Por Rubén Amón
Mariano Rajoy no podía permitirse proporcionar a sus rivales -los políticos y los mediáticos- el espectáculo de un escarnio en propia meta. Ha eludido las decapitaciones y los sacrificios. Ha evitado que los cambios del partido o del Gobierno pudieran interpretarse como una abjuración de su política y como una demostración de fragilidad en la última recta de la legislatura.
La estrategia ha convertido a Carlos Floriano en el voluntario de la inmolación, fusible de una crisis con sordina que Rajoy resuelve desde su propio cesarismo. El problema del PP no es Rajoy. La solución del PP es Rajoy, de forma que el líder monolítico se corona a sí mismo como timonel hacia la gloria de las elecciones legislativas. Y lo hace inequívocamente: “El PP es un gran partido con un discurso único”. Más en concreto, el discurso de Rajoy, derivado ahora a la evangelización que debe inculcar la superestructura del vicesecretariado: cuatro caras nuevas con mejor cualificación mediática que desnutren las competencias de Cospedal -secretaria general sin cartera- para expandir el mensaje del miedo, el orden contra el caos, el rigor frente al zapaterismo.
Semejante ardid político le costó la alcaldía a Esperanza Aguirre, pero Rajoy ha decidido asumirlo (el ardid), convencido de que la negligencia de la nueva izquierda en las mareas autonómicas y municipales va a proporcionar a los “españoles sensatos” todos los motivos para movilizarse. Y todas las razones para castigar al PSOE, de modo que el presidente del Gobierno quiere cobrarle a Pedro Sánchez haber antepuesto a su palabra -la línea roja de Podemos– la conveniencia y la temeridad, exponiendo la patria a un pacto incendiario del que sólo puede responsabilizarse la manguera de Rajoy, especialmente si la economía prospera y los casos de corrupción no reaparecen en los fondos de la nave de Génova.
El PP ha perdido un enorme poder territorial. Se ha quedado fuera de los pactos por haber abusado del rodillo y por haber utilizado sin mesura la mayoría absoluta, pero su gran ventaja en el itinerario de las generales consiste en haberse mantenido como una fuerza “inmaculada”, refractaria a los acuerdos contra natura, perseverante en su identidad.
Es una ventaja que redondea su posición de partido favorito en noviembre. Rajoy puede ganar las elecciones. Rajoy va a ganar las elecciones, pero esta razonable expectativa se resiente del mismo problema que han arrojado los comicios del 24M. No se trata de ganar. Se trata de gobernar.
Y se trata de asumir que la mayoría absoluta se ha degradado a un lugar utópico, de tal manera que el Partido Popular necesita despertar a sus votantes y mimar a Albert Rivera como báculo imprescindible, inspirándose por añadidura en el pacto premonitorio de la Comunidad de Madrid.
Sendas líneas de actuación quedaron expuestas en la comparecencia onanista en la que Mariano Rajoy anunció los cambios en el partido. Sostiene que el PP ha desengañado a muchos de sus votantes. Y que el “voto dormido” de la abstención puede resucitarse exagerando el pánico de los bárbaros y demostrando que el ritmo de la economía, creciendo al 3,3% del PIB, no sólo faculta la estabilidad, sino que, además, permitirá reducir los impuestos y perseverar con datos elocuentes en la lucha contra el desempleo.
Semejante mensaje tendría mayores esperanzas si no fuera porque se ha demostrado inútil en los últimos comicios. El retroceso del PP en las urnas acredita la escasa porosidad del eslogan, por mucho que ahora pueda contrastarse o reivindicarse inculcando en la opinión pública la catástrofe que supondría “entregar” la recuperación a la amalgama socialistoide.
Rajoy reúne en Sánchez y Pablo Iglesias al mismo enemigo. Por supuesto que existen diferencias entre ellos, pero la recíproca contaminación en los pactos de gobierno consiente al jefe del Ejecutivo representarlos como un monstruo bicéfalo al acecho de los resultados conseguidos.
Ya se ocupan sus nuevos misioneros -Moragas, Casado, Levy, Maroto, Maíllo- de divulgar la doctrina, del mismo modo que moderan los ataques a Rivera, cuyo papel de arbitraje en las generales exige a Rajoy seducirlo, instalarlo en el centro, preservarlo como la muleta en que puede apoyarse su renovación presidencial.
Se desprende de este escenario un optimismo antropológico que emula la candidez de Zapatero. Los bárbaros arrasan España. Sánchez los acaudilla. Rajoy emerge como redentor. Despiertan del letargo sus votantes. Cristaliza la segunda llegada del mesías. Y Albert Rivera postra su rodilla ante el César, anteponiendo el escrúpulo institucional a sus propias ambiciones.
Un candidato ante el espejo
Esta imagen idílica puede contravenirse con una menos complaciente de acuerdo con la cual Rajoy pagaría muy caro en las urnas su propia construcción de revulsivo. El presidente del Gobierno -y del partido- sobrevalora su credibilidad. Y no parecen haberlo hecho recapacitar ni la ineficacia del discurso económico ni todas las dudas que conlleva en la opinión pública la gestión de los escándalos de corrupción. Lo dijo Juan Vicente Herrera desde la autoridad de su victoria y desde la resistencia comunera: que se mire al espejo y responda si es el mejor candidato.
