Por Pere Rusiñol
Los independentistas catalanes están convencidos de que el 27S, fecha de las próximas elecciones autonómicas a las que pretenden dar un carácter plebiscitario, divisarán, finalmente y tras años de azarosa travesía, las playas de Ítaca.
Pero no está tan claro en qué Ítaca atracará la barca si realmente llega a puerto: la del paraíso perdido de Ulises y la anhelada utopía a la que cantaba Lluís Llach –hoy cabeza de lista por Girona de Junts pel Sí, la gran coalición independentista- o la isla griega contemporánea, real como la vida misma, que tiene todos los indicadores económicos y sociales desplomados tras años rodando pendiente abajo.
La política catalana llega a su gran encrucijada el 27S. Gane quien gane, y sean o no técnicamente plebiscitarios los comicios convocados con la máxima fanfarria por el presidente de la Generalitat, Artur Mas, el ciclo autonómico que arrancó en 1980 con la llegada de Jordi Pujol a la presidencia de la Generalitat y que dio los últimos coletazos con la reforma del Estatut, en 2006, llega a su fin. Se abre una nueva etapa que definirá el terreno de juego de las próximas décadas, tan abierta como lo fue en la Transición. Y se abre –y esto es algo que no siempre se percibe en Madrid- no sólo en Cataluña, sino en toda España.
La nueva etapa, de hecho, es una evidencia en Cataluña antes incluso de conocerse el resultado electoral. El “proceso” catalán, que se convierte en torbellino en 2010 con la polémica sentencia del Tribunal Constitucional que rectificó puntos claves del Estatut cuatro años después de que este fuera aprobado en referéndum, ha tenido ya un efecto demoledor sobre el paisaje Catalunya endins (dentro de Cataluña): el escenario es absolutamente irreconocible tras el paso del vendaval con epicentro en la calle y el acompañamiento del Palau de la Generalitat por un líder que nació tecnócrata y relacionándose en castellano con la gente bien y que en cambio ha abrazado la épica nacionalista del pueblo con la fe del converso y el entusiasmo de quien imagina en tiempo real cómo será su entrada –él cree que de leyenda- en la Gran Enciclopèdia Catalana.
El “proceso” se lo ha llevado ya casi todo por delante hasta el punto de que ninguno de los cabezas de lista de las anteriores elecciones, en 2012, repite al frente de una candidatura: el propio Mas, que se desplomaba en las encuestas con la pesada mochila de los recortes, la corrupción y los escándalos de la familia Pujol, aparece agazapado como número 4 de Junts pel Sí –coalición con vocación unitaria impulsada por Convergència Democràtica (CDC), Esquerra Republicana (ERC) y los movimientos de masas del independentismo como la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural-, justo por encima del líder de Esquerra, Oriol Junqueras; al líder socialista de 2012, Pere Navarro, se lo llevó el torbellino tras el batacazo de los comicios europeos; los colíderes de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV), Joan Herrera y Dolors Camats, se han tenido que sacrificar para facilitar el experimento de la unidad popular con Podemos en la coalición Catalunya Sí que es Pot; la líder del PP catalán, Alicia Sánchez Camacho, abrasada en múltiples fuegos –incluido el turbio espionaje de La Camarga a la exnovia del hijo primogénito de Jordi Pujol-, ha sido descabalgada en el último momento por Mariano Rajoy para tratar de sortear el ridículo que aseguraban las encuestas para el partido que gobierna España; el jefe de Ciutadans, Albert Rivera, ha optado por el gran juego en Madrid, y las pujantes Candidatures d’Unitat Popular (CUP) –la lista de la izquierda anticapitalista que compite con Junts pel Sí como opción abiertamente independentista- no permiten, por Estatutos, que los candidatos repitan ni siquiera si se llaman David Fernández y se han convertido en el fenómeno político de la legislatura.
El vendaval incluso ha finiquitado la coalición por antonomasia en Cataluña, el matrimonio de conveniencia que formaban Convergència y Unió (CiU) desde hacía casi 37 años, al apearse las huestes de Josep Antoni Duran Lleida de la embarcación pilotada por Mas, alarmados por el cuádruple salto mortal, la ruptura con la tradición del seny (sentido común) y el abrazo de referentes tan poco apreciados por la cultura de orden como Lluís Companys, el presidente de la Generalitat de la II República que desafío al Estado, fue encarcelado, sobrellevó la Revolución y acabó fusilado por Franco.
