Por Lydia Cacho
Después de un par de meses de viajar sola por Asia Central y Pacífico, comencé a escribir un diario que nada tenía que ver con el reportaje que documentaba. A mi paso encontraba curiosos turistas recorriendo la Ruta de la Seda, Uzbekistán, Kazajstán, Kirguistán. Al menos en esta ocasión el mapa trazado desde mi país natal -México- marcaba los trayectos de los vendedores de esclavas. Lo que las leyes internacionales llaman tratantes de personas (antiguamente llamada trata de blancas, porque vender personas negras sí era legal, las blancas en cambio eran libres y su venta parecía una abominación).
Bajé desde Turquía, pasé por Turkmenistán, Tajikistan, crucé la frontera abierta hacia Afganistán, muy cerca de la frontera iraní, de allí bajé a Pakistán, Nepal y la India. Luego bajé hacia el Pacífico y con un joven barquero, que frente a mi videocámara hizo una extraordinaria narración sobre la esclavitud de sus hermanas, comencé a subir el río Mekong que fluye desde la punta sur de Vietnam, en el mar del sur de China; pasé por Camboya, después Tailandia y Laos. Al igual que los ríos yo no pedí permiso para fluir, para entrar en esos países como periodista. Me era imposible acceder a ellos para investigar a esas redes humanas que permiten que niñas y niños sean vendidos, llevados de un país al otro sin ser mirados por su prójimo.
Encontré a quienes aman las naturaleza y de tanto que la nutren y la cultivan ésta les regresa dones incalculables. Enfrenté a hombres y mujeres que, sabiendo lo que hacían, elegían cada día ejercer violencia contra las otras. Descubrí jovencitos fascinados con el encantamiento del dinero que les proporciona el turismo por la venta de sus hermanitas; padrotes tratantes en ciernes gozando sin comprenderlo de la desigualdad de género que nuestras culturas han fomentado. Esas culturas en que a los niños les dicen que tienen dos opciones: o someter o ser sumisos. Esa cultura que les dice a las niñas que tienen dos opciones: obedecer o ser castigadas por rebelarse contra los cautiverios creados especialmente para ellas. Mientras tanto por aquí y por allá los turistas, pagando euros a cambio de esclavitud, alimentando un mercado en el que la infancia tienen nombre de objeto sexual.
Antes, entre los soldados afganos me sentí afgana; con ellos bebí té bajo la noche estrellada y entre la nieve que alcanzaba nuestras rodillas, eran dos jóvenes militares que no entendían la guerra, ni el concepto de fronteras, ni el odio racial o religioso. Ellos nos convidaron a mi traductor y a mí un té fuerte; comimos galletas de chocolate que llevaba en mi mochila. Les escuché narrar historias de indignación sobre la venta de niñas de las provincias más alejadas de su país, que son vendidas al norte, hasta llegar a Kazajstán o Rusia.
Antes, mucho antes, había escuchado a las madres rusas explicar cómo alguien había traspasado a sus hijas -como objetos- para ser prostituidas en México. Y a las madres croatas narrar el terror de la última llamada de su pequeña llevada por su novio esclavista a Barcelona. Mi cuaderno guarda un sinfín de historias de niñas Kirguis vendidas como esposas a jóvenes chinos; porque el gobierno y la sociedad China desde hace décadas ordenaron desaparecer a las niñas; ya que los varones tenían más oportunidades de sobrevivir en un mundo donde el patriarcado domina la economía y el control poblacional sólo admite un hijo por familia.
Había entrevistado a una familia entera metida a la prostitución en Bangladesh: la madre, la hija y la nieta, todas se creían marcadas con el designio de la esclavitud. Nacieron, dijeron, para ser prostituidas. Para que alguien les ordenara, para subsistir nacieron esclavas.
No valieron mis palabras, no valieron mis preguntas porque su convicción era tal que comprendí que cuando tu familia, tu entorno, tu cultura y tu país te han convencido de que has nacido para esclava, no hay poder humano que te haga descubrir que nadie nace sin libertad. Allí estaba yo, sola, lejos de Latinoamérica descubriendo similitudes entre los continentes.
Descubrí a esas mujeres dulces y luminosas parecidas a mi bisabuela portuguesa; a esos hombres morenos de mirada tierna parecidos a mi bisabuelo indígena mexicano. El mundo era mío y yo era del mundo, a ratos luminoso y más tarde añejo y resquebrajado, putrefacto y plagado de una cruel ceguera.
