Por JUAN EMILIO BALLESTEROS / Ilustración: DAN MORA
El puente de la Avenida Michigan de Chicago, en el que Brian de Palma sitúa el encuentro entre Eliot Ness y el veterano policía irlandés Jim Malone, germen de la formación de Los intocables como paradigma de la lucha contra la corrupción, se parece muy poco a la denominada cuesta de Urdangarin, que da acceso a los juzgados de Palma de Mallorca, salvo en el hecho de que una vez que se cruza, ya no hay vuelta atrás. El juez José Castro Hidalgo, titular del Juzgado de Instrucción número 3, la baja todos los días en bicicleta camino de su despacho. Desde que los duques de Palma realizaran ese mismo paseíllo, el magistrado, como Eliot Ness, ha pasado a ser un icono contra el crimen.
En este empeño, el juez Castro no está solo, pese a que el descrédito de la política, la falta de transparencia en la gestión pública y la ineficacia de la Administración hayan minado la confianza de la sociedad hasta límites difícilmente soportables. Señalaba con sorna Henry Kissinger que el 90 por ciento de los políticos echa a perder la reputación de todos los demás. Referirse a la corrupción generalizada puede parecer una exageración, aun con la sospecha fundada de que existe impunidad y de que las comisiones ilegales financian a entidades, instituciones y partidos políticos, enriqueciendo obscenamente a todo tipo de personajes sin escrúpulos, ya sea en la cúpula empresarial, la dirección de una entidad bancaria, el despacho de un ministerio, el salón de plenos de un ayuntamiento o la secretaría de un sindicato.
Al menos media docena de jueces han sido elevados a la categoría de héroes populares. No se trata de jueces estrellas, que son como los fuegos de artificio, brillan mucho pero se apagan pronto. Instruyen los sumarios en los que están imputados la mayoría de los políticos y empresarios que han desfilado por el banquillo en comparecencias de gran repercusión mediática. Es el caso de Pablo Ruz, Santiago Pedraz, Eloy Velasco y Fernando Andreu en los juzgados centrales de instrucción de la Audiencia Nacional, y de Mercedes Alaya, en Sevilla. El juez Castro es el magistrado que mejor encarna la figura del Eliot Ness nacional.
Jamás ha concedido una entrevista porque no le gusta el protagonismo; al contrario, rechaza la popularidad y se sonroja cuando lo jalean por la calle. No obstante, sí que ha utilizado una del periodista Jordi Évole a Jaume Matas como prueba documental del caso Nóos. En ella, el expresidente balear reconoce que concedió contratos a Iñaki Urdangarin simplemente por ser el duque de Palma. “No todos somos iguales”, aseguró Matas.
En realidad, sí que hubo una ocasión en que se dejó entrevistar por una joven de 15 años que consiguió que el magistrado, que ha hecho estremecer a la Casa Real al imputar por corrupción a la infanta Cristina de Borbón, hablara para la revista escolar del colegio San Cayetano, donde desgranó su trayectoria profesional, cómo llegó a ser juez en lugar de médico, su vocación frustrada.
Discreto, perseverante, infatigable, tenaz, amable, minucioso e impenetrable, el juez Castro intenta ser como sus resoluciones, en las que huye del lenguaje farragoso e impostado, excesivamente técnico, que aleja la Justicia de los ciudadanos. Disecciona la verdad como un forense. A Urdangarin llegó a hacerle 500 preguntas en 20 horas y cada vez que abría la puerta del despacho para un pequeño receso, su secretaria se apresuraba a proteger su intimidad ante la prensa: “¡Va al baño, dejadle en paz!”.
Es un hombre apasionado. Se nota cuando toma declaración. No en vano, el juez, de 69 años y natural de Córdoba, practicó de joven el kendo, la esgrima japonesa, un arte marcial tradicional en el que lo importante es ganar primero y golpear después. Protegerse antes de atacar. Es mucho más que un deporte una filosofía, una estrategia vital que va más allá del éxito o la derrota. En la lucha, la satisfacción de la victoria es un sentimiento que proviene de la capacidad, la competencia y la práctica. El azar, la casualidad o la suerte no suponen ningún mérito. Castro no deja cabos sueltos. “¡Qué bien interroga Pepe!”, exclaman algunos. “¡Me ha interrogado como a un chorizo cualquiera!”, se quejó un directivo bancario cuando tuvo que rendir cuentas. Así es el juez, que no duda en pedir a un delincuente común que le enseñe cómo se hace el puente a una moto.