En las papeletas electorales ya no estará CiU, pero tampoco directamente formaciones tan históricas como ERC o los herederos del PSUC, ICV y EUiA, el referente catalán de Izquierda Unida (IU), que aspira ahora a que un éxito de esta avanzadilla de unidad popular junto a Podemos ablande a Pablo Iglesias y le fuerce a extender el modelo al conjunto de España junto a Alberto Garzón.
La gran paradoja de este big bang es que, pese a tratarse de una de las elecciones más importantes de la historia de Cataluña, los principales líderes ni siquiera encabezan las candidaturas, con la única excepción de Miquel Iceta, primer secretario del Partit dels Socialistes (PSC). Cuando los comicios eran meramente autonómicos, sin más, todos los pesos pesados encabezaban las listas. Y ahora que llega la madre de todas las elecciones opera en cambio un alambicado juego de insinuaciones que hace todavía más complicado seguir la trama al ocultar a sus principales protagonisas, ya sea por decisiones tácticas de cálculo político en la elección del cabeza de cartel –en el caso de Ciutadans, el PP y Unió- o por la irrupción de lo que el filósofo Manuel Cruz llama “democracia movilizativa”, que asigna un papel protagonista a la calle, a los independientes y a la movilización ciudadana también en la política institucional.
Las dos coaliciones que se vislumbran como antagonistas el 27S –con el permiso de Ciutadans si se consolida de verdad el carácter plebiscitario independentista al que aspiran los nacionalistas- son ejemplos de esta “democracia movilizativa” con el desembarco de la llamada soiedad civil: Junts pel Sí y Catalunya Sí que es Pot. En ambos casos, con enormes contradicciones como consecuencia de los complejísimos equilibrios internos, de la urgencia por construir sendas plataformas sin haber empezado ni siquiera los cimientos y de las propias paradojas de este momento endiablado de Cataluña, que hace que la coalición que impulsa Mas –campeón de los recortes sociales- esté liderada por un hombre de izquierdas, Raül Romeva, exeurodiputado de ICV, con una lista repleta de progresistas. Y que la de Catalunya Sí que es Pot –respaldada por Podemos- tenga como cabeza de cartel a Lluís Rabell, dirigente vecinal que ejerció de portavoz de la plataforma de izquierdas a favor del sí a la independencia en el simulacro de referéndum del 9N y que sueña con un gobierno junto a ERC –integrada en la lista de Mas y sostén parlamentario de los recortes en los últimos años- y la CUP.
“Ciertamente, todo lo que está pasando parece muy extraño desde la perspectiva de unas elecciones normales, pero es que no son unas elecciones normales”, explica a Cambio16 Raül Romeva, que accedió in extremis a encabezar la principal coalición independentista -la otra es la CUP- cuando Mas amagó con aplazar los comicios si no se cerraba una gran coalición del tronco central independentista. Es decir: con CDC y ERC, los dos partidos que se disputaban a muerte -la sangre empezaba a llegar al río- la hegemonía del independentismo tras la reciente conversión convergente a la nueva fe.
Romeva ha coqueteado incluso con la posibilidad de ser él mismo presidente de la Generalitat, pese a que el acuerdo especifica que será Mas el investido, y ello ha desencadenado ya varios incendios en la coalición, dados siempre por apagados oficialmente pero con las brasas bien visibles aún para todos. A pesar de reiterados toques de atención, Romeva se muestra firme en que “esto no va de que Mas sea presidente o no”, sino que el sentido de la coalición es “construir un Gobierno plural de transición” que lleve a la independencia más allá de las personas concretas.
La coalición independentista aspira a reconectar con el exitoso precedente de Solidaritat Catalana, coalición de la derecha y la izquierda catalanista que en el lejano 1907 logró 41 de los 44 candidatos en liza, aunque entonces con un sistema mayoritario a la británica en el que la lista ganadora de la circunscripción se llevaba el escaño y las demás, nada. El pulso “con Madrid” que libró Solidaritat Catalana hace más de un siglo es uno de los más mitificados por el nacionalismo, que no obstante suele pasar de puntillas sobre lo que sucedió luego: la triunfante coalición acabó disolviéndose apenas dos años después, rota por las contradicciones internas cuanto la Semana Trágica cambió el frame y colocó como eje central el conflicto social.
