Por Juan Emilio Ballesteros | Foto: Jerónimo Álvarez
27/09/2016
Compatibiliza su trabajo de arquitecto urbanista con la enseñanza en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid (ETSAM) y el decanato del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM). Anteriormente, José María Ezquiaga Domínguez (Madrid, 1957) ha desempeñado diversos cargos de responsabilidad pública en el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid y fue Premio Nacional de Urbanismo en 2005. La experimentación sobre el paisaje urbano le ha llevado a situar al ser humano como el eje del territorio y la ciudad. Cree que la convivencia no es posible sin calidad de vida y que el mayor reto ambiental que tiene la generación actual es construir un hábitat que luche contra el cambio climático y la dilapidación de los recursos naturales.
El COAM se ha ofrecido como mediador para desbloquear el plan de la Castellana. ¿Es posible el consenso?
El urbanismo es particularmente sensible y delicado porque afecta a los ciudadanos y a la manera de organizar nuestra convivencia. Tiene un componente político, una dimensión técnica y no podemos negar que trata de valores. Hay una metáfora que lo explica bien: la medicina es la promoción de la salud y eso es una política, pero cada médico es responsable ante el paciente. Lo de los arquitectos es bastante paralelo. Por un lado, tenemos la planificación urbana, que es una función pública y, por otro, al arquitecto, urbanista, ingeniero, geógrafo, etc., que es el experto que puede dar forma a las aspiraciones de la sociedad. Cuando existe sinergia, es decir, cuando hay un buen encargo social y responde adecuadamente el técnico, tenemos esos momentos de la historia que recordamos. Las ciudades que admiramos son el resultado de una sociedad que tenía claro sus objetivos vitales, me da igual que sea la Florencia de los Médicis, Oslo, el Copenhague actual o el Nueva York que se levanta de sus cenizas después del ataque a las Torres Gemelas.
La excelencia surge cuando una comunidad logra unirse en sus objetivos de convivencia y los técnicos son capaces de darle forma. La miopía política impide entender que los ciudadanos hemos colocado a los responsables públicos para que resuelvan los problemas. El urbanismo debe parecerse a una Constitución, que nos ayude a convivir y, además, que sea generosa y abierta para que las distintas opciones puedan coexistir. El consenso no es una táctica, sino la esencia misma del urbanismo.
¿Le gustaría volver a la idea de ciudad de los 70, cuando todo estaba por hacer? ¿No es una visión desfasada?
No soy partidario de la vuelta atrás. Como optimista vital creo que la humanidad progresa. Cada época ha tenido sus riesgos. Los actuales se refieren a la responsabilidad ambiental. Nuestra generación tiene la mayor responsabilidad ambiental de la historia ante el cambio climático y la dilapidación de los recursos naturales. Si fallamos, la siguiente no tendrá oportunidad de rectificar.
Un crecimiento irresponsable sobre la base de malgastar o derrochar energía nos lleva al desastre ambiental. Una ciudad desparramada en un territorio sobre el cual sólo es posible desplazarse en transporte individual es insostenible. Este modelo es poco respetuoso con la naturaleza, fundamentalmente por la alteración de la topografía y la repercusión sobre los desastres, como es el caso de inundaciones, pérdida de suelo fértil agrícola, del paisaje, de la masa vegetal, etc. Una ciudad más compacta, con transporte público y la densidad mínima necesaria para tener todos los servicios a mano es más humana. Tenemos que pensar barrios donde los niños puedan ir andando al colegio, en los que uno pueda tener cerca de casa el transporte de alta capacidad y que la mayor parte de los recorridos cotidianos se puedan hacer de forma peatonal. No es una vuelta romántica al pasado, sino construir el futuro sobre bases distintas. Cuando el urbanismo se plantea como una herramienta política o comercial, perdemos al ciudadano como eje.
¿No existe un cierto inmovilismo a la hora de proteger el patrimonio?