Ingresó en la carrera judicial en 1976 después de ejercer como funcionario de prisiones. No pertenece a ninguna de las asociaciones de jueces y magistrados. La primera vez que se enfrentó a la corrupción fue en 1992 en el caso Calvià, cuando investigó el intento de soborno a un concejal socialista por parte de cargos del PP. Su fama se extendió con la instrucción en 2007 del caso Palma Arena, del que surgió como pieza separada el caso Nóos.
Cree que los buenos ciudadanos lo son por convicción y pondera el valor de la educación. Las leyes están destinadas a plasmar normas de convivencia; si aprendiésemos directamente las normas que nos enseñan en la escuela, las leyes sobrarían, concluye.
Desde diversos sectores, tanto políticos como de la propia judicatura, se acusa a la Fiscalía Anticorrupción de someterse a las directrices del poder ejecutivo, una queja que no puede sorprender a nadie si se tiene en cuenta que el nombramiento de su titular lo realiza el Gobierno a propuesta del Fiscal General del Estado. Antonio Salinas lleva en el cargo desde el año 2003 y acaba de renovar por cinco años más. Ha tenido en sus manos los principales escándalos de corrupción investigados en España, desde el caso Gürtel y Bárcenas, en Madrid, hasta el fraude de los ERE en Andalucía, pasando por el caso Nóos, en Palma de Mallorca, y la trama de las ITV y el Palau de Barcelona.
Fiscales y policías, ejes de la investigación
Pese a las dudas sobre su independencia, lo cierto es que los fiscales adscritos a su departamento han venido actuando de manera implacable en casi todos los sumarios –hay clamorosas excepciones a la regla–, sin hacer distingos entre políticos, empresarios o representantes de las instituciones del Estado y hasta de la Casa Real, como es el caso de Cristina de Borbón. Si hubiese que personalizar la ingente labor del Ministerio Fiscal en su lucha contra la corrupción, los fiscales designados en el caso de los ERE fraudulentos en Andalucía, Manuel Fernández Guerra y Juan Enrique Egocheaga, constituirían un ejemplo idóneo de rigor e independencia. Bajo su impulso, la causa se ha agilizado. Han llegado incluso a reprender a la jueza instructora, Mercedes Alaya, a quien han pedido que siga investigando mientras que el Tribunal Supremo se hace cargo de los aforados nacionales –los diputados Manuel Chaves, Gaspar Zarrías y José Antonio Viera y los senadores José Antonio Griñán y Mar Moreno–, y el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía del resto de los diputados autonómicos y altos cargos andaluces encausados. Por su complejidad, y para evitar más demoras, se ha instado a la separación por piezas del sumario para que los juicios se celebren cuantos antes.
Si en la Fiscalía saltan chispas, en las unidades policiales encargadas de la investigación los recelos y enfrentamientos con el Gobierno son constantes y suelen acabar con ceses. Así ha ocurrido con uno de los funcionarios que más se ha distinguido en la persecución y caza de los corruptos, el máximo responsable de la Comisaría General de Policía Judicial hasta octubre de 2013, José García Losada, fulminado por Interior y relegado a tareas burocráticas. Este policía ejemplar fue designado por el Gobierno para que dirigiese las investigaciones sobre la financiación irregular del PP, que empezó a pasar factura a Moncloa a raíz de los papeles de Bárcenas. Él fue quien puso contra las cuerdas a la ministra de Sanidad, Ana Mato.
La gota que colmó el vaso de la paciencia del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, fue la solicitud de la Cruz al Mérito Policial con distintivo blanco para los policías de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF) que investigan las tramas de los casos Gürtel y Bárcenas. Particularmente en el caso del policía Manuel Morocho, el azote de la Gürtel, la bestia negra del PP, el preferido del juez Pablo Ruz, el agente que ha liderado la investigación a pie de calle.
Los funcionarios consiguieron su medalla y el comisario Losada un puesto más relajado en un apartado despacho. El Sindicato Unificado de Policía (SUP) aseguró que la destitución de Losada obedecía a intereses políticos del PP, que intenta “teledirigir” las investigaciones de corrupción que le afectan.
Precisamente uno de los dirigentes históricos del SUP, José Manuel Sánchez Fornet, exportavoz del sindicato, ha fundado junto a Ana Garrido, la funcionaria del Ayuntamiento de Boadilla del Monte (Madrid) que destapó la trama Gürtel, el Observatorio Ciudadano contra la Corrupción, una asociación que pretende denunciar todo tipo de cohecho, malversación o cualquier práctica corrupta que pueda constituir un delito, como ha ocurrido con el ático en Marbella del presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, los documentos de la UDEF de Jordi Pujol o la denuncia de malversación en obras de la Dirección General de la Policía.
