Por Juan Emilio Ballesteros
Se atribuye a Henry Kissinger, aunque él lo ha negado en alguna ocasión, la ocurrencia de mofarse de la pretendida identidad comunitaria preguntando a qué teléfono había que llamar para hablar con Europa. Cuatro décadas después, pese a que la Comisión Europea creó la figura del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, conocido popularmente como Mr. PESC, el exsecretario de Estado norteamericano seguiría sin un interlocutor válido en el Viejo Continente, un portavoz capaz de dar la cara en defensa de los intereses comunes y de ofrecer una imagen de unidad, siquiera fuera en la discrepancia o aun en la contradicción.
Por el contrario, no le resultaría difícil encontrar fulleros, jugadores de ventaja y chantajistas en esta timba global en la que los tahúres financieros han convertido los mercados. El propio Obama levanta el teléfono sin éxito pidiendo cordura porque el abismo griego nos produce un vértigo aterrador. Arroja sombras sobre la viabilidad de la UE y pone en riesgo el negocio. No resulta extraño que los gobiernos que defienden tanto el ajuste vean peligrar el libre comercio mundial, auspiciado por Estados Unidos a mayor gloria de las multinacionales.
La encrucijada griega, abocada a un final tan trágico como clásico, evidencia no sólo la impotencia de los países periféricos de la Unión para salir de la crisis por su propio pie, azotados por políticas económicas identificadas con una suerte de síndrome agónico que se ha dado en llamar austericidio, sino el estrepitoso fracaso de la propia Europa.
Ya asistimos a la incapacidad institucional para levantar la bandera de la unidad política, cuya consecución parece cada día más en entredicho, pero creímos que la fortaleza del euro garantizaba una unidad económica y monetaria que hoy no es más que una quimera. Es la fuerza del destino, la ananké de la mitología helénica, el estado de la necesidad, la compulsión, la urgencia perentoria de una catarsis que, no por ineludible, es menos deseable.
Europa se desangra por la herida abierta de Grecia y todavía pretendemos lavar nuestra conciencia de ciudadanos comunitarios mientras miramos hacia otro lado al tiempo que pensamos: les ha ocurrido a ellos; no a nosotros. Y, en realidad, nos está pasando a todos, que zozobramos sin esperanza en medio de una arbolada que se levanta como un obstáculo inmenso que jamás podremos superar. Sísifo encadenado, desorientado y confundido ante un eterno día de la marmota que prolonga hasta el infinito la agonía. Grexit. No hay camino al parnaso y Platón ha perdido la categoría para jugar en segunda división la liga de los banqueros. Un país en default al albur de los fondos mercenarios de quienes hacen negocio con su deuda.
La cuestión no es qué le debemos nosotros a los griegos –tanto como a los romanos de Monty Python–, sino qué le deben los griegos al Banco Central Europeo (BCE) y por qué si no pueden pagarlo tenemos que hacernos cargo de la deuda.
Y esa Europa que hoy lidia al minotauro en el coso de las Termópilas, recibiendo a portagayola a los representantes legítimamente elegidos por el pueblo, aprieta pero no ahoga. Prostituye la soberanía nacional y amenaza con el caos si la voz del pueblo se niega a aceptar sus condiciones leoninas. Con dos capotazos consagra el engaño y la faena.
La UE asiste al naufragio griego mientras Mario Draghi dirige desde el BCE la orquesta del Titanic. Esa música nos suena. Es la banda sonora de la troika. Ya se oyó con ritmo de tango en Argentina, cuyo corralito aún hoy atenaza el ánimo de sus ciudadanos. Siempre hemos oído que en la España de posguerra el problema no era el dinero, sino que no había nada que llevarse a la boca, ni pagando, que había que comerse el hambre para tener algo en el estómago. “En mi hambre mando yo”, sentencia que Salvador de Madariaga puso en boca de un jornalero andaluz que respondía así al señorito que le exigió el voto a cambio de prebendas.
Nos ponen el pie en el cuello al recordarnos que cada uno de nosotros tiene empeñados 600 euros en este envite. No hay nada más triste que un cajero fuera de servicio. Sí, sí lo hay: un ciudadano quemando un billete de cinco euros. Son incapaces de ver que lo que realmente nos hemos apostado no es ni el salario mínimo ni las pensiones ni el trabajo miserable y a destajo. Tampoco la falta de oportunidades y el paro. El órdago es al futuro. El efecto contagio no supone ninguna amenaza si hay vacuna para el mal. Un día nos dimos cuenta de que en esta crisis habíamos perdido mucho. Después comprobamos que los griegos lo han perdido todo. Hoy al fin hemos comprendido que en este maldito juego nunca se gana, pero nos negamos a asumir el papel de los que no llegaremos jamás a ninguna parte, perdedores. No es que los griegos sean nuestros antepasados, es que, en cierta medida, los griegos somos nosotros mismos.