Sí porque a veces terminamos convirtiendo en norma lo que en principio sólo era una aspiración. La protección del patrimonio es un logro social muy importante. Resulta lastimoso contemplar cómo en países emergentes no ha llegado la conciencia del valor de la historia ni de la memoria porque están todavía en el reino de la necesidad, de lo inmediato, del agua potable, de la vivienda habitable. Nadie impide que al tiempo que se consigue agua potable, saneamiento o corregir los riesgos ambientales se preserve también la memoria, la historia, todo aquello que es común. Cuando estos valores se convierten en norma se vuelven rígidos y a veces dejan de evolucionar, como le ocurre a la propia sociedad. La actitud correcta es estar siempre atentos a la manera en la que la sociedad percibe la realidad. La salvaguarda del patrimonio de ser una polémica política hoy es una valor aceptado.
Bienestar frente a necesidad: ¿no es una paradoja?
Vivimos en una constante paradoja, pero hay verdades evidentes. Si uno trabaja en el ámbito de la necesidad, la satisfacción es más inmediata. En países emergentes, cuando intentas la mejora de barrios que carecen de servicios básicos y ves que con acciones sencillas, que aquí son rutinarias, como el acceso al agua potable y el saneamiento, desciende radicalmente la mortalidad infantil, uno piensa que está justificada la vida profesional. En Europa y en España las necesidades son mucho más complejas. ¿Están nuestras ciudades adaptadas para los niños?, ¿una sociedad que va a ser de mayores los mantendrá recluidos en sus casas o en residencias?… Tenemos que empezar a planificar la ciudad para los mayores y los niños. Hay que estimular la revitalización demográfica. Y es preciso pensar en un urbanismo amable, que facilite a las familias tener hijos y una vida agradable. La ciudad del futuro no es sólo de tecnologías sofisticadas, sino un territorio donde vuelva a ser seguro que los niños vayan andando al colegio. Además de eso, tiene que funcionar bien. La tecnología puede ayudar, pero lo que hace que sea positiva es que tengamos criterios y valores adecuados. Si no es así, la tecnología incluso deja de ser una ayuda y se convierte en un grave peligro.
Las tecnologías han venido para quedarse…
En el futuro controlaremos desde el móvil el consumo energético de los hogares. El ahorro que eso va a suponer es muy importante. ¿Se imagina a una persona que está manejando el ahorro energético de su vivienda a golpe de un clic mientras está en su automóvil, cautivo, en un atasco diario camino de su trabajo, despilfarrando tiempo y energía? Ésa es la incongruencia a la que me refiero.
La revolución digital implica que quien no se adapte va a sucumbir. ¿Es así?
He tenido la oportunidad de trabajar con comerciantes locales porque, además, soy un enérgico defensor de este comercio urbano, de calle. Siempre surge la misma duda: ¿van a sobrevivir o serán devorados por las grandes multinacionales de la distribución y en el futuro sólo tendremos hipermercados? Ya está ocurriendo lo contrario: la nueva generación no está formada por compradores solamente en el hipermercado de periferia porque tiene valores distintos, le gusta vivir la ciudad, la comunidad, la cercanía. La mayor parte de las gestiones y compras cotidianas las vamos a poder hacer por internet, pero seguiremos necesitando el consejo de ese comerciante que sabe lo que nos está vendiendo. Eso cambia la mentalidad. No se puede plantear el comercio de cercanía con la misma distancia y asepsia que la gran superficie. Hay que complementarlo con esa especie de asesoría, de cercanía del experto. Ése es el tipo de cambio tecnológico que yo veo. Estamos en tiempos de valores añadidos. Trasladado al ámbito de la arquitectura nos lleva a considerar que no nos vale ya la vivienda de tres dormitorios estándar, queremos algo más, un hogar que se adapte a los modelos de familia actuales, que evolucione con nosotros a lo largo de la vida, que nos pueda servir de taller y lugar de trabajo… Tenemos que pedirle a la vivienda más.
¿La ciudad del futuro nos hará más iguales?
Por la cercanía en que convivimos, es consustancial a la ciudad ser un escenario de conflictos, pero también de convivencia. Una ciudad segregada es una ciudad conflictiva. Esta afirmación parece más moral que práctica. Ahí tenemos por ejemplo los conflictos que se han producido en la la periferia de las ciudades francesas, revueltas casi revolucionarias para expresar el malestar de las personas con un hábitat que no les satisface. ¿Recordamos los disturbios de la periferia de Londres? ¿Y los de hace ya décadas de Los Ángeles? Cada vez que hay una pequeña chispa al final salta la revuelta en las periferias. Eso expresa un malestar urbano, de convivencia y es importante atajarlo.