La corrupción no sería posible sin la connivencia de funcionarios que, en lugar de velar por la transparencia, el cumplimiento de las leyes y normas y la rendición de cuentas, miran para otro lado y dejan hacer, cuando no participan directamente de los sobornos, extorsiones y mordidas, frutos de cohechos y abusos que exceden las atribuciones propias de su cargo.
Por lo general, se trata de interinos y eventuales, no de funcionarios de carrera. Se contabilizan más de 200.000 interinos en las administraciones autonómicas, sin sumar los contratados por ayuntamientos y diputaciones, una gigantesca red clientelar que constituye el caldo de cultivo de la corrupción.
Esta trama resulta difícil de tejer en la Administración del Estado, donde los controles son más férreos, las condiciones para la adjudicación de contratos más estrictas y, además, los funcionarios son de carrera: su futuro laboral no depende de los vaivenes políticos. Ganaron la plaza por oposición y no deben favores a nadie. No es fácil resistirse a la tentación cuando el puesto de trabajo depende de un hilo y el dinero entra y sale en bolsas de basura o aparcan un automóvil de lujo en la puerta de tu casa y dejan las llaves puestas. Resulta ejemplarizante encontrar a ciudadanos que, desde su responsabilidad como funcionarios públicos, hacen valer los principios que se comprometieron a defender cuando fueron nombrados.
Acoso a los funcionarios que denuncian
Para Ana Garrido, que ha sufrido persecución y coacción tras su denuncia, la clave para suprimir la corrupción radica en que los funcionarios no corran peligro cuando denuncien sus sospechas y pidan que actúe la Justicia. “Me han roto la vida, me han amargado la existencia, me han amenazado, mis compañeros me han esquivado y hasta han declarado contra mí por miedo. La persecución es una estrategia de dolor continuado para hacerte desistir de un empeño legítimo por hacer prevalecer la verdad. En España, la dilación judicial va acompañada del acoso a los testigos y los denunciantes y ese periodo largo de tiempo en el vacío es en el que se dedican a destrozar a los más débiles”, concluye Garrido.
En la misma situación se han visto los funcionarios Joaquín Velázquez, subdirector de Formación Continua y Emprendedores de la Consejería de Empleo de la Comunidad de Madrid, y Teodoro Montes Pérez, jefe del Servicio de Gestión de Formación Profesional Ocupacional de la Delegación en Sevilla del Servicio Andaluz de Empleo, testigos claves de la Fiscalía en la investigación de tramas corruptas en los cursos de formación.
La Comunidad de Madrid no actuó contra el fraude, pero sí se apresuró a cesar al funcionario que lo denunció tres días después de que declarara ante la Policía. El motivo, “pérdida paulatina de confianza”. Dos años después, sin que la expresidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre hiciera nada al respecto, su sucesor en el cargo, Ignacio González, se ha comprometido a no seguir dando dinero para cursos de formación hasta que se aclare si alguien se lo ha quedado y, si ha sido así, que lo devuelva.
En el caso andaluz, el funcionario Teodoro Montes Pérez fue casi emparedado por sus superiores tras negarse a dar el visto bueno a las irregularidades. De su despacho oficial pasó a una ubicación instalada en una antigua salida de incendios, sin ventilación ni luz exterior y con un tabique levantado posteriormente que lo aislaba de sus compañeros de departamento. Tuvo que darse de baja por depresión. La Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía le dio la razón y falló que hubo acoso y hostigamiento por parte de la Consejería de Empleo de la Junta. La sentencia afirma que fue objeto de trato vejatorio, discriminatorio, alienante y humillante, apartado de cualquier función propia de su cargo y ubicado físicamente en un habitáculo impropio. La jueza Mercedes Alaya, responsable de este sumario, que investiga asimismo el caso de los ERE, lo ha declarado testigo protegido y se ha visto obligada incluso a dictar un auto en el que le prohíbe que acuda a otro juzgado a responder por una denuncia por injurias y calumnias interpuesta por Comisiones Obreras.
Por lo general, el funcionario de carrera rara vez es corrupto. El caldo de cultivo de la corrupción es la interinidad, la inestabilidad laboral o el clientelismo. Los funcionarios son profesionales y asumen las responsabilidades de su cargo por vocación, conscientes de sus obligaciones, en cuyo cumplimiento, como los héroes de las películas, van en ocasiones mucho más allá del deber. Si el Estado no garantiza su seguridad, acabará destruyendo un cuerpo que vela por la transparencia en la gestión pública. Teodoro Montes lo resumió ante el juez en una frase: “No puedo más con esta tortura diaria”.