Mi profesión periodística me exigía sustraerme de las emociones, mi yo mujer me exigía fluir suavemente con ellas. Esa era, al fin de cuentas, la mejor manera de viajar por el mundo para documentar el dolor y la esperanza, el crimen, el blanqueo de dinero y la posible solución contra la esclavitud humana. Como esas niñas hermosas con quienes jugué y a quienes fotografié en la riviera del río Mekong, yo también nadé en un agua que no conoce fronteras. La niña que llevo en mí me salvó de la mujer adulta que buscaba respuestas concretas o explicaciones políticas inexistentes. Escuchar cientos de historias de esclavitud me dejó un tanto descompuesta, pero a las periodistas se no insiste en no expresar el dolor. Ni antes, ni mientras ni después.
Rescatados
Un atardecer llegué con mi guía en un auto destartalado a la provincia de Osh en la frontera de Kirguistán. La casa refugio parecía abandonada. El frío calaba los huesos. Entramos en el pequeño edificio, la directora de hospicio para niños y niñas nos recibió. Nunca como ese día añoré hablar kirgui o uzbeco, al menos ruso; afortunadamente mi traductora sabía que esa no era una simple investigación sino una misión de vida y me siguió sin chistar.
Hablamos con adultas y luego entramos en las pequeñas habitaciones. Cayó la oscuridad sobre la casa nevada. Unas simples bolsas de dormir fueron nuestro refugio del frío. Dormí poco, pensando conmovida en cómo debían sentirse esas pequeñitas, eso niños, rescatados de redes de trata de personas, que no podían ser devueltos a sus familias porque les venderían otra vez. Sentí un vacío en mi plexo solar. Pensé en mi madre, en mi padre, en su amorosa crianza. Agradecí en silencio el amor incondicional que rodeó a mi infancia. Por fin el sueño me venció en la madrugada. Estoy segura de que soñé en ruso.
Me despertó una manita tibia acariciándome la frente. Abrí los ojos. Alrededor de mi bolsa de dormir estaban hincados los pequeños, una niña de cinco años rozaba mi cabello. Un chico de ocho, con mejillas coloradas y rostro redondo, dueño del gesto de un rey mongol mimaba mi mano izquierda. No me moví, sólo sonreí y ellos, ellas, sonrieron conmigo.
Todos comenzaron a hablarme al mismo tiempo, algo preguntaban. Yo les respondí en español lo que imaginé querían saber, nos reímos juntos. Saqué mi computadora, les mostré fotografías de mi casa, de mi pareja, de mi familia. Del mar de Cancún en el que vivo. Ya no sentí más frío, me rodeaban como protegiéndome. Nos reíamos y de pronto una pequeñita con mejillas como manzanas rojas me abrazó y dijo a todo pulmón «tue moie mama» (ты моя мама), «tú eres mi mamá». Yo sólo la abracé y la llené de besos. Ella se afianzó a mi cuello. A pesar de la violencia que vivieron seguían confiando en las personas adultas. Respiré… justo cuando me sentía agotada, retomé mi fuerza de entre sobrevivientes; recordé, todas somos un poco supervivientes y heroinas de nuestra pequeña y breve vida.
En medio de un viaje solitario y difícil encontré en esos niños y niñas el abrazo más parecido al de mi madre y mi padre. Eran la humanidad en ciernes. Esa madrugada todo cambió para mi. Descubrí que ese largo viaje para escribir un libro sobre esclavitud consistía en verdad en comprender dónde nace la semilla del amor, del bien; cómo se cultiva la compasión para sobrevivir. Las noches anteriores, después de largas entrevistas con sobrevivientes de esclavitud, de pornografía infantil, con madres deseperadas por encontrar a sus hijas «desaparecidas», después de mirar una veintena de fotografías de chicas destazadas por los mafiosos frente a autoridades policíacas, había llegado a mi hotel a hacer mi ritual diario: entrar en la ducha, llorar un poco bajo el chorro de agua y repetir mi mantra… hay más gente buena que mala en el mundo, mi trabajo es útil para la sociedad, soy periodista, una simple reportera en busca de respuestas.
Mi niña interior encontró a lo largo de esos cinco años de viajes para la investigación, cientos de conexiones, vínculos inexplicables, amistades inesperadas. Yo nadaba río arriba, y el río fluía en mi. Ese viaje para descubrir el origen del ejercicio del mal me llevó a encontrar también el origen de la voluntad para construir el bien; me recordó la valía del periodismo de investigación como herramienta de transformación social.
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