Por Lydia Cacho
Una imagen me obsesiona desde que tenía siete años. Mi madre, psicóloga activista nos llevaba a mis hermanos y a mi a los cinturones de pobreza de la Ciudad de México. El gobierno las llamaba ciudades perdidas. Mientras ella daba pláticas a las mujeres sobre su salud sexual y reproductiva, nosotras estábamos a cargo de entretener a las niñas y niños para que las madres pudiesen asistir al curso.
La imagen: un niño de mi edad, flacucho y barrigón. Con los ojos abiertos como platos, vestido con una camiseta y calzoncillos nada más. Le lanzo la pelota, me mira inmóvil. Algo me incomoda, ignoro qué es. Me acerco, saco de mi mochila un cuaderno y unos lápices de colores; pintemos pues, le digo tirándome al piso de tierra. Me mira. Insisto con superioridad involuntaria, entonces lentamente se sienta en la tierra a mi lado. Le entrego un lápiz, hablo imitando a mi madre, pintemos un perro o un caballo que come en el pastizal. El chico toma el lápiz y lo mira, lo aprieta con debilidad haciendo un puño a su alrededor, intento mostrarle cómo tomar el lápiz; imposible. Me mira como si fuese yo una roca, una rama sin flor, no hay emociones; soy una niña frustrada.
Más tarde ya en el auto le pregunto a mi madre ¿qué sucede? Exijo entender por qué ese chaval y yo, nacidos en el mismo país, de la misma edad, con el mismo color de piel, de ojos, de cabello, no sabe escribir su nombre. Porque cuando aprendemos a escribir las primeras letras y un buen día trazamos nuestro nombre completo en un papel con líneas azules ratificamos nuestra existencia en el mundo. Esta soy yo, se dice una niña que con su propia mano ha logrado darle sentido a las letras del abecedario. Un niño que no puede escribir no sabe que existe, le dije a mi madre (luego ella recontaría la anécdota).
La siguiente semana volví a la ciudad perdida de niños sin nombre, ahora llevaba galletas que habíamos preparado en casa. Todo cambió, ese que entonces supe que se llamaba Pedro probó las galletas por primera vez en su vida. Sin aspavientos, masticó atesorando las migajas empuñando el alimento. Miraba al vacío, en medio estaba yo, pero eso carecía de importancia. Llegaron otros niños y niñas, no hubo suficientes galletas, se las repartieron sin la intervención de personas adultas, sin decir nada. Repartían y comían con desesperación. Sentí vergüenza y angustia atrapadas en la boca del estómago. No sabía por qué.
Más tarde supimos que esos niños y niñas comían lo que sus familias encontraban en los basureros, que comían más o menos cada dos días. Que esa barriga inmensa era el hogar insano de parásitos. Supe que el hambre tenía rostro, que olía a polvo, que el hambre seca la saliva, que el hambre se acompaña de sed, que llega un momento que las niñas y niños que viven bajo el yugo del delito económico de la hambruna, de la miseria, se pierden en un marasmo donde las ideas han perdido vida, ya no sueñan, ya no esperan, la inanición les lleva en silencio.
Tres días, pruébalo tan sólo tres día sin comer alimentos. No por estar hospitalizada en una clínica, no por someterse a una ridícula e inútil dieta del agua de luna, no. Tres días sin comer porque eso es lo que la vida (y las políticas económicas te han puesto enfrente).Una prueba ridícula, sí, pero verás cómo reacciona tu cuerpo, tu cerebro, tus emociones.
Primero la somnolencia, esa que mengua las emociones ¿qué día es hoy? lunes, miércoles, domingo… da igual, no puede recordarlo. No se ríe, la pequeña de cuatro años no sonríe, su mirada parece perdida, lo está, los neurotransmisores de su cerebro han perdido fuerza, porque un intelecto que no se nutre, no hay vitaminas, minerales, tampoco aminoácidos, rápidamente pierde la fuerza que permite una movilidad ágil, el deseo de vivir, de jugar, de sentir. La ausencia de calcio hace más esponjosos los huesos, se cristalizan las articulaciones; el habla se hace más lenta, el estómago se consume con sus propios ácidos. El corazón, que es un músculo pierde masa estructural, se altera el pulso, baja la temperatura corporal, el hígado y el páncreas se debilitan a la par que el sistema inmune se colapsa; los riñones dejan de filtrar, son coladores petrificados. Finalmente el corazón se detiene, nada lo alimenta, nada.
¿Lo ha notado? Tal vez usted haya viajado por algún pueblo en que la pobreza y el hambre se convierten en paisaje para fotografías turísticas conmovedoras, en un barrio marroquí o africano, en un campamento Palestino, por la montaña mexicana de Oaxaca o la sierra de Chichicastenango en Guatemala; probablemente haya mirado hacia otro lado en su último viaje a las Canarias, donde una pequeña delgadísima con el rostro enrojecido por el sol candente, el pelo enmarañado de polvo y la nariz mocosa estiró su mano para pedir limosa. El hambre incomoda, la pobreza extrema también. Pobreza extrema significa que una familia viva con 1.15 Euros al día.
Veinticinco mil personas mueren de hambre cada día por falta de alimentos, si apiláramos sus cuerpos en un mes, tendríamos una montaña de 750 mil seres humanos que frente a nuestra mirada se consumieron de hambre y sed. En un año, en 2014 habríamos formado una montaña de 9 millones 125 mil mujeres, hombres, niñas y niños sin vida: la mitad de toneladas de alimentos que desperdiciamos cada año. No es un melodrama, es una guerra infame. Como ha dicho Andrés Ortega también la riqueza puede producir hambre. Nuestra riqueza, la de los países afluentes y sus normas de consumo.
Y aquí tenemos a los políticos, como payasos de circo llenándose la boca de caviar, soltando mierda en guerras de poder miserables mientras las montañas crecen, mientras millones de niñas y niños no saben escribir su nombre; nadie recordará que existieron, que perdieron la voluntad de vivir en un mundo incapaz de organizarse para abatir esta lenta y dolorosa muerte. La hambruna es sin duda una forma de lenta tortura de la que todas, todos, somos un poco responsables.
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