Godzilla de Caracas!
Un año más tarde, Javier que no descansaba en reivindicar nuestro prestigio herido y perdido, se presentó en la cantina del colegio con dos niñas muy lindas. Un alta y otra pequeña.
“Te presento a Gabi grande y Gaby chiquita. Son mejores amigas, como tú y yo. La grande es la famosa quinceañera que tuvo el honor de no tenernos en su fiesta el año pasado”, informaba mientras mi corazón latía desbordado.
Una doble agitación me impedía reaccionar. Por un lado, la pena de no haber sido su invitado y por el otro el miedo de que supiera que intentamos colearnos. La emoción de ver tanta dulzura con dos colas sujetando su frondosa cabellera, ponía en mis ojos una belleza de insuperable estampa. Apenas alcancé a decir: “Hola. Hay limonada y refresco. También maní y Cocossette”. Ella, con educación y sonriendo, contestó: “Un limonada está bien”.
Su sonrisa me convirtió en atleta. En segundos fui a buscar la bebida y regresé. No paraba de sudar. Mi corazón latía a todo tren. Otro momento memorable. Nunca volví a escuchar un no de Gabi [grande]. Nunca rechazó una invitación. Después de 40 años seguimos juntos.
Al decir de Tabori, mi intuición había fecundado y mi corazón lo estaba expresando. ¿Cuántas veces has pensado que un muro, un obstáculo, una noche que “no terminó en paz”, se convertiría en un momento memorable?
Nunca fue más cierta la frase de Charles Dickens: “Nadie es inútil en este mundo si aligera las cargas de otro”. Y parafraseándole, nada es inútil si sospechas que lo que aparenta un mal momento, puede cambiar tu vida y construir el primer eslabón de tu destino. Un chispazo súbito, que aligera nuestra existencia de lágrimas y alegrías.
Un momento memorable es cuando ocurre una cambio, una transformación que propicia tu voluntad, tu alma y tu naturaleza, para comprender el mundo que te rodea… si amas o desprecias, si eres feliz o infeliz.
Un momento memorable [que pueden ser muchos], consciente o inconscientemente te permite expresar lo más íntimo de tu ser, de tu querer. Es la voz del alma.
Para llegar adonde quieres llegar, debes encender luces por caminos donde no quieres estar. No es apagar las velas para que “el acecho” no te alcance. Es encenderlas para guiarte. Entonces el destino no es inevitable, es previsible, posible, si queremos que las cosas pasen. Es construir las conexiones de la vida.
¿Un amor, un destino, un poder desconocido?
Es muy arriesgada la idea de que el amor siempre llega o siempre sucederá; que todo está escrito en las páginas del destino. El amor también emerge sin conocerlo, pero hay que conquistarlo. Y, al aparecer, estar dispuesto a retenerlo. Nada sucede por casualidad, pero la causalidad es inmensamente voluntaria.
Tenemos la tendencia a creer que lo bueno o lo malo son eventos predestinados, merecidos o inmerecidos. Lo más cercano a la realidad es que la naturaleza humana construye sus caminos de flores o espinas, sus ataduras de hierro o de oro si estamos dispuestos a encarar cualquier camino, apartar insectos y segar la maleza.
La carga de mi vida la ha aligerado hermosamente un episodio en apariencia inesperado, pero memorable. El amor por conocer de una gran mujer. Lo fue desde el día que no la conocí, desde el día que me sentí ignorado, por lo que mi mente y mi alma -consciente o inconscientemente- quisieron hacerla protagonista de los grandes cambios, de la pausa y transformación de nuestra vida. El esplendor o la tristeza del amor o el desamor, de la luz o la oscuridad, las lágrimas o las alegrías, no caen del cielo, es obra de nosotros.
Todas mis esperanzas, las mayores expectativas, pueden nacer cuando convertimos un día tachado en uno diferente. Algunos lo llaman fe. Otros creer. Yo prefiero considerarlo la convicción de saber que nuestras esperanzas no son vagas ni inciertas, porque la luz somos nosotros. Y ese día de aparente oscuridad, de insectos y elevados muros, encendemos las velas y nos convertimos en luciérnagas. No ceses en la búsqueda de tu momento memorable.