La sentencia que condena al líder opositor venezolano, Leopoldo López, a casi 14 años de prisión, además de los 18 meses que ya ha pasado, la mayoría de ellos en aislamiento, ha provocado una avalancha de reacciones. Amnistía Internacional comentó sobre el veredicto: “Los cargos en [su] contra nunca fueron debidamente fundamentados y la condena a prisión se debe claramente a causas políticas. Su único “crimen” fue ser el líder de un partido opositor en Venezuela”. Human Rights Watch habló de “graves violaciones” durante el proceso. El mismo López envió una carta escrita a mano desde la cárcel diciendo que era totalmente consciente de las consecuencias cuando desafió la presión del régimen para que dejara el país. “Mi alma, mis ideales y mi amor por ustedes vuelan alto en el firmamento sobre nuestra hermosa Venezuela”, escribió a su esposa y sus dos hijos.
¿Qué opinan desde el Vaticano de todo esto? Considerando que Venezuela es un país abrumadoramente católico donde la Santa Sede tiene fuertes conexiones (su secretario de estado Pietro Parolin estuvo allí de servicio hasta 2013) y que el propio López es católico, la gente habría esperado que el Papa Francisco o por lo menos un alto representante del Vaticano emitiera una condena inmediata sobre el veredicto. Pero para bien o para mal, esa no es la política actual del papado: éste prefiere dar a conocer sus sentimientos de manera más discreta, y dejar las cosas en manos de los obispos locales.
El Vaticano y sus representantes han estado observando la situación en Venezuela. El Arzobispo Roberto Luckert León, uno de los jerarcas más abiertos del país, ha condenado enérgicamente al presidente venezonalo, Nicolás Maduro, por expulsar a miles de colombianos del país. El Papa, en una nota más suave y manteniendo su hábito de delegar en los prelados locales, celebró el hecho de que los obispos de ambos países estuvieran en conversaciones sobre cómo minimizar una inminente crisis humanitaria.
Francisco tiene una cierta influencia moral sobre Maduro, como se hizo evidente en junio cuando el presidente canceló abruptamente una reunión con el Papa en el último minuto, esgrimiendo que estaba enfermo, pero aparentemente temeroso de una reprimenda sobre derechos humanos. El Arzobispo Luckert afirmó entonces que el Papa no visitaría Venezuela a menos que mejore en cuanto a derechos humanos. A principios del año pasado, a medida que el país se estremecía con violentas protestas, la Iglesia ofreció sus servicios como mediadora, y los defensores del enfoque discreto del Vaticano dicen que la prudente diplomacia eclesiástica ha sido de ayuda en muchos momentos críticos para frenar la amenaza de una guerra civil.
Pero los líderes religiosos, así como los políticos, tienen que hacer la difícil elección entre mantener las relaciones y los canales de diálogo abiertos, o hablar sin tapujos ante el mundo. El Papa Francisco se enfrentó a ese dilema durante su reciente visita a Cuba antes de su continuar su ruta hacia los Estados Unidos, en uno de los itinerarios más difíciles de su papado.
Antes de su llegada, Cuba anunció que honraría la visita del Papa con la liberación de más de 3.500 prisioneros. Podría parecer un gran gesto para evitar las críticas y endulzar la atmósfera de la estancia papal, pero más allá de la cifra la medida tenía truco: se incluían aquellos a quienes debía liberarse el próximo año y algunos extranjeros, pero no aquellos a quienes el gobierno considera culpables de amenazar “la seguridad del Estado”, una fórmula bajo la que se justifica que los presos políticos permanezcan encarcelados.
La diplomacia papal jugó un papel crucial en sentar las bases del avance diplomático entre Cuba y Estados Unidos el pasado mes de diciembre. Jimmy Burns, autor de una biografía sobre el Papa recientemente publicada, considera que se trata del mayor logro diplomático del papado. Y fiel al estilo del Papa Francisco, el Vaticano ha seguido los consejos de los obispos cubanos (forzosamente más cautelosos que sus contrapartes venezolanos) y animó cierto cambio gradual en la isla.
Pero para algunos críticos, la Santa Sede ha retribuido sus cordiales relaciones con La Habana tratando al régimen con una inmerecida indulgencia. El Cardenal cubano Jaime Ortega dijo en junio que no había presos políticos en el país, y algunos prisioneros recientemente liberados rechazaron estas declaraciones considerándolas un acto de “traición”. Los opositores insisten en que varios presos de conciencia siguen encarcelados. El movimiento disidente cubano Las Damas de Blanco pidió una reunión con el Papa, pero no han recibido mucha simpatía de parte del Vaticano.
El pontífice, que ha sido muy elocuente al condenar los excesos del capitalismo en el norte, puede esperar algunas preguntas difíciles sobre su actitud hacia otro tipo de excesos. ¿Denunciará el autoritarismo de izquierda de la misma forma que ha denunciado el de la derecha?
Al estilo orwelliano, López fue considerado responsable de fomentar la violencia de manera “subliminal”, cuando solamente había alentado una protesta pacífica. Sin embargo, de la boca de los clérigos el uso del lenguaje “subliminal” es por lo general más aceptable; la gente espera en cierta forma que los líderes religiosos hablen con términos enigmáticos como a veces lo hacía el fundador de la fe cristiana. Entonces, si existen razones diplomáticas por las que ciertos abusos a los derechos humanos no pueden ser abiertamente condenados, la gente espera que el Papa al menos los condene subliminalmente.