Por Lydia Cacho
“Soy mexicana, periodista, tengo cincuenta años, no vivo en la montaña de Guerrero, estoy viva, sana, me cobija el mar de Cancún”… (Respiro profundo, uno, dos, tres, llego al diez y abro los ojos nuevamente). Sigo escuchando mi grabadora; en ella la voz de las madres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, Guerrero, en México.
Mis manos se calientan, sudan, sentada en mi estudio frente al balcón, pongo un pequeño cojín entre mis piernas cruzadas en postura de yoga. Me percato de que desamparo mi cuaderno de notas, apenas puedo tocar las orillas de las páginas para que no se cierre. Despego mi mirada de los impecables renglones ¿quién carajos me creo para entender esta locura? ¿por qué me atreveré a robarle la esperanza a mis lectoras de esta manera?. Me levanto por un vaso de agua, mejor una cerveza, me cae que este país es una mierda, abro el refrigerador, dudo… cerveza helada, me la llevo, vuelvo al piso, a la grabación.
“Existen 149 casos demostrados de desaparición forzada en México” dice la voz del entrevistado de la organización Human Rights Watch. Es patente la existencia de operativos policíacos y militares que buscan hacer desaparecer a personas por sus creencias políticas, a periodistas por su labor profesional, a activistas por evidenciar la tragedia mexicana. Gobernadores que protegen a tratantes de mujeres y niñas, alcaldes que protegen a clanes de narcotraficantes, fiscales que defienden a asesinos feminicidas y descalifican a las muertas; generales que creen que la limpieza social, es decir asesinar a los socialistas y comunistas beneficia a la nación. La desaparición forzada es un acto cometido por agentes de las fuerzas de seguridad de un país. Esto sucede en un contexto de protecciones corruptoras y omisiones criminales de las autoridades mexicanas durante la última década. En especial de sus policías y funcionarios judiciales, que cuentan con el respaldo de altos mandos políticos. Las hipótesis sobre quiénes son los autores materiales e intelectuales de esos crímenes abundan, el centro de las desapariciones forzadas son ahora los jóvenes estudiantes, indígenas, pobres, inteligentes y rebeldes, con cultura política estudiaban para ser maestros rurales.
Escucho la voz de una de las madres de los desaparecidos: “¿Usted cree que mi niño sigue vivo?” Me pregunta suplicante. Mi cabeza dice que sí, pero mi boca enmudece. Miro a mi alrededor, temerosa de que alguien descubra que añoro buscar una luz. La periodista en mí, la objetiva se fue al carajo, la mujer mexicana busca respuestas, no las halla. Leo las transcripciones sobre las amenazas, los asaltos y la tortura, las llamadas telefónicas a los militares, los gritos de los jóvenes pidiendo ayuda, la voz de Omar el joven que sobrevivió para contarnos la verdad.
Se trata de enfrentar a un gobierno obsesionado con negar la verdad y reinventar a golpe de declaraciones falsas un México falso. Observo la caja de pañuelos desechables al lado de mi escritorio, las lágrimas resecas en una montañita de papel blanco apilada para recordarme que aún es posible llorar ante la vida y la muerte. Lloramos pero seguimos, seguimos aunque nos duela y frente a la evidencia de muerte buscamos vida y verdades que nos permitan vivirla.
No cabe duda, las historias de Ayotzinapa son brutales y sin embargo es indispensable conocerlas de principio a fin. Los nombres de los cuarenta y tres están allí, cohabitando entre las páginas de los diarios, en redes sociales, en la montaña de Guerrero, en la memoria de los miserables políticos que escalan al poder sobre la juventud desechable, pensando tal vez que como hay sobrepoblación en este país, unos menos a nadie le hacen falta. Pero sí faltan, los rebeldes y libres siempre faltan.
Como sobreviviente de tortura policíaca entiendo el momento de la oscuridad cuando una le dice al compatriota: «no me mates, por favor no me mates», y el policía sonríe y acomete, tortura y sigue. A otras, a otros si les matan, pensé al dejar mi grabadora. Cuando se sobrevive a un manotazo brutal del Estado corruptor se aprende que la empatía no es ponerse en los zapatos de los otros, de las otras, la empatía resignifica la alteridad, es recuerdo de que estamos interconectados, de que somos la marea de la libertad y la palabra viva de un pueblo. Las madres de los cuarenta y tres creen que sus hijos siguen con vida, mientras sus esposos excavan y encuentran fosas clandestinas con cuerpos de no se sabe quién regados por la montaña. La siembra de muertos no siempre cosecha silencios; eso lo hemos aprendido desde que descubrimos los feminicidios en Ciudad Juárez.
Las madres de los jóvenes viajan por el país, hablan de frente para ponerle carne a la palabra y rostro a los responsables de esta locura con impecable lucidez, van tejiendo verdades de una de las historias más oscuras sobre un México de fantasmas, donde los rebeldes desaparecen. Veo la pobreza en que están sumidas las familias de Ayotzinapa, pero la dignidad con la que enfrentan la injusticia social les da la estatura de gigantes amorosas «¿cuántos, cuántas somos contra la ignominia de la pobreza y el racismo?» me pregunta la más cansada de las madres huérfanas de sus hijos. «Muchas, somos millones», le respondo segura de que es cierto, de que el mundo no permitirá que México se convierta en el nuevo modelo de la dictadura capitalista que aniquila las libertades a golpe de fusil.