Hay quien asegura que lo que llamamos naturaleza en realidad no lo es. Que este cielo no es un cielo ni este mar es un mar. Incluso hay quien dice que los seres humanos tampoco somos seres humanos. Yo no sé muy bien a qué se refieren con todo ello ni qué buscan al propagar ideas tan descabelladas. Cada uno, sin embargo, es muy libre de pensar lo que quiera.
El problema está en que el número de seguidores de quienes predican estas extravagancias cada día que pasa aumenta de forma alarmante. Entonces uno se pregunta qué clase de persona puede creer que ni los peces son peces ni los pájaros son pájaros ni los árboles, árboles. De todos modos, les diré algo: me da igual. Me da igual que nada sea lo que parece mientras lo parezca.
Y digo esto porque hace un día espléndido y estoy a punto de salir a la terraza de mi casa a tomar el sol. Este sol que muchos dicen que es solo una lámpara gigantesca colgada de un techo azul cambiante. A la salud de todos ellos, descorro la puerta de cristal y me tumbo en la hamaca con una cerveza en la mano.
La luz es excesiva, así que me levanto y vuelvo a entrar a por las gafas de sol. Deslumbrado, las busco a tientas. Menos mal que soy una persona de costumbres y siempre las dejo sobre la mesa del teléfono, el cual, éste sí ―y permítanme la ironía―, es un elemento artificial con todas las de la ley, del mismo modo que lo son las gafas o la mesa, el vaso de la cerveza o la hamaca en la que ya vuelvo a estar plácidamente tumbado, recibiendo el sol con un deleite curativo en la piel y en los huesos.
El sonido apenas perceptible de un avión me hace abrir los ojos. Creo que es el mismo que desde hace un rato aguarda para aterrizar. Desaparece de mi vista.
Le doy un trago a la cerveza y noto su paso refrescante por la garganta, la misma garganta que ahora aseguran ser solo un artificio, una urdimbre de tejidos sintéticos. Sin embargo, no por ello iba a dejar de ser una garganta, de igual manera que el olor y el sonido del mar no pueden ser otra cosa que lo que son: el olor y el sonido del mar; un mar, dicho sea de paso, de cuya espuma, en este instante, parece que se me llena la cabeza a la vez que desaparece todo pensamiento, dejándome una grata sensación de vacío.
Un nuevo avión va trazando una línea blanca y nítida que divide en dos el pedazo de cielo que queda a mi derecha, entre el barandal y el techo de la terraza. Otro avión se cruza con él justo cuando aparece un tercero. Y es que de un tiempo a esta parte el tráfico aéreo se ha multiplicado a causa del turismo; es un continuo ir y venir. No seré yo, en todo caso, quien se queje de esta circunstancia.
Sí, el turismo ha traído consigo una gran prosperidad. Si no fuera por él aún seguiríamos malviviendo a base de trabajos misérrimos. Ahora, quien no está empleado en un hotel lo está en un restaurante o en un bar, o en una heladería, o en una discoteca, o en la línea de autocares turísticos, o en uno de esos barcos que hacen rutas por la costa. De hecho, no conozco a nadie que no se dedique a algo relacionado con el turismo…
Y aquí es donde está el quid de la cuestión para quienes dicen que toda nuestra vida es un engaño. Ellos afirman que este planeta en realidad no es la Tierra sino su satélite, que los verdaderos humanos nos hicieron a su imagen y semejanza y nos dotaron de una falsa historia y sobre todo de una improcedente convicción de suficiencia; que no somos otra cosa que lacayos, sirvientes creados en laboratorios para atenderles en sus viajes de vacaciones a esta falsa Tierra, la cual es solo un resort de lujo para su disfrute, ya que la Tierra auténtica se ha convertido en un lugar donde ya es difícil vivir.
Yo, por mi parte, en bañador y con la intención inminente de darle otro trago a la cerveza, no pienso seguir malgastando ni un segundo más de mi tiempo libre en estos pensamientos. Miren a su alrededor. ¿No están de acuerdo en que todo lo que nos rodea es demasiado bueno como para ser mentira?
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