por MARÍA JESÚS HERNÁNDEZ
«¿Síndrome de Down? ¿Es contagioso? ¿Y con qué pastilla se cura?» Cuando Pablo Llanes (en la imagen con camiseta roja) tuvo que enfrentarse a estas tres preguntas supo que no se iría sin más. Estaba en Wukro (Etiopía) explicándole a un médico local que aquel niño no tenía ninguna enfermedad infecciosa. Él, un fisioterapeuta que atendía a las grandes estrellas del Real Madrid de baloncesto. Todavía se muestra incrédulo al recordarlo. Cinco años después de aquel diagnóstico, encabeza la ONG Holystic Pro África, con la que ha puesto en marcha una clínica gratuita para niños con discapacidad e intenta integrarlos en la complicada sociedad etíope. «Sí, un sueño; pero ‘nitse, nitse’ (poquito a poquito), que dirían allí», relata esperanzado.
Como en cualquier historia personal hay un momento en el que algo no engrasa bien. «Estuve 15 años trabajando con algunas de las personas mejor pagadas del mundo, pero arrastraba un vacío. Tratar a deportistas de élite reporta muchos beneficios, pero no deja de ser un negocio». Con el gusanillo de la cooperación más inquieto que de costumbre, Pablo decidió poner rumbo a Etiopía con otras diez personas. En un principio, era un viaje sin más pretensiones que «ayudar una temporada dentro de mis limitaciones. Tratar esguinces, colocar algún que otro vendaje, reforzar la rehabilitación… soy fisioterapeuta, no médico». Pero la realidad le atropelló.
Tirados en la calle, pidiendo en la puerta de las iglesias, atravesando vías en medio del caótico tráfico de ciudades como Addis Abeba; repudiados por la sociedad, aislados, escondidos entre las cuatro paredes de sus casas en las zonas rurales. La situación de los niños con discapacidad cortó la respiración de este madrileño, que tiene un hijo que la sufre. «En África están completamente abandonados y apartados, se cree que son fruto de una maldición, de un mal de ojo. Las familias hablan de un castigo divino y la mayoría de las madres aún recurren a ‘las aguas sagradas’ en busca de un milagro para sus pequeños», denuncia.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que en este país hay 15 millones de niños, adultos y ancianos discapacitados, el 17,6 por ciento del total de la población —alrededor de 85 millones—. Pero a sus 40 años, Llanes no hace mucho caso de estadísticas. «Cuando quise poner en marcha mi proyecto de fisioterapia consulté a ONG, a los servicios sociales, al hospital… y me dieron tres cifras completamente diferentes. Allí la situación es muy complicada, por lo que tomé la decisión de hacer mi propio censo e ir casa por casa». El resultado: 330 niños menores de 18 años —en Wukro y zonas rurales cercanas—.
Un año y medio y diez viajes después, la clínica estaba en pie. «Existe la creencia de que en cooperación se necesitan grandes cantidades, y no es así; en una gran catástrofe puede ser; pero en proyectos como el nuestro, no». El centro costó menos de 38.000 euros. «La gente se fija mucho en el dinero, pero, en nuestro caso, con un presupuesto mínimo, hemos hecho muchísimas cosas». La mayor parte del capital con el que se financia el proyecto procede de los miembros de la ONG, aunque también reciben algunas ayudas.
«Nosotros lo hemos tenido mucho más fácil de lo normal», revela Pablo Llanes. «La parte más complicada del camino ya la había recorrido el cooperante Ángel Olarán, el Vicente Ferrer de la zona. Él nos abrió muchísimas puertas, sobre todo burocráticas, y ha sido pieza clave a la hora de conseguir el principal objetivo: la confianza de la gente del lugar». De hecho, este fisioterapeuta sonríe y recuerda su ‘primera vez’ en Wukro, cuando sólo era un voluntario más. «Aquel día no vino nadie; el siguiente, tampoco; el tercero, apareció la mujer del jefe de los servicios sociales; el cuarto, unas cuatro personas; y a los diez días ya teníamos un soldado con su metralleta ordenando una larga fila». Todo es cuestión de confianza.
Aunque promovida por Holystic Pro África, la clínica está gestionada en colaboración con la administración Wukro. «Quería levantarla, pero con el apoyo local. Quería formar profesionales etíopes para que ellos mismos atendieran a su población». Hay que tener en cuenta que en Etiopía sólo hay alrededor de 350 fisioterapeutas y 190 están en Addis Abeba, la capital.
No obstante, no es sólo un problema de recursos. Todo cobra otra dimensión cuando hablamos de personas con discapacidad, las barreras culturales son demasiado altas. «Están fuera, son una vergüenza que hay que esconder, muchos tienen reparos a la hora de tocarlos sin ropa… ¿cómo van a atenderlos así?». Es la razón por la que muchas veces a este soñador le han temblado las piernas.
«Queremos aumentar la calidad de vida de los niños, que se relacionen con su entorno y que se desarrollen todo lo que puedan. Si pueden comer solos, que coman; si pueden andar, gatear o arrastrarse, que lo hagan. Que vivan mejor y, sobre todo, más felices». Pero ese rechazo que existe a su alrededor y que les marca a ellos y a sus familias implica un peso psicológico para el que aún no hay vacuna. De ahí, que se fomente la unión entre ellos. «En la clínica, en lugar de varias salas, sólo existe una para que los pequeños interactúen y las madres también. Es la manera de generar una empatía y compartir ese sentimiento de soledad común».
Se han dado muchos pasos, pero quedan muchos más por dar. Junto al resto de profesionales sanitarios, fisioterapeutas, psicólogos, médicos y maestros de educación especial —todos voluntarios— realizan cerca de 25.000 tratamientos gratuitos al año. A su vez, han puesto en marcha un apartado de salud mental, trabajan en los colegios, tienen varios proyectos de deporte inclusivos, tratan a gente en la cárcel y ahora quieren impartir un curso especializado para etíopes.
Pablo Llanes viaja a Wukro un par de veces al año. Lo supervisa todo desde Madrid —donde tiene una clínica de fisioterapia junto a otras ocho personas—, y está en contacto permanente con la gente del lugar. Sigue con su política del diezmo —un diez por ciento de lo que gana lo destina a este proyecto—, pero confiesa que «ya no es suficiente. A pesar del gran trabajo de los voluntarios, es necesario contratar a gente especializada». Se trata de seguir avanzando, «algo que requiere mucho esfuerzo, pero que en realidad no cuesta. Es igual que cuando te enamoras, no eres consciente de los sacrificios». Moraleja: ‘Nitse, nitse’.