A veces soy víctima de ese raro sentimiento que consiste en añorar una época que no se ha vivido. Entonces me pregunto: ¿qué aconteció tal día como hoy pero de hace, digamos, doscientos años? En esos momentos, me gusta conectarme a internet y hojear periódicos antiguos, que es lo que estoy haciendo ahora.
Busco: 15 de febrero de 2021. Justo dos siglos. Todos los titulares van de lo mismo. Parece que el día anterior se habían celebrado elecciones en Cataluña y el Partido Socialista ganó por número de votos; sin embargo, no podrá gobernar porque los grupos independentistas suman mayoría.
Observo que la profusión de partidos es asombrosa: PSC, ERC, JuntsxCat, CUP, PP, Ciudadanos, Vox, En Comú Pedem, PDeCAT… Leo un poco sobre el asunto y llego a la conclusión de que todos estos partidos formaban una imperceptible gradación ideológica a lo largo de la cual se iban situando los votantes. Un sistema a todas luces poco práctico.
Las cosas, aunque haya quien no esté de acuerdo, ahora funcionan mejor. Solo dos partidos: Partido Independentista Catalán (PIC) y Partido No Independentista Catalán (PNIC). Me parece que cualquier otra consideración que no sea la independencia es secundaria. Se trata de concentrar los esfuerzos en un objetivo, ¿no creen?
En cualquier caso, de todo aquello hace ya nada menos que doscientos años y por entonces la gente era muy dada a dejarse arrastrar por los pequeños matices; por, diríamos, idolologías satélite sin la menor relevancia.
Sigo hojeando los periódicos. Qué bueno. Acabo de encontrar una foto de Puigdemont, Carles. Debe de ser el único político de aquellos tiempos que aún da que hablar. De hecho, su influencia es hoy, si cabe, mayor de lo que era entonces. En verdad no veo el día en que traigan definitivamente su escultura a Cataluña. Porque coincidirán conmigo en que no es de recibo que siga arrinconada en ese pueblo de Bélgica llamado Waterloo.
Hablando de la escultura, parece mentira el parecido tan extraordinario que tiene con la foto. Hay que reconocer que el escultor hizo un gran trabajo. No hace mucho leí —ya habrán comprobado mi amor por la historia— la controversia que se produjo cuando, tras el fallecimiento de Puigdemont, se aprobó erigirle una estatua y hubo que decidir el material en que debía realizarse.
Muchos se inclinaban por el bronce, ya que además de su gran resistencia al paso del tiempo transmite una sensación de solemnidad que lo hace muy apropiado para estos fines conmemorativos. También estaban los que decían que la piedra era la mejor opción al tratarse de un material menos frío que el metal, más orgánico, característica esta última que muy bien podría simbolizar el apego a la tierra y por extensión a la patria.
Por último, un pequeño grupo de entusiastas demandaba un material que fuese sobre todo moderno, un material que mirara hacia el futuro, sin el carácter tradicional de los dos anteriores. Este pequeño grupo acudió a entrevistarse con el conseller de Cultura de la Generalitat, llevando consigo un catálogo de la última exposición de un famoso escultor hiperrealista.
El conseller se quedó boquiabierto ante la visión de aquellas esculturas en fibra de vidrio y poliéster, en las que podía apreciarse desde los incipientes pelos de una barba de tres días hasta los poros de la piel. Una semana después, el conseller se reunió con el resto del Gobierno y decidieron por unanimidad encargar una de esas sorprendentes esculturas a las que solo les faltaba respirar.
Resolvieron, también, que habría de ser colocada en la casa que durante tantos años fue el hogar del mandatario, allá en Bélgica, y que ahora sería reconvertida en casa museo. Allí debía permanecer, como símbolo de su lucha, por los siglos de los siglos. Pues fíjense que no han pasado ni dos y ya están pensando en repatriarla, para lo cual se construiría en Girona una reproducción exacta de su casa de Waterloo.
Dicen que con ello se favorecería a los numerosos seguidores que durante todo el año marchan en peregrinación hasta aquel pueblo belga. Que ya es hora, aseguran, de que todo el que quiera rendirle sus respetos pueda hacerlo sin verse obligado a salir del país.
Yo, llámenme malpensado si quieren, creo que el motivo real es otro muy distinto. Para mí, la verdad del asunto es que casi dos siglos pagando el alquiler de una casa donde no vive nadie es demasiado tiempo. Y, aunque se trate de un pueblo perdido, lo cierto es que en Bélgica los alquileres son caros.