En recientes estudios que he desarrollado en el ámbito de países emergentes en América Latina se concluye que la inseguridad y el crimen están mucho más asociados a la desigualdad que a la pobreza. Es una sorpresa. Yo esperaba que de la necesidad extrema surgiera al final la delincuencia. Pues no, lo más grave es la vivencia de la desigualdad y esto es traumático. En Europa, por contra, a pesar de los problemas que tenemos, vivimos en unas sociedades privilegiadas.
Soy un convencido europeísta. El modelo de convivencia europeo es de las formas de organización social más satisfactorias que han desarrollado las democracias avanzadas en los últimos años. No se puede renunciar a ese modelo. ¿La alternativa cuál es?… ¿El conflicto, la inseguridad, estar encerrados, la tecnología aplicada a la vigilancia, a la autodefensa?… Prefiero respirar libremente por las calles de una ciudad que estar encerrado en una urbanización vigilada electrónicamente. Me siento más libre de una manera que de otra. Todo esto debe enfocarse desde políticas urbanas. Ninguna sociedad será totalmente igualitaria, pero las democráticas deben defender un principio esencial: la igualdad de oportunidades. La posibilidad del ascenso social en base al mérito y no al origen social es la clave del sustento de la estabilidad europea. En el ámbito urbano significa que todos los ciudadanos de cualquier barrio de cualquier ciudad deben tener el mismo acceso a todos los servicios. Si queremos espejos donde reflejarnos, miremos a Oslo y a Copenhague.
El modelo al que nos lleva el mercado es segregativo y explosiona la huella urbana. Para evitar la llamada ciudad postmodernista urbanicida, es partidario de la ciudad densa y humanizada de Jacobs. ¿En qué consiste?
Jane Jacobs, que fue una visionaria, se enfrentó en Nueva York al gerente de urbanismo de la época, que se llamaba Robert Moses, un decidido partidario del progreso. Jacobs era la persona cercana al barrio y Moses se podría decir que era el villano. Participaba de una ideología tecnocrática. Pensaba que con el progreso material de las infraestructuras, las autopistas, las áreas de ocio, etc., la ciudad funcionaría mucho mejor y habría felicidad para todos. Jacobs venía a decir que era preciso mirar también la pequeña escala: hacer una carretera puede ser necesario, pero si significa romper un vecindario, el coste no compensa. Por eso, las primeras manifestaciones de Jacobs en Washington Square, el corazón de la ciudad, eran con carritos de bebés. Porque lo que reclamaba era algo tan sencillo y actual como “un lugar a la sombra de árboles hermosos donde podamos estar con nuestros hijos”. Hoy la tecnología está mucho más presente que en la década de los 60, pero algunos de los dilemas siguen vigentes: ¿podemos aplicar la tecnología y no sacrificar lo pequeño, lo cercano, nuestra vida real?…
Ése es el mensaje de Jacobs, el valor de la cercanía, de las pequeñas cosas. Su discurso no sólo es radical y soñador. Hablando de Nueva York, se pregunta por qué en algunos barrios salir a la calle es un riesgo de vida y en otros lugares uno saca la silla y conversa con sus vecinos amigablemente, como ocurre, por ejemplo, en Sevilla. Yo admiro esta actitud, me parece un privilegio. Hay lugares en Sevilla que en realidad son la ciudad del futuro. No pienso en una Arcadia. Sé que la convivencia es siempre difícil, que hay conflictos, pero la cercanía, el carácter humano, sacar la silla a la puerta de la casa al caer la tarde… ¡Estamos hablando de la ciudad del futuro! La cultura mediterránea es la cultura de las plazas, de la vida en la calle, del espacio público. En América Latina lo que más admiran de nosotros es la seguridad de poder pasear por las calles a cualquier hora, la libertad de estar seguros.