por JUAN EMILIO BALLESTEROS / Fotos: Reuters
Han sido tantas las críticas a la opacidad con la que Estados Unidos y Europa negocian el tratado comercial que creará el que probablemente sea el club económico global más poderoso del siglo XXI, con cifras de negocio equiparables al 60% del PIB mundial, que la propia Comisión Europea, a petición de la defensora del pueblo de la Unión, Emily O’Reilly, se ha visto obligada a publicar el contenido de las propuestas fundamentales de una negociación que se desarrolla en secreto desde principios de 2012. Este esfuerzo de transparencia no ha convencido a nadie y menos aún a los críticos, que alertan sobre el poder ilimitado que tendrán las multinacionales y equiparan el acuerdo al nacimiento de la que ya se conoce como la OTAN comercial.
La falta de información sobre la negociación del TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership) y la sospecha de que grupos de presión a sueldo de las multinacionales condicionan las propuestas, así como el hecho de que la agenda de temas se califica como materia reservada, plantean serias dudas sobre las verdaderas intenciones del tratado, qué se esconde detrás de este macroacuerdo y hasta qué punto conculcaría la soberanía de los estados miembros, incapacitados para modificar sus condiciones o para enmendar sus artículos, incluso para dirimir ante los tribunales de justicia las discrepancias, sometidas en su caso al arbitrio de entidades privadas que escaparían al control de los poderes públicos.
En el fondo subyace la presunción de que el Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión no es más que el instrumento de Estados Unidos para recuperar la iniciativa económica mundial, liderar los mercados, establecer la paridad dólar-euro y mantener a raya las aspiraciones expansionistas de Rusia y el voraz apetito inversor de los países asiáticos emergentes, primando la actividad de las compañías supranacionales estadounidenses en detrimento de las pequeñas y medianas empresas europeas, que han mantenido la actividad económica en la primera década del siglo creando el 85% de los puestos de trabajo de la UE.
El compromiso de transparencia no se ha traducido por el momento en la publicación de los documentos reservados, ni siquiera ha alcanzado a la publicidad de las actas de las respectivas reuniones, una negociación que controla directamente la Comisión en nombre de los 28 estados miembros. En relación a los contactos con los grupos de presión que representan a las multinacionales, el mutismo es total.
Aparentemente, el TTIP pretende establecer las bases para el desarrollo de un mercado que generará crecimiento y creará empleo y oportunidades de negocio, al mismo tiempo que fijará normas internacionales para regular el intercambio comercial y evitar el fraude y la competencia desleal.
Se trata de abrir los mercados nacionales a una realidad global eliminando barreras arancelarias y restricciones, así como todos aquellos obstáculos, tanto legales como reglamentarios, que impidan la libre circulación de mercancías y servicios, simplificando los trámites y los procedimientos administrativos. Se calcula que la Unión Europea crecería 119.000 millones de euros anuales y que la estadounidense lo haría en 95.000 millones.
En principio, se pretende eliminar las barreras arancelarias y las limitaciones para que cualquier empresa pueda operar y competir en igualdad de condiciones a ambos lados del Atlántico, tanto en el sector servicios como en la contratación pública. Para ello, es preceptivo unificar las normas reguladoras de la actividad comercial y simplificar todos los trámites burocráticos, incluso eliminándolos para evitar duplicidades.
Voces críticas
Sin embargo, las fuerzas políticas y los movimientos ciudadanos contrarios a la firma del tratado, que han protagonizado movilizaciones y protestas en Bruselas, alertan sobre sus efectos negativos, ya visualizados en acuerdos similares suscritos en el pasado con México (NAFTA) o con República Dominicana, Caribe y Centroamérica (CAFTA), sobre todo en cuanto a la pérdida de derechos laborales y deterioro de las condiciones contractuales y salariales de los trabajadores –Estados Unidos sólo reconoce dos de los ocho convenios principales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)–.
Asimismo, el tratado conllevará la privatización de servicios públicos y, en consecuencia, el encarecimiento de los mismos. El convenio implicará igualmente la aceptación de técnicas de explotación como el fracking (fracturación hidráulica) para la obtención de petróleo y gas o la comercialización de productos transgénicos, pese a la prohibición expresa en la legislación comunitaria sobre manipulación genética.
Los representantes de EEUU y de la Comisión Europea volverán a reunirse el próximo mes de febrero, cuando se espera que se dé un impulso definitivo a la redacción del tratado. Una vez aprobado, deberá ser ratificado por el Consejo de la Unión y por el Parlamento europeo. Finalmente, tendrá que contar con el respaldo de los respectivos parlamentos de los estados miembros, que votarán el texto sin poder introducir ninguna enmienda.