Por Óscar Abou-Kassem
ACTUALIZADO 25/06/2016
Durante los partidos de la selección inglesa de fútbol es habitual escuchar cantar apasionadamente a sus seguidores dos himnos. El oficial God save the Queen y el patriótico Rule Britannia!. El estribillo del segundo, escrito en 1740 cuando su imperio todavía dominaba los mares, define muy bien el carácter british con respecto al resto del mundo: “Gran Bretaña gobierna, gobierna las olas, los británicos nunca, nunca, nunca serán esclavos”.
Ese orgullo, en el sentido patriótico y nacionalista, explica en parte lo sucedido en la votación del Brexit. La relación del Reino Unido con Europa siempre ha sido compleja. La nostalgia del imperio resulta más atractiva que una negociación en Bruselas. Y es por esa emotividad donde le ha estallado el referéndum a David Cameron.
Recapitulando. El análisis simple es que Cameron se jugó un órdago contra su propio partido para apuntalar su liderazgo ante el ala euroescéptica y zanjar el debate de una vez por todas. En esa ecuación se antojaba temerario que un primer ministro se presente a un referéndum de este tipo con:
- Su propio partido dividido.
- Otra formación como UKIP movilizada y encantada con el simple hecho de poder votar la salida de la UE.
- Necesitando del apoyo de sus rivales laboristas para rescatarles del lío como ya hicieron con Escocia.
El resultado ha demostrado que el liderazgo de Cameron era limitado. Tanto como para verse derrotado por una figura tan poco sofisticada como la de Boris Johnson.
Nada de lo bueno que haya podido hacer Cameron será recordado después del desastre del Brexit. Triste legado.
Hay otro análisis más profundo sobre lo complejo que es armar una campaña en positivo frente a un mensaje de destrucción y crítica. Queda demostrado que resulta más sencillo movilizar a un electorado desde el enfado que desde la sensatez. El problema que ya han empezado a vislumbrar los ganadores del Brexit es que después de la destrucción hay que proponer y cumplir con las expectativas creadas.
Es probable, y conveniente para ambas partes, que el divorcio sea amistoso. Que se mantenga la libertad de circulación de personas, mercancías, servicios y capitales.
Después de prometer a Londres concesiones dolorosas para intentar amarrar su permanencia, la Unión Europa debe responder ahora ante sí misma y devolver la ilusión a sus miembros. Que serlo sea un privilegio. El club del que todos querían ser miembros. Todo un desafío si la imagen que vende ante los más desafectos es la de la troika, la burocracia y la expulsión de los refugiados. Berlín, París, Madrid y Roma deberían liderar la renovación.
Cuenta la leyenda, aunque nunca se llegó a publicar, que tras una intensa niebla en el Canal de la Mancha un periódico inglés publicó “Niebla en el Canal, el continente aislado”. Confiemos en que la realidad siga estropeando ese ingenioso titular.