Por José Antonio Zarzalejos*
10/09/2017
*Abogado y periodista
Nuestra casi cuarentona Constitución y el Estatuto catalán de 2006 acaban de exhibir de manera incontestable que el Estado autonómico diseñado en 1978 está dotado de una autenticidad política que quizás no sospechábamos.
Cuando buena parte de la doctrina académica –constitucionalistas y politólogos– creían agotadas las virtualidades de la descentralización territorial del poder, uno de los vectores fundamentales de la Carta Magna, los trágicos acontecimientos sucedidos en Cataluña el 17 y 18 de agosto pasados nos han devuelto a una realidad política inequívoca: Cataluña –podría afirmarse algo similar respecto del País Vasco– dispone de un rotundo autogobierno.
Es de tal naturaleza que ha permitido a sus instituciones –la Generalitat– asumir en plenitud la gestión y desarrollo de la muy delicada competencia de seguridad pública en el contexto de un letal ataque terrorista y la consecuente crisis ciudadana en Barcelona.
Hasta el momento, los acontecimientos no habían contrastado en Cataluña la plenitud de las competencias autonómicas con la realidad. Y la sorpresa ha asaltado a los unos y a los otros. A aquellos que sostenían que el reparto autonómico era poco menos que una desconcentración de funciones administrativas y a los que suponían que el sistema de empoderamiento de las comunidades autónomas, especialmente las consideradas históricas que accedieron al autogobierno a través de la vía del artículo 151 de la Constitución, no satisfacía el reconocimiento de las identidades territoriales. Por el contrario, la gestión de los atentados terroristas en Cataluña ha demostrado que el principio de subsidiariedad del Estado en combinación con la amplia atribución competencial a los órganos de gobierno y legislativos de la comunidad arrojan un resultado satisfactorio.
Los sucesos de Cataluña este mes de agosto admiten, y aun exigen, análisis desde múltiples perspectivas. Pero el que incide sobre la profundidad política del autogobierno y sobre la autenticidad de la subsidiariedad del Estado, es prevalente sobre otros aspectos porque estamos en puertas de un referéndum de secesión –claramente ilegal– impulsado por los partidos políticos que cogobiernan en Cataluña con una muy ajustada mayoría parlamentaria. Muchos de los portavoces independentistas se han ufanado de que la Generalitat se ha comportado en esta crisis como si no hubiese Estado español lo que avalaría la viabilidad de la independencia del territorio y la autosuficiencia de sus estructuras de administración y gobierno.
Se trata ésta de una interpretación sesgada porque el despliegue de capacidad política y operativa que ha protagonizado el Gobierno catalán se deduce del marco constitucional y estatutario español y, más concretamente, de la habilitación expresa para que los Mossos d´Esquadra (al igual que la Ertzaintza en Euskadi) desempeñen sus funciones como policía integral. Más aún, el cuerpo policial autonómico está expresamente facultado (artículo 165 del Estatuto) para actuar contra el crimen organizado y el terrorismo.
Por esa misma razón –de legalidad y de coherencia– las quejas desde algunos sectores sobre el supuesto “apagón” del Estado en estos acontecimientos de Cataluña dejan entrever, quizás, que no se asume con todas sus consecuencias los autogobiernos territoriales y, por lo que al catalán se refiere, el propio de una nacionalidad (distinto al de una región) que con otras –Euskadi y Galicia, aunque también Andalucía accedió finalmente por la vía rápida a la autonomía– componen un Estado compuesto y complejo.
La prudencia de Rajoy
En este sentido, el comportamiento del Gobierno de Rajoy ha sido extremadamente consecuente con el esquema competencial en materia de seguridad y ha procurado moverse en un margen de complementariedad y asistencia a la Generalitat catalana que ha permitido a ésta mostrar y demostrarse que la displicencia con la que se considera el sistema autonómico resulta improcedente y políticamente injusta. El presidente del Gobierno ha desoído, incluso, los pronunciamientos críticos de los sindicatos mayoritarios de la Policía Nacional y de la Guardia Civil que se sintieron postergados en la investigación de los atentados. Desde Madrid y Barcelona, muy responsablemente, se ha mantenido la tesis contraria: ha habido colaboración y coordinación.
Es muy cierto, sin embargo, que la secuencia de los hechos descubiertos con posterioridad a los atentados sugiere graves fallos de coordinación y serias insuficiencias en la relación profesional de los cuerpos policiales. Sólo cuando la investigación de los ataques yihadistas se ha judicializado el reparto de funciones policiales ha quedado claro, siendo antes un punto confuso. Incluso esta grave disfunción servirá para evitar otras en el futuro.
Es prioritario que trabajen regularmente las juntas de seguridad catalana y vasca y que las plantillas de la Erzaintza y de los Mossos d´Escuadra se amplíen con criterios técnicos y profesionales y no sirvan, como hasta ahora, como apoyaturas argumentales para conflictos paralizantes. Y es imprescindible –el problema es global– que los cuerpos policiales, estatales y autonómicos, participen recibiendo y suministrando a través de la unidad estatal de la Interpol en España, información internacional altamente sensible tanto para investigar lo que ha sucedido como para abortar planes criminales futuros.
Lealtad a la norma
Las leyes, sean cuales fueren, y como explicó de manera universalmente reconocida Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, tienen espíritu. La lealtad al sentido profundo de la norma forma parte de su alma de tal manera que cuando se ejecuta sin la convicción anímica de atenerse a la intención de sus preceptos, se incurre en una impostura material que trasciende en los comportamientos políticos. En esta crisis en Cataluña lo que ha faltado –y se ha notado- ha sido, precisamente, esa lealtad institucional que se deriva del acatamiento sincero de las leyes en cuanto pautas en el reparto del poder territorial.
Nos falta –también lo hemos visto– la asunción plena del sentido de convivencia que incorporó la Constitución de 1978 que diseñó un Estado compuesto en el que carece de sentido –a más de faltarle legitimidad– los intentos segregacionistas ilegales y, simétricamente, la reticencia o la obstaculización para la plenitud de los autogobiernos territoriales. La Constitución española necesita una reforma, pero España no requiere un proceso constituyente que ha sido el expeditivo procedimiento que domina la historia de nuestro constitucionalismo que encontró en 1978 unos intérpretes de su tiempo –y de las aspiraciones conjuntas– que es preciso renovar pero no destruir.