No hay otro ni lo habrá. Rajoy ha logrado que el partido se le cuadre sin fisuras, aunque las diferencias entre Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría sobrentienden una pugna interna que el superpresidente ha remediado recuperando en su figura cualquier delegación de poder.
Trata de inculcarnos Rajoy su papel de gran antídoto del caos, pero no está demasiado claro que los deslices tuiteros -algunos muy graves-, el amateurismo de las primeras semanas y las derivas estrafalarias de las mareas vayan a proporcionarle la imagen de un país devastado.
El PP no puede abstraerse del espacio que ha creado a los adversarios que tanto demoniza. La inercia de la regeneración, por muy heterogénea y retórica que parezca, es la medida de un desengaño y la expresión de un desgaste electoral que sitúa al PP en una situación descendente. No son las encuestas. Son los datos demoledores de las andaluzas y el descuento de dos millones y medio de votos el 24M, sin olvidar que sendos antecedentes presagian una nueva catástrofe en las elecciones plebiscitarias de Cataluña.
Rajoy no se da por aludido. Ni tampoco ha escuchado a las personalidades de influencia que le aconsejaban un adelanto. Ganarle por la mano a Mas en unos comicios prematuros contraprogramaría al president, amortiguaría a título preventivo la debacle de Sánchez Camacho en Cataluña y evitaría que Albert Rivera pudiera llegar a noviembre con toda la energía que obtendría en septiembre, naturalmente a costa de los partidos españolistas.
Las hipótesis no han modificado la estrategia del presidente. Tan seguro está de su rumbo que los cambios cosméticos del partido han predispuesto unos cambios aún menos relevantes en el Gobierno. Se han alterado piezas de poca importancia -Wert- para demostrar a la opinión pública que no debe modificarse un equipo cuando un equipo funciona. Y menos aún desde las carteras que han impulsado el milagro de la recuperación.
El esfuerzo pedagógico, ahora, consiste en proceder a la pedagogía. Rajoy apuesta por una plétora de vicesecretarios curtidos en el tertuliaje y provistos de suficiente cintura como para corregir esa imagen intimidatoria y abusadora que encarnaba Montoro en la arrogancia y la chulería.
Entronca este propósito con el genérico problema de comunicación. Rajoy insiste en que se han hecho las cosas muy bien y se han explicado bastante mal, pero cuesta trabajo diluir de este planteamiento el grado de precariedad con que la sociedad ha costeado y padecido la crisis económica.
Es una evidencia la brecha de la clase media, como es un hecho el aumento de la desigualdad, del mismo modo que se antoja incuestionable la precariedad del empleo, incluso cuando se define indefinido.
De otro modo, no hubieran adquirido tantas expectativas las novedades electorales. Demonizando los populismos, Rajoy “condena” al 20% del electorado. Y sumando a Pedro Sánchez a la conspiración bolivariana, se deduce una irresponsable separación de España entre los partidarios de la sensatez y del orden frente a las hordas que van a esquilmar la patria.
Opera, estimula el presidente una exageración con evidentes objetivos electorales, aunque sea al precio de desautorizar la sensibilidad y las neuronas de tantos ciudadanos refractarios a la idea de un Rajoy bis.
¿Forma parte Albert Rivera de ellos? Conviene aclarar que el líder de Ciudadanos ha perdido la virginidad en una cama redonda. Concederse al PP en Madrid y al PSOE en Andalucía, implica una desorientación a sus votantes que puede repercutir en su credibilidad política. La ventaja para Rivera es que las elecciones legislativas le identifican específicamente con Ciudadanos -un líder, un partido- y que su reputación como figura centrista supone un peligro calculado para el PP. Calculado, claro, si luego se aviene a participar en la investidura de Súper Mariano.
Es entonces cuando las dudas se hacen mayores. ¿Bendeciría Rivera a Mariano Rajoy? El caso de La Rioja, no necesariamente extrapolable, aloja una jugada de acuerdo con la cual Ciudadanos ha elegido al presidente del PP igual que si fuera un casting. Ha rechazado al candidato original, Pedro Sanz, en beneficio de José Ignacio Ceniceros, y lo ha hecho haciendo valer el chantaje del arbitraje.
Es un ejemplo interesante porque las elecciones de noviembre son legislativas y no presidenciales. Y porque el escenario de acuerdo con el cual Rajoy no consiga la mayoría absoluta incita toda suerte de posibilidades.
Una de ellas consiste en que Rivera ponga como condición que Rajoy no sea el presidente. Otra más ambiciosa -y menos probable- radica en que exija él mismo coronarse como jefe de Gobierno. Y la tercera, que acaso pueda ser la primera, ubicaría a Ciudadanos del lado del PSOE, de tal manera que Pedro Sánchez también podría acceder a la Moncloa.
Se trata de un escenario volátil y embrionario, pero la seguridad con que Rajoy se ha demostrado a sí mismo la valía de presidente del PP y del Gobierno en una sobreactuación cesarista, sobrentiende un optimismo embargado no a los hechos sino a los argumentos fantasmas: el regreso a su regazo de los abstencionistas y el escarmiento a Atila.