La hoja de ruta de Junts pel Sí prevé una progresiva y aún imprecisa “desconexión” de España en 18 meses y considera que para apretar el botón le bastaría con la mayoría absoluta de escaños (68), aunque no alcanzara el 50% de los votos. La última mayoría absoluta en el Parlament se remonta a 1992, cuando Jordi Pujol logró para CiU 70 escaños con el 46% de los votos. En el Parlament saliente, los grupos liderados por Artur Mas (CiU) y Oriol Junqueras (ERC) -enemigos íntimos que ahora cohabitan en Junts pel Sí- reúnen 71 actas tras sumar ambas listas, por separado, el 44% de los votos.
Sin embargo, más allá de las proclamas grandilocuentes envueltas en el envoltorio de toda campaña electoral, el objetivo realista que hace de auténtico pegamento de la coalición es la acumulación de fuerzas para forzar en España un referéndum como el de Escocia.
“Aspiramos a que las urnas nos den un mandato claro para tener la máxima fuerza moral y negociadora”, subraya Romeva, que a principios de año aún militaba en ICV, de la que procede también la número tres de la lista, Muriel Casals, presidenta de Òmnium Cultural.
DILEMA PARA PODEMOS
En este escenario de recuperación del objetivo del referéndum tras el 27S -en detrimento de la declaración unilateral de independencia que se exhibe como objetivo electoral- es muy posible que Junts pel Sí encuentre paradójicamente un terreno común con su teórico antagonista, Catalunya Sí que es Pot, articulado a toda prisa en la izquierda alternativa para tratar de replicar el éxito de Ada Colau y Barcelona en Comú en la capital catalana, aunque -y esto no es en absoluto menor- sin el apoyo expreso de la alcaldesa. Colau, que votó sí a la independencia el 9N sobre todo como respuesta al inmovilismo de Mariano Rajoy, se ha colocado en un distante segundo plano para reforzar su perfil institucional y tratar de apuntalar su plaza en Barcelona, donde gobierna con apenas 11 concejales de un total de 41.
La coalición izquierdista se ofrece como un instrumento capaz de catalizar “una nueva mayoría social progresista al servicio de los sectores más castigados por la crisis y de las clases populares”, según recalca su candidato, Lluís Rabell, en conversación con Cambio16. El objetivo de Rabell, subraya, es “tener la fuerza suficiente para que tras las elecciones el Parlament pueda elegir entre un gobierno de izquierdas y la reelección de Mas”.
Para este plan, la coalición apunta a ERC y la CUP como potenciales socios de una alternativa de gobierno al asumir el discurso de la supuesta vinculación inextricable entre las reivindicaciones de izquierda y el “derecho a decidir”, lo que descarta a priori al Partit dels Socialistes (PSC) y abre un foco de tensión potencial con Podemos en plena recta final ante las elecciones generales. “Nosotros no excluimos ni ignoramos a los socialistas, pero su renuncia formal del derecho a decidir complica muchísimo las posibilidades de articular con ellos una mayoría de gobierno alternativa”, recalca Rabell.
Catalunya Sí que es Pot rechaza la declaración unilateral de independencia (DUI) y asume que cualquier salida pasa por la negociación con el Estado, pero al proyectar un Gobierno con socios partidarios de la DUI corre el riesgo de quedar emparedada entre dos opciones claras y rotundas -sí versus no a la independencia-, sobre todo si se consolida el carácter plebiscitario de los comicios. En tal caso, el salto al que aspira la coalición izquierdista apadrinada por Podemos tendría más posibilidades de darlo el otro partido emergente, Ciutadans, pese a la decisión de Albert Rivera de presentarse a las generales y ceder el número uno de la candidatura a la prometedora pero mucho más desconocida -y menos fogueada- Inés Arrimadas.
En el frente del no, el PSC ha optado por proteger sus baluartes y salvar los muebles, con una lista más de izquierdas de lo que solía pero sin lograr afinar la partitura conjunta con el PSOE; mientras que el PP ha recorrido a la desesperada a su figura más polémica en Cataluña, Xavier Garcia Albiol, el exalcalde de Badalona de la mano dura con los inmigrantes, que tiene como referente al Nicolas Sarkozy fronterizo con Marine Le Pen, populista y a la búsqueda de un voto proletario indignado. Es una apuesta de riesgo -sería quizá más fácil si el Gobierno de la austeridad no estuviera presidido en Madrid por Mariano Rajoy- que de ninguna manera garantiza al PP un resultado que lo salve de la irrelevancia en Cataluña.
Sin embargo, cualquier encuesta hay que cogerla ahora mismo con alfileres porque el terreno está tan movido y son tantos los actores nuevos que las compañías demoscópicas van a tientas, sin base de datos histórica fiable a la que echar mano para interpretar bien los datos brutos que recogen. Esto ya era así en 2012, cuando el Centre d’Estudis d’Opinió (CEO, el CIS catalán) auguró un gran salto de CiU hacia la mayoría absoluta y en cambio la coalición de Mas se dio un batacazo monumental y retrocedió 12 escaños. Y desde entonces han sucedido tantas cosas y tan rápidamente que cualquier sondeo exige ahora una precaución todavía mucho mayor.
Con todas estas cautelas, la realidad es que el propio CEO, dependiente de la Generalitat, registra que tras el clímax del 9N ha habido un retroceso claro del independentismo, magullado por la guerra civil librada entre CDC y ERC -aplazada ahora con la coalición Junts pel Sí- y la espera de una nueva “cita con la historia”, que finalmente se ha fijado para el 27S: según el último sondeo del instituto de la Generalitat, del pasado junio, los partidarios de la independencia son el 42,9% frente al 50% de los contrarios, prácticamente el resultado inverso al que arrojaban las proyecciones del CEO la víspera del simulacro de referéndum del 9N, cuando el sí a la independencia aventajaba en siete puntos al no.
En cualquier caso, incluso si se confirmara una tendencia a la baja, se trata de cifras de apoyo a la independencia sin parangón en la historia. Al inicio de la década de 1990 no había en el Palament ningún partido independentista y fue entonces cuando ERC dejó atrás su histórica posición federalista para abrazar el objetivo de la secesión. Incluso si Junts pel Sí pinchara y quedara lejos de la mayoría absoluta, el Parlament surgido de los próximos comicios tendrá la mayor representación independentista de la historia, repartida en al menos cinco partidos: CDC, ERC, CUP y las pequeñas escisiones socialistas (MES) y de Unió (Demòcrates de Catalunya) integradas en la coalición encabezada por Romeva junto a la pléyade de independientes. En la cámara vigente, los partidos que se presentaron con un programa independentistas suman 24 escaños (de ERC y CUP) de un total de 135, puesto que Convergència fue a los comicios de 2012 con la bandera soberanista -reivindicación del derecho a decidir-, pero aún no independentista.
Las razones de esta evolución de vértigo son muchas y variadas, pero el oleaje ha cobrado siempre altura e impulso cada vez que ha gobernado el PP, primero con José María Aznar y luego con Mariano Rajoy. El actual mandatario encendió personalmente la mecha desde la oposición -lanzó al PP a recorrer España recogiendo firmas contra la reforma del Estatut en 2006- y luego como presidente se ha puesto de perfil esperando que el fuego se apagara solo sin ni siquiera llamar a los bomberos.
Cuando a principios de la década de 2000, al socialista Pasqual Maragall se le ocurrió levantar la bandera de la reforma del Estatut para azuzar las contradicciones del pacto que entonces tenían CiU y el PP -él mismo no tenía empacho en reconocer en petit comité los motivos reales de su controvertida apuesta-, el encaje de Cataluña en España preocupaba a menos del 5% de los catalanes, según las encuestas del momento. Pero ya no es posible rebobinar: una parte significativa de la sociedad catalana -el 27S se sabrá exactamente cuánta- es ahora independentista y otro segmento importante exige un referéndum legal para superar la crisis política que ha acabado desencadenándose.
El debate catalán trasciende ya el tradicional problema catalán: se ha convertido en uno de los elementos cruciales que empujan hacia una nueva etapa en el conjunto de España tras la ensoñación de que la Transición había borrado de un plumazo todos los problemas seculares del país. Los vientos que soplan en Cataluña han sido en muchas ocasiones la avanzadilla para cambios importantes en el conjunto de España: en la Transición, fue el clamor del “Llibertat, amnistia i Estatut d’autonomia” una de las claves que ayudan a entender la opción por el Estado de las Autonomías, y en la década de 2000 las ansias catalanas acabaron desencadenando reformas estatutarias en casi todas las comunidades. Ahora el torbellino catalán apunta directamente a las costuras del régimen de la Transición y refuerza la tendencia global de cambio en la forma de hacer política que afectan a todo el país con la irrupción de la “democracia movilizativa” surgida en la calle, el desembarco de independientes y de la sociedad civil y la reinvención del mapa de partidos.
Es la hora de la verdad para Cataluña, sí, pero sobre